La pasión no mata
La pasión futbolera nada tiene que ver con el asesinato del hincha de Belgrano, Emanuel Balbo. La tragedia que enlutó el clásico cordobés fue usada malintencionadamente por algunos sectores conservadores, dejando en evidencia el desprecio que los mismos tienen por lo popular, como así también su intención de sostener el statu quo.
Por Rafael De Julio para La Tinta
Después de que Emanuel Balbo padeciera una injustificada serie de vejaciones que culminaron con su muerte, muchos medios y comunicadores coparon el dial, las páginas y las pantallas con una caterva de frases condenatorias hacia lo que se denomina pasión futbolera. El desprecio que sienten algunos sectores conservadores por la cultura del fútbol -no del aguante- y el sentir popular en general, vinculó sin tapujos a la muerte con la pasión.
Según sostiene la visión conservadora, el fervor y la devoción que millones de personas palpitan de manera genuina por el fútbol y sus rituales, deriva automáticamente en muerte. Bajo ese razonamiento lineal, la plebe enceguecida que acude domingo a domingo a las canchas abandona sus cabales instantáneamente para convertirse en un puñado de energúmenos salvajes que muy lejos se encuentran del tan vanagloriado sentido común y racional del que dicen gozar quienes señalan con el dedo.
Ahora bien, ¿es lo mismo matar que agitar banderas? ¿Cantar con vehemencia durante más de noventa minutos conduce a la criminalidad? ¿Gozar fervientemente un gol convierte a alguien en asesino? ¿Celebrar una delicia futbolística desata un instinto homicida? ¿Emocionarse al ver los colores más bellos constituye la antesala de un delito? ¿Llorar de placer ante una victoria, desnuda impulsos criminales? La respuesta es más que obvia. Sucede que para los sectores conservadores que se atribuyen el monopolio de los placeres exquisitos y los gustos más distinguidos, todo lo anterior es banalidad pura, opio y circo.
Apuntar con el índice a una manifestación popular genuina y responsabilizar al fenómeno fútbol por un crimen, no hace más que invisibilizar la coyuntura que determina aquellos hechos lamentables como el que sucedió el pasado sábado. Siempre será más eficaz decir que la culpa es de la pasión, antes que indagar o puntualizar sobre lo que subyace.
Sin ánimo de quitarle entidad a las particularidades propias de la violencia en el ámbito del fútbol, y entendiendo que esta vez el vandalismo no estuvo circunscripto por el accionar de barrabravas, lo cierto es que los atropellos suscitados en las canchas generalmente derivan de estructuras transversales a la sociedad.
Equiparar un linchamiento con un grito al aire y culpar a la pasión futbolera sin mencionar, por ejemplo, el achicamiento del estado y las políticas de ajuste impuestas durante -al menos- treinta de los últimos cuarenta años, no solo cae en el típico facilismo de poca monta, sino que constituye una omisión conveniente. Hablar de violencia sin aludir al deterioro del entramado social, a la pobreza, al desempleo, la marginalidad y la discriminación de las otredades, es lisa y llanamente una negligencia que pretende ocultar la ideología de exclusión de aquellos sectores conservadores que precisamente aborrecen lo popular. No es casual que los mismos medios y comunicadores que históricamente han militado y militan las políticas neoliberales desde sus redacciones y salas de producción, ahora propalen el discurso conservador antipopular que señala al fútbol y su cultura como únicos culpables de la violencia y la muerte.
Seguramente estos sectores entienden que atacar al fútbol es una de las tantas formas de mantener el statu quo y la perpetuidad de los privilegios para las minorías. Porque el fútbol, además de ser una pasión, trasciende los noventa minutos de juego y se constituye como resistencia. El amor por los colores, la identidad, el arraigo, la reivindicación de lo colectivamente propio y la defensa de lo social frente al desarrollismo homogeneizante y las iniciativas que, por ejemplo, intentan privatizar los clubes y su cultura, necesariamente demandan organización. Y para los intereses de un orden conservador no existe nada más nocivo que eso. Porque al fin y al cabo, el sentir y la pasión son el único combustible que, sumado a la organización, puede motorizar aquellas causas justas que el establishment jamás logrará coartar.