Había una vez un país (I)
Un 6 de Abril, hace 25 años, comenzaba el asedio más prolongado de la historia militar moderna, el sitio de Sarajevo. Llevado a cabo por las fuerzas de la autoproclamada República Srpska y el Ejército Popular Yugoslavo, duró desde el 5 de abril de 1992 al 29 de febrero de 1996.
Por Agustín Cosovschi y Matías Figal para Panamá Revista
El último 6 de abril en Sarajevo se celebró el Día de la Ciudad. La conmemoración recuerda la fecha en que la capital de Bosnia-Herzegovina fue liberada de la ocupación fascista por las tropas partisanas en 1945. En la Avenida Mariscal Tito, una llama eterna acompaña el agradecimiento a los combatientes de las brigadas bosnias, croatas, montenegrinas y serbias. “Por la liberación de Sarajevo y nuestra patria”, reza el mensaje.
Hace 25 años, sin embargo, el 6 de abril adquirió un significado más. Fue entonces cuando comenzó el sitio más prolongado de la historia militar moderna: armadas nutridas por el Ejército Nacional Yugoslavo, las tropas del Ejército de la República Srpska, territorio autoproclamado de los serbios de Bosnia, se posicionaron sobre las colinas que rodean la ciudad y comenzaron un bombardeo casi cotidiano. Uno de los episodios más brutales de la historia europea contemporánea, el sitio de Sarajevo, es un emblema de la violencia con la que se deshizo Yugoslavia durante los tempranos años ’90.
La crisis de los años ‘80
Aunque la disolución de Yugoslavia durante los años ’90 fue una sorpresa para muchos, la federación se encontraba en problemas desde hacía al menos una década. Desde la muerte de Josip Broz Tito en mayo de 1980, el país había atravesado más de una década de crisis económica y política antes de que emergiera la violencia en su territorio. Durante esos años, las presiones financieras internacionales y la alta inflación habían alimentado fuertes pujas económicas entre las repúblicas y provincias que componían la federación. Desde los años ’60, la descentralización económica había dado una autonomía casi total a cada república con respecto del gobierno federal, lo que había resultado en un arreglo casi confederal, con la Liga de los Comunistas de Yugoslavia funcionando como terreno de negociación entre los representantes de diferentes intereses nacionales.
En esta dinámica, la figura de Tito como árbitro final de los conflictos jugaba un rol clave. Su desaparición física, junto con la de gran parte de la vieja guardia partisana que había fundado el país a través de la guerra de liberación nacional, así como la instauración de mecanismos colectivos de decisión que exigían un consenso casi total entre las repúblicas para avanzar en la implementación de políticas, sumirían al régimen socialista en una parálisis política difícil de resolver durante toda la década de 1980.
A lo largo de esos años, ante las dificultades económicas, el comunismo yugoslavo se vería atravesado por un profundo conflicto entre quienes afirmaban que la autonomía republicana constituía un principio inviolable y quienes en cambio avanzaban en la posibilidad de recentralizar algunas funciones en el gobierno federal para hacer frente a la crisis. Mientras que la dirigencia de las repúblicas de Eslovenia y Croacia defendía una visión que tendía al confederalismo, una gran parte de la dirigencia comunista en Serbia y en Montenegro sostenía que la crisis de la sociedad sólo podría resolverse con mayor unidad y fortaleza en el gobierno central. En realidad, esta división ponía de manifiesto concepciones radicalmente distintas de la unión yugoslava que habían coexistido en tensión durante décadas bajo el efecto unificador del liderazgo titoísta, la ideología de la autogestión socialista y los éxitos económicos de los años ’50 y ’60.
Serbia era la república de mayor peso demográfico en la federación yugoslava. Al mismo tiempo, los serbios estaban sobrerrepresentados en las filas del comunismo yugoslavo, habiendo jugado un rol clave en la lucha partisana contra el fascismo. Sin embargo, desde 1974 Serbia era también la única república administrativamente dividida según la Constitución: en su interior se encontraban dos provincias autónomas, Kosovo y Vojvodina, cuya independencia económica y política había sido reforzada por la reforma constitucional de 1974 hasta alcanzar niveles casi republicanos. La decisión de introducir esta división en Serbia había tenido al menos dos razones: moderar el peso hegemónico de Serbia para reducir su influencia sobre los asuntos de la federación y satisfacer las demandas de autonomía de la enorme población albanesa que habitaba en el territorio de Kosovo.
«La Unión Yugoslava había coexistido en tensión durante décadas bajo el efecto unificador del liderazgo titoísta».
En este sentido, la puja de la dirigencia serbia por una mayor centralización en la federación buscaba además garantizar su propia integridad territorial ante lo que consideraban una situación injusta con respecto de las otras repúblicas. De allí que su dirigencia propugnara durante los años ’80 la idea de reformar la Constitución de 1974 para recentralizar algunas funciones federales, pero también para poner en cuestión el estatuto autónomo de las provincias de Vojvodina y especialmente de Kosovo, un territorio afectado desde 1981 por fuertes tensiones entre albaneses y serbios.
Pero Eslovenia y Croacia propugnaban en cambio la conservación del modelo confederal consagrado en la constitución. El apego al arreglo establecido durante los últimos años del titoísmo era ideológico, pero también económico: beneficiadas por la descentralización, Eslovenia y Croacia eran las repúblicas más desarrolladas de la federación, lo que les daba más de una razón para defender la autonomía política y financiera que les otorgaba el texto de 1974.
Con el pasar de los años, la imposibilidad de resolver este conflicto entre centralizadores y descentralizadores redundaría en la persistencia de las dificultades económicas y la fuerte deslegitimación del comunismo yugoslavo frente a una sociedad cada vez más plural, más propensa a la defensa de las libertades individuales y menos fiel al mito fundador de la lucha partisana. A partir de mediados de los años ’80, Yugoslavia sería testigo de un fuerte ascenso de la movilización civil, especialmente articulado por intelectuales, artistas y movimientos juveniles que buscaban un nuevo lenguaje político de oposición al régimen, en ocasiones haciendo converger el nacionalismo y las reivindicaciones democráticas. Las elites dirigentes de Eslovenia y Serbia no sólo tolerarían este ascenso nacionalista, sino que lo alentarían con el fin de reforzar su posición en la mesa de las negociaciones federales.
A partir de 1987, esta dinámica de competencia nacional cobraría un nuevo y definitivo impulso en Serbia bajo el liderazgo del nuevo presidente de la Liga de los Comunistas de Serbia, Slobodan Milošević. Con un eficaz manejo de los medios burocráticos del comunismo yugoslavo, un discurso nacionalista y antisistema y un carisma excepcional en el contexto del post-titoísmo, Milošević promovería el ascenso de una dirigencia adicta en la república de Montenegro y eliminaría la autonomía de las provincias de Vojvodina y Kosovo. A partir de entonces, las tensiones con las dirigencias de Eslovenia y Croacia tomarían un rumbo cada vez más definitivo que finalizaría en enero de 1990 con la disolución del partido comunista de Yugoslavia.
Las primeras elecciones multipartidarias en 1990 verían ascender a agrupaciones políticas nacionalistas en casi todas las repúblicas de la federación yugoslava, lo que reforzaría las tensiones sobre la integridad territorial del país. En 1991, las repúblicas de Eslovenia y Croacia declararían su independencia en forma unilateral, disparando la reacción del Ejército Nacional Yugoslavo, una institución conservadora, ansiosa de preservar la integridad territorial yugoslava y cercana políticamente a Milošević. La guerra se desencadenaría primero en Eslovenia, donde las hostilidades no durarían más de diez días. Pero la guerra en Croacia sería distinta: allí el Ejército Nacional Yugoslavo, aliado a fuerzas paramilitares de la comunidad serbia local, se enfrentaría con las flamantes fuerzas de defensa croatas durante años. Las hostilidades terminarían sólo en 1995, cobrándose decenas miles de vidas, destruyendo las relaciones interétnicas en el país y provocando el desplazamiento de miles de refugiados.
Sarajevo, Bosnia
En una plaza central de Sarajevo hay un monumento del año 1997 que reza: “el hombre multicultural construirá al mundo”. Es que, si Bosnia y Herzegovina era retratada por su mixtura étnica o nacional como una Yugoslavia en miniatura, Sarajevo era una digna capital: todavía en 1991, cuando la federación yugoslava se encaminaba a su disolución, un 11% de sus pobladores se seguía identificando como “yugoslavos”, aceptando la identidad cívica de Yugoslavia más allá de la identidad étnica de las naciones que la componían.
En el cuadro conceptual del comunismo yugoslavo, nacido al calor de la lucha de liberación nacional contra la ocupación fascista, la soberanía de cada república que componía la federación yugoslava se había basado en dos pilares: la adhesión al socialismo y el principio de determinación nacional de cada una de las naciones del país. En pocas palabras, cada república intentaba ser expresión de la autodeterminación de una nación: croatas en Croacia, serbios en Serbia, macedonios en Macedonia, etc. Sin embargo, dado que la distribución étnica en casi todo el territorio del país era mixta e irregular, este ordenamiento descansaba sobre un “como sí”: cada república contenía en realidad minorías de otras naciones y cada nación estaba distribuida sobre más de una república.
Ninguna república era tan problemática para este esquema como la de Bosnia y Herzegovina, cuya población estaba dividida en tres grandes comunidades mayoritarias: la croata, la serbia y la comunidad musulmana, distribuidas prácticamente por tercios en términos demográficos. A diferencia de lo que ocurría en las demás repúblicas yugoslavas, en Bosnia todos eran minoría. De allí que durante el período socialista se alentara la formación de un sistema de cooperación interétnica y de instancias de diálogo interreligioso que harían de Bosnia un sinónimo de la multiculturalidad.
Durante los años ’80, el ascenso nacionalista en Eslovenia y Serbia no se había repetido en Bosnia. La dirigencia más conservadora y multiétnica del comunismo bosnio, tradicionalmente fiel al dogma titoísta y obligada al acuerdo interétnico permanente para administrar la república, no había estimulado la radicalización ni los discursos antisistema. E inversamente a lo que había ocurrido en Ljubljana, donde los movimientos artísticos habían cultivado un discurso nacionalista y anti-yugoslavo, la ciudad de Sarajevo había sido testigo del desarrollo de movimientos artísticos y culturales pan-yugoslavos y multiétnicos. Si en Ljubljana el yugoslavismo estaba estaba cada vez más fuera de moda, en Sarajevo, en cambio, era cada vez más cool.
Pero la apertura electoral de 1990, en el contexto de una situación cada vez más radicalizada a nivel de la federación, tuvo fuertes efectos sobre la política de Bosnia. En vísperas de las elecciones, el liderazgo comunista promulgó una ley para evitar formaciones de carácter nacionalista en los comicios, pero el tribunal constitucional la derogó. Aunque hasta la fecha misma de la votación las encuestas de opinión le auguraban un buen resultado al partido no nacionalista del primer ministro de Yugoslavia, Ante Marković, y a la Liga de los Comunistas reformada, su performance no fue suficiente y la victoria quedó en manos de tres flamantes partidos nacionalistas que aspiraban a representar a las tres comunidades étnicas mayoritarias del país: el bosnio-musulmán Partido de Acción Democrática de Alija Izetbegović, nombrado Presidente del gobierno, el Partido Democrático Serbiode Radovan Karadžić, cercano a Milošević y la Unión Democrática Croata, rama bosnia del partido del presidente de Croacia, el conservador y nacionalista Franjo Tuđman.La composición nacional de Bosnia auguraba serias dificultades en un escenario de secesión, de manera que Izetbegović procuraría sistemáticamente intervenir entre los conflictos cada vez más duros entre Serbia y Eslovenia y Croacia. En este contexto, la declaración de independencia de ambas repúblicas en 1991 tendría efectos profundamente destructivos al interior de una Bosnia internamente fragmentada: los bosnios musulmanes y los croatas no estaban dispuestos a quedar en una Yugoslavia mutilada y hegemonizada por Milošević, mientras que el liderazgo político serbobosnio no iba a tolerar separarse de Serbia. Como consecuencia, la vida política se polarizó según líneas étnicas, con los partidos fortaleciéndose en las áreas donde dominaban demográficamente y el gobierno central funcionando con cada vez mayores dificultades.
A pesar de lo que sucedía en las repúblicas vecinas y de la polarización política a nivel local, casi nadie en Bosnia imaginaba la posibilidad de que pudiera comenzar una guerra hasta que la violencia irrumpió violentamente en la vida cotidiana. En YouTube es fácil encontrar el concierto “YuTel para la paz”: en julio de 1991, el canal de televisión YuTel, ligado al premier Ante Marković, organizó un evento en el Pabellón Olímpico Zetra en Sarajevo donde distintas bandas de rock de Yugoslavia congregaron a miles de personas para rebelarse contra la guerra que se desataba en Croacia.
Los habitantes de Sarajevo no perdieron la esperanza de evitar la guerra ni siquiera cuando estaban a sus puertas. El 5 de abril de 1992 una impresionante multitud recorrió la ciudad en el marco de la Marcha por la Paz. Algunos de ellos llevaban cuadros de Tito. Un día después comenzaba el sitio de la ciudad, dando inicio a una de las guerras más cruentas del siglo XX.
*Por Agustín Cosovschi y Matías Figal para Panamá Revista. Video: The Siege of Sarajevo, de Paul Lowe.