La injusticia de la turba iracunda
La muerte de un niño puede ser la excusa para poner entre paréntesis la razón y lanzarnos a la ira, la cual puede llegar a tener proporciones mayores a la violencia que se busca recriminar. Como afirma en esta nota el investigador social Esteban Rodríguez Alzueta, asistimos a una forma novedosa de justicia popular opuesta a la forma misma de tribunal. Es la turba iracunda que reclama acciones urgentes.
“Olé olé olé, olé olé olá queremos balas o los vamos a matar”. Ese fue el cantito improvisado aunque bien aprendido por los vecinos indignados ante la muerte de Brian Aguinaco, un niño de 14 años, baleado el sábado pasado en el barrio de Flores de la ciudad de Buenos Aires, por dos personas que se desplazaban en una motocicleta y dispararon contra el auto que conducía su abuelo.
Estos vecinos, en su gran mayoría varones, habían irrumpido al interior de las instalaciones de la Comisaría 38 no solamente para protestar por el asesinato sino reclamando “más seguridad”. La situación fue definida por la prensa como “tensa”, pues las instalaciones estaban custodiadas por efectivos del cuerpo de Infantería de la Federal que no pudieron evitar algunos destrozos.
No queda claro si el destinatario de las “balas” que reclamaban los vecinos era la propia policía o los “delincuentes”. La confusión se justifica porque otro cantito que propalaron los vecinos frente a esa Comisaría era el siguiente: “Son todos chorros la puta que los parió”.
La “turba iracunda” es afecta al fútbol. El fútbol le proporciona no solo cantitos, sino el temperamento y un modo para practicar su indignación. De esa manera, la bronca se confunde con el deseo de venganza que nadie disimula porque todos forman parte de la hinchada. Los ciudadanos aprendieron que arriba del tablón, en medio de la hinchada, cuando el ciudadano deja de ser ciudadano y se vuelve coro, unanimidad, se puede no solo mandar fruta, sino arrojar piedras, bengalas, tiros. El unanimato disimula la responsabilidad individual. Basta un incidente cualquiera para que se desate la pasión por la furia.
«La justicia popular es una justicia maniquea, cortada en dos: de un lado está la masa y del otro sus enemigos. No hay un tercero que evalúe la ofensa según una ideología y luego la ejecute. Acá la turba se constituye en intermediaria y actúa por mano propia. Una justicia preestatal y futbolera, porque quiere prescindir de intermediarios, es decir, de los terceros imparciales y de la ley que cuida los derechos de todos, tanto de las víctimas como de los victimarios.»
La muerte de un niño puede ser la mejor excusa para poner entre paréntesis la razón y dar rienda suelta a la ira. Una violencia que –y ya lo hemos visto varias veces en los últimos años- puede llegar a tener proporciones mayores a la violencia que se busca reprochar a través de la ira. No hay responsabilidad cuando estamos presos de la emoción violenta, una violencia que entrenamos todos los domingos cuando vamos a la cancha, una violencia que crece secretamente junto a la bronca avivada por el periodismo que entrega dosis diarias de noticias violentas desprovistas de cualquier análisis también. Porque acontecimientos como estos (el asesinato de un niño) no sólo tienen la capacidad de no producir divisiones en los televidentes, sino de clausurar las discusiones y debates colectivos. La turba iracunda reclama acciones urgentes.
Con todo, estamos asistiendo a una forma novedosa de justicia popular, una forma de justicia profundamente antijudicial, opuesta a la forma misma de tribunal. Cuando la justicia estatal está en crisis (llega tarde o demasiado tarde, es percibida como parte del problema, se ganó la desconfianza de la sociedad), resurgen formas de justicia popular. No sólo en los momentos de sedición o crisis políticas profundas, periódicamente vemos casos de justicia por mano propia protagonizadas por la “turba”, es decir, por grupos comunitarios que prescinden de un tercero (sea la policía y los tribunales), pero también de la ley y la decisión con poder ejecutivo (sentencia). Lo digo con las palabras de Michel Foucault: “…cuando las masas reconocen en alguien un enemigo, cuando deciden castigarlo o reeducarlo –no se refieren a una idea abstracta, universal de justicia, se refieren solamente a su propia experiencia, la de los daños que han padecido, la manera como han sido lesionados, como han sido oprimidos-; y en fin, su decisión no es una decisión de autoridad, es decir, no se apoyan en un aparato de Estado que tiene la capacidad de hacer valer las decisiones, ellas las ejecutan pura y simplemente.”
La justicia popular es una justicia maniquea, cortada en dos: de un lado está la masa y del otro sus enemigos. No hay un tercero que evalúe la ofensa según una ideología y luego la ejecute. Acá la turba se constituye en intermediaria y actúa por mano propia. Una justicia preestatal y futbolera, porque quiere prescindir de intermediarios, es decir, de los terceros imparciales y de la ley que cuida los derechos de todos, tanto de las víctimas como de los victimarios. Una justicia que va mucho más lejos que la vieja Ley del Talión que proponía el ojo por el ojo y el diente por el diente. Acá un ojo, es decir, un celular, una billetera o mochila, te puede costar la vida. Y cuando la vida es el objeto de la venganza, la justicia popular tiene forma de linchamiento, escrache, hoguera. La arenga se practica con más violencia.
La sentencia no necesita escribirse pero flota en el aire: si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal.
*Por Esteban Rodríguez Alzueta para La Tecla Eñe.