La función del «documental»

La función del «documental»
10 marzo, 2017 por Redacción La tinta

 

Dicen que el estadounidense Robert J. Flaherty (1884-1951) sabía esperar a que las historias lo encuentren a él. Así fue como pasó un año entre esquimales del Ártico antes de empezar a filmar lo que sería su obra documental más conocida: “Nanuk, el esquimal” (Nanook of the North, 1920-1921). Al guión del film lo construyó proyectando sus registros en las paredes del iglú donde residía, para que la familia Inuit -protagonista de la película- pudiera discutir el argumento con él. Luego filmaría muchas otras películas, aunque ninguna lograría volver a despertar el interés que logró con la primera.

Por Agustina Viazzi Zabalza para La Tinta

Nanuk es una película muda que hoy puede verse en Youtube y fue, en parte, el punto de partida para reflexiones que Flaherty publicó en 1939. Durante el siglo XIX, el surgimiento de los estados-nación modernos había promovido la identificación del ser nacional a partir de la postulación de características inherentes a cada “civilización”, lo que habilitaba la diferenciación y esencialización de todos aquellos “otros” cuyas culturas no seguían los postulados del progreso occidental y capitalista. Atravesado por una coyuntura particular, Flaherty afirma que “Nunca como hoy el mundo ha tenido una necesidad mayor de promover la mutua comprensión entre los pueblos”.

Se decía, por aquel entonces, que todas las sociedades tarde o temprano evolucionarían hacia la civilización occidental y capitalista, porque ése era el escalafón más alto de la cadena natural de la humanidad. Si tal evolución existía, había un pasado de bárbaros y salvajes que demostrar. Pero, una nación civilizada no podía tener ese pasado vivo en su territorio. Así, posteriormente a los procesos intra-nacionales de blanqueamiento de la población (como ocurrió en Argentina con Roca), científicos y artistas del primer mundo (que ya tenía sus territorios blanqueados) obtenían financiación para viajar al exterior y registrar a pueblos que -se creía- estaban “en vías de extinción” por el irremediable contagio de occidentalismo. Así empezaron a construirse miradas estratégicas sobre el “otro” subalternizado como un ser pacífico, inocente, y que vivía en familia sin demasiadas pretensiones más que cazar y recolectar. Eran buenos, si, pero no servían a la república y el mercado así como estaban, había que enseñarles a civilizarse. No olvidemos cómo estas nociones hoy en día siguen siendo la justificación para seguir colonizando pueblos y países con prácticas sociales alternativas al progresismo occidental.

Queda preguntarnos cuánto de ese miedo a la extinción se ha grabado en nuestras memorias visuales. Estáticas y estéticas, las nociones comunes sobre el progreso le prohíben a unos la televisión satelital y los teléfonos celulares por no corresponder con lo que de ellos se espera: cuando se pone a alguien en la situación de tener que elegir entre su identidad indígena o el derecho a usar Internet desde sus casas se reproduce la distopía de un mundo de irreconciliables diferencias entre los pueblos del futuro y los del pasado. Pensemos qué imágenes indígenas solemos apreciar.

 

Aunque sin una autocrítica explícita de su propia posición en dicho proceso civilizador, Flaherty desarrolló una obra fílmica y teórica con grandes méritos: todas sus películas fueron construidas a partir del vivir en el lugar a documentar, todo el tiempo necesario hasta que el guión apareciera, posterior a lo cual los personajes de sus filmes participaban de la edición y montaje de la película. En total, a Flaherty se le pasaron dos años y medio en el Ártico intentando desandar aspectos de la cultura local que puedan ser dramatizados para compartir con quien él llamaba “el hombre de la calle”, que no era más que un videoespectador del mundo moderno. Recordemos que en aquella época el cine era un producto consumido mayormente por los sectores populares urbanos en Estados Unidos, Francia y Alemania.

El mérito del texto que aquí compartimos radica en el énfasis de trabajar con los pueblos originarios y no con actores que los dramaticen o técnicos que definan el argumento: es decir, en ponderar la potencia de sujetos y sujetas relegadas por la modernidad para interpretar sus propias vidas. Como todo gran relator, Flaherty alude a un caso chino para exponer las nefastas implicancias de seleccionar a un par de estrellas de Hollywood para darle cuerpo a personajes propios de un pueblo que sabe hablar de sí mismo.

Ochenta años después, con vigencias pero también nuevos paradigmas, seguiremos preguntándonos el para qué del cine documental.

 

*Por Agustina Viazzi Zabalza para La Tinta

 

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