La ciudad sin mar (pero con islas)
En Argentina, los barrios cerrados ocupan el equivalente al doble de la superficie de la ciudad de Buenos Aires. Córdoba es pionera. La vida a puertas cerradas promete la entrada a un mundo seguro, pero a nivel personal, familiar, pre-ciudadano. ¿Qué hay detrás de este orden en apariencia tan sólo espacial, pero profundamente social? ¿Cuáles son las consecuencias del traspaso de un modelo de tejido social a uno de tejido perimetral?
Por Mariano Barbieri para Revistas Matices
Es preciso desprejuiciarnos: los barrios cerrados de millonarios son un fenómeno del siglo pasado. Hoy el escenario es mucho más complejo e incluye, muchas veces, alternativas de vivienda más económicas que en algunas zonas de la ciudad abierta.
El dato lo aporta un estudio del politólogo Andrés Daín: en el año 2013 una superficie cercana a los 400 km2 era ocupada por los entonces más de seiscientos countries y barrios privados de Argentina. La ciudad de Buenos Aires, en su totalidad, abarca una superficie de 202 km2: estamos hablando, para tomar una dimensión del problema, del equivalente a dos Buenos Aires enteras dentro de las cuales sólo pueden circular sus propietarios (o quienes reciban el permiso correspondiente). Ese número hoy es sensiblemente superior.
Aunque a veces acusada de localista o tradicionalista, la defensa de los barrios abiertos es precisamente lo contrario. Como una especie de desmonte masivo de la ciudadanía, el avance de las urbanizaciones privadas pone en jaque las posibilidades de la solidaridad, la movilidad social y el ejercicio de los derechos de las personas. Las urbanizaciones cerradas rompen con la histórica lógica europea de manzanas abiertas reduciendo al mínimo indispensable el contacto con nuestros diferentes y la convivencia dentro de espacios públicos, asumiendo un formato de grandes urbanizaciones separadas por autovías, similar al estilo norteamericano de ciudades. ¿Dónde vamos a encontrarnos, manifestarnos o simplemente reconocernos? ¿Qué películas filmaremos cuando la ciudad compartida sea un recuerdo?
Actualmente, el Gran Córdoba es la segunda región del país con mayor superficie de ciudad privatizada, es decir, de barrios privados desconectados de la trama urbana. La provincia de Mendoza, los municipios de Tigre (sólo el Nordelta está pensado para 130 mil habitantes) y Pilar, en Buenos Aires, son otras áreas de gran explosión de countries y barrios cerrados. Cada vez con mayor frecuencia, también, estos barrios tienen sus propios centros comerciales, escuelas, clubes deportivos y demás, generando “ciudades” atomizadas.
Acá en el pozo
En la ciudad de Córdoba, el primer country fue Las Delicias -en el año 1991-: un barrio de carácter aristocrático y de lo que en aquel entonces se llamaron “los nuevos ricos” del menemismo. Pero fundamentalmente desde mediados de los años 2000, con un paradigma diferente de distribución del ingreso y de acceso a la vivienda, las urbanizaciones privadas encontraron formas e interminables nombres nuevos: housing, barrios cerrados, condominios, barrios privados, clubes de chacras, club de campo, urbanizaciones privadas, country en altura, villa serrana, etc. De esta manera, adoptando los nuevos matices, la privatización de la ciudad continuó su rumbo hacia la fragmentación del espacio urbano, con características socioeconómicas claras (pero diversas) y prolongando los establecimientos de fronteras sociales.
No fue un proceso uniforme ni tampoco casual. Es interesante preguntarse cuáles fueron y cuáles son esas condiciones que permitieron germinar este fenómeno que en algunas ciudades cordobesas, como el caso de La Calera, Malagueño o Mendiolaza, ocupan alrededor del 40% de la superficie urbana.
¿Es una dinámica de oferta y demanda de la propiedad de la tierra? ¿Es un proceso cultural de distinción social? ¿Es, como dice Cecilia Arizaga, una decisión privada de huida de la ciudad abierta? ¿Es, como explican muchos de los migrantes de la ciudad abierta, la única solución posible a la inseguridad? ¿O es acaso, como argumenta Richard Sennet, la búsqueda incesante del Mito de la pureza comunitaria, el deseo de vivir “entre iguales”?
Algo de todo esto y mucho más existe en un combinado complejo de factores que viene transformando la vida urbana y la comprensión de los espacios y servicios públicos. ¿A quiénes le importarán las plazas, las paradas de colectivo, las veredas de la ciudad abierta?
¿Qué cosas dice la ciudad?
La solidaridad funciona como una especie de zoom: mientras más se acercan al núcleo familiar, más lejanas quedan las demás formas de la fraternidad. La familia es, no sin premeditación y alevosía, el centro de los discursos neoliberales por su efectividad y por su capacidad de aislamiento. La vida a puertas cerradas hace un culto de la familia como víctima del afuera y del encierro como recurso para la libertad. Parece un juego de palabras. No lo es.
En la ciudad insular, las desigualdades se vuelven cada vez más irreductibles. Ya no solamente por las condiciones materiales (las cosas, los accesos, el dinero en la billetera) sino fundamentalmente por el desconocimiento y la falta de pertenencia a un colectivo, a una idea –siempre imaginaria- de sociedad. Sencillamente porque los cuerpos no se ven, no se cruzan, no se hablan, no se tocan.
En un texto especialmente lúcido, el sociólogo François Dubet se pregunta: ¿qué podría hacer que nos sintiéramos lo bastante semejantes para querer realmente la igualdad social, y no sólo una igualdad abstracta? Es una pregunta madre, orientadora, propia de las crisis. La hipótesis del autor francés sostiene que aunque hayamos tomado como propios y casi indiscutibles a los valores de la igualdad y la libertad, es la crisis de la solidaridad lo que los vuelve irrealizables.
Todas las luchas contra las desigualdades, dice Dubet, requieren un lazo de fraternidad previo, que el aislamiento y la distancia de los grupos sociales lo impide. Particularmente le preocupan el regreso de los embates contra el histórico Estado de Bienestar (y sus derechos), pero también la multiplicación de “guetos urbanos”, como llama Dubet a los barrios cuya sociabilidad se cierra sobre sí misma. ¿Qué son las ciudades sin sus espacios públicos? ¿Se puede hablar de barrios privados, siendo que la principal característica de los barrios es su condición pública, de encuentro, de convivencia? ¿Qué imagen nos devuelve Córdoba?
En paralelo a la construcción de los cerca de 200 barrios cerrados y countries, el Estado provincial trasladó alrededor de doce mil familias a las llamadas “Ciudades Barrio”: de Los Cuartetos, de Los Niños, Ciudad Evita, Sol Naciente, Villa Retiro, etc. Un movimiento masivo de gente con mayores intenciones inmobiliarias que habitacionales, en algunos casos a más de 20km del microcentro. ¿Dónde se arma el rompecabezas de la ciudad? ¿Cuáles son las costuras que permiten volver a hablar de un nosotros?
Pocos días atrás, en el festival folclórico de Cosquín, el cantautor de traslasierras José Luis Aguirre frenó su música y dijo: «no hay mayor revolución que ponerse en cuero ajeno». Córdoba, en sus políticas de vivienda, pero también de seguridad (el comportamiento de la policía es un ejemplo cabal) planifica el desencuentro. Así, el imaginario de fraternidad, condición de la igualdad según Dubet, será prácticamente un ejercicio metafísico. Y los valores que creíamos consolidados tal vez encuentren asidero en otra idea central de nuestros tiempos: el mérito.
Grado cero: una experiencia personal
Crecí en el Cerro de las Rosas, un lugar hermoso y uno de los pocos barrios de clases en ascenso durante la segunda mitad de la década del noventa y comienzos del dos mil. Muy cerca de mi casa había una villa de emergencia, La Pequeña, apenas cruzando el río. Algunas cuadras más alejada había otra, la 12 de Octubre, que era bastante mayor, donde ahora está el Parque de las Naciones. Ninguno de los dos asentamientos sigue existiendo, como tantos otros que fueron antes o después expulsados hacia nuevos guetos de pobreza.
Mientras estos lugares existieron, quienes crecimos allí, convivimos. Eran vecinos pero también la amenaza, representaban las zonas rojas de Urca y del Cerro. Lugares que sugerían esquivar, pero que estaban ahí, como alertas y como realidad. Los veíamos todos los días, conocíamos a sus amigos, sus relaciones de parentesco, la manera en que rebuscaban sus vidas. Eran incómodos. Algunos cortaban el pasto, levantaban las ramas de las veredas, quitaban escombros. Había quienes hacían trabajo de limpieza, cuidaban los autos. Muchos eran acusados de los robos, como protagonistas o facilitadores. Otros pedían ropa, alimentos, golpeaban la puerta y te llamaban por el nombre: nosotros conocíamos sus apodos, ellos nuestros nombres. Su existencia, para gran parte de los vecinos que no vivíamos en las villas, era una molestia, una presencia hostil. Los muros existían, eran inmensos, pero las filtraciones eran inevitables. La propia molestia era una filtración, el roce: compartíamos el escenario barrial, las calles: la ciudadanía. Sobre el río, jugábamos ocasionalmente al fútbol, era el único punto de encuentro en paridad, el grado cero desde donde comprender, en una sociedad fragmentada, deteriorada, las condiciones de existencia de los otros. Nunca fuimos amigos.
La intervención estatal, esa gran herramienta pensada para igualar, tomó partido: las dos villas hoy son parques. ¿No podrían haberse quedado ahí? Con el tiempo nos acostumbramos y muchos de los que crecieron en ese barrio junto conmigo, mis compañeros de escuela y vecinos, hoy eligen o resuelven vivir en barrios cerrados. Los robos en el Cerro y en Urca nunca dejaron de existir y los chicos que hoy nazcan ahí o en los nuevos barrios probablemente crecerán creyendo que la pobreza y los pobres son esas narraciones lejanas y punitivas que aparecen en los diarios y en la televisión.
*Por Mariano Barbieri para Revistas Matices