«La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut»
Ya hemos citado a Julio Cortázar para que nos hable de esa otra pasión que lo desvelaba: el boxeo. Utilizamos su cuento “El noble arte” para rendir homenaje a este noble deporte. Ahora el golpe viene del otro lado: el boxeo nos lleva hasta Cortázar, a 33 años de su último round.
Para eso, quien escribe desempolva un viejo artículo de El Gráfico, escrito por el periodista Roberto Parrottino, que supo generar el impacto que generan los desengaños de las cosas que uno ignora profundamente: “¿A Cortázar le gustaba el boxeo?”. El autor de Rayuela no sólo fue dejando numerosos guiños de su fanatismo ocultos en sus cuentos sino que hasta se animó a comentar una pelea para una radio que terminó en un estrepitoso fracaso.
“La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut” . Nada antojadiza la terminología. Julio Cortázar, escritor padre de la analogía, era un amante del boxeo, por puntos y por nocaut. De chiquito, en el patio de su casa de Banfield, vivió desde la naciente radio la naciente pelea del boxeo argentino entre Luis Ángel Firpo, el Toro Salvaje de las Pampas, y Jack Dempsey, en el Polo Grounds de Nueva York, en 1923. Hasta llegó a catalogarla como “uno de los acontecimientos más extraordinarios de este siglo”. Sería, en verdad, el nacimiento de una pasión: la de un escritor con el boxeo.
“De chico, claro, Firpo podía mucho más que San Martín y Justo Suárez más que Sarmiento”, lanzó, tiempo después, en el libro Un tal Lucas. Y en el cuento Circe, del libro La vuelta al día en ochenta mundos, recordó: “Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial”. Y volvió a soltar: “Aquella pelea creo que definió mi pasión por el boxeo”.
De joven practicó su deporte por excelencia y la simbiosis tuvo sus primeros capítulos. “Leía todo lo que se publicaba sobre boxeo y escuchaba por radio las peleas más importantes. Desde luego, como vivía en una casa llena de mujeres, no había nadie dispuesto a llevarme a ver una pelea”. A Cortazar lo maravillaba la perfección de Ray Sugar Robinson, el descaro de Muhammad Ali, el baile del intocable Nicolino Locche y el impacto demoledor de Carlos Monzón.
En Madrid, en una entrevista con el periodista Antonio Trilla, dejó una pintura del box cortazariano. El espíritu de las historias de vida de los boxeadores y la técnica de la danza púgil eran sus pasiones. Con sus veladas inaugurales creó una lupa para ver al boxeo “eliminando el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera”.
Cortázar, en ese sentido, hizo escuela. Y en su escuela, el Mariano Acosta, allá por el año 30, escuchó atento las peleas de Justo Suárez relatadas por don Jacinto Cúcaro, su maestro en las clases de pedagogía. O por lo menos así lo escribió en el cuento Torito, en gratitud a la carrera del boxeador que seguía en cada cuadrilátero. Para abordar su escritura, Cortázar le pidió al periodista Ulises Barrera datos sobre el Torito de Mataderos, que finalmente fueron suministrados por José Cardona, un decano de los periodistas de boxeo.
En Francia, en 1951, se dio el gusto de ser speaker de box, es decir, relator. Como traductor de las Actualidades Francesas para radios de América Latina, narró una pelea para México y Argentina. Después de la transmisión, lo echaron. El resultado había sido pésimo, por su dificultad para la pronunciación del español.
Como tantos otros escritores, el Cronopio Mayor talló la relación ente literatura y boxeo: “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario” . Cortázar admiraba la estética del box. Quedan para siempre cuentos como Torito, El noble arte, Lucas, su patrioterismo, La noche de Mantequilla y Segundo viaje, todos con guantes por algún rincón.
Un cuarto de siglo se cumplió de la muerte de Julio Cortázar. Osvaldo Soriano, escritor amigo y también amante de los puños, describió su muerte como solitaria y parecida a la de un exiliado. Tal vez, hasta el banquito le sacaron.
El 7 de abril de 1973, Miguel Angel Castellini, campeón argentino de los mediano junior, le ganó por puntos a Doc Holliday en el Luna Park. Cortázar, invitado por El Gráfico, estuvo en el ring side y escribió luego una crónica que trasluce con sencillez la decepción de una actuación opaca. El combate fue un sábado y el escritor aceptó el domingo por la mañana sentarse a destilar unas líneas. Cortázar volvía después de 22 años a vivir una noche en el mítico estadio de Corrientes y Bouchard.
Un triunfo con algunas nubes
“Como es lógico, el público fue a ver ganar a Castellini. Como también es lógico, Castellini ganó. La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su auténtica belleza al deporte: la alegría. A la victoria del argentino le faltó todo, salvo la fuerza del punch, y ni siquiera éste pudo definir una situación que por lo menos dos veces se volvió crítica para Doc Holliday. Fue una victoria chata, sin nada que permitiera festejarla como se esperaba. Frente a Castellini hubo un hombre que en buena ley deportiva merecía los aplausos que tan sin ganas cosechó el vencedor. Pero Doc Holliday fue además otra cosa: el símbolo amenazante del futuro. Si Castellini no aprende todo lo que le falta aprender, de nada le valdrán las interminables instrucciones que le gritaba Ringo Bonavena. En la actualidad no faltan los Doc Holliday a la espera de su hora y algunos, además de la alegre y clara técnica yanqui, tienen punch. Cualquiera de ellos puede malograr la carrera de Castellini si éste no se decide a convertir la potencia física en ese mecanismo más complejo y eficaz que define a los grandes boxeadores, y que da a sus victorias el esplendor que tanto faltó anoche”.
*Extraído del artículo «Julio Cortázar, historia de puños y de letras», de Roberto Parrottino para El Gráfico (2009)