Turquía: crujidos
Mevlut Mert Altintas, de veintidós años, proveniente de la provincia de Aydin y policía antidisturbios en la ciudad de Ankara, vestido de traje. Se paró frente al embajador ruso en Turquía, quien daba un discurso para inaugurar una muestra de fotografía referida a su país, y le disparó, causándole la muerte unas horas después.
Gritó por la grandeza de Dios, por Siria, por Aleppo y por sus víctimas para, armado y peligroso, ser abatido por las fuerzas de seguridad turcas.
Hasta aquí, los hechos conocidos.
Un poco más abajo, la prensa oficialista turca busca relacionar al clérigo Fethullah Gülen y su red de seguidores, a los que responsabiliza por el intento de golpe, con el atacante. Exiliado en los Estados Unidos, la acusación contra Gülen suele traer subtitulada la acusación contra el gobierno norteamericano y sus aliados europeos, señalados a menudo por los escribas oficiales como las mentes escondidas tras el desasosiego constante en que vive desde hace un año y medio la sociedad turca.
Por atractivas que puedan resultar siempre las historias de enormes conspiraciones, la explicación del hecho a partir de los indicios provistos por el atacante, en el marco del rompecabezas político turco y su intervención en Siria aportan un contexto que difiere de aquella versión de la historia.
Con el estallido de las “primaveras árabes”, el gobierno turco abandonó definitivamente su política de buenas relaciones con los vecinos y abrazó rebeliones que, en los cálculos, impulsarían a Erdoğan al liderazgo regional. El islamismo democrático y sunnita del AKP empardaba bien con la Hermandad Musulmana, que anotaba victorias en Egipto y Túnez, y era protagonista en Libia y Siria. Erdoğan proveería liderazgo y otorgaría garantías frente a las potencias occidentales, que en aquel momento dibujaban un Erdoğan liberalizante y democrático con la misma desmesura con la que hoy lo desdibujan a mero dictador, al tiempo que apoyaban en general los levantamientos (recordar la caída de Gaddafi) sin dejar de desconfiar de la Hermandad y sus elementos y orígenes radicales.
«La política siria de Turquía pasaba de los sueños de liderazgo al aislamiento, impotente frente a las amenazas del Estado Islámico y el crecimiento del Movimiento Kurdo»
El surgimiento de este último como actor principalísimo en la escena terrorista global, cambió sin embargo el foco. De la derrota de Assad, la prioridad norteamericana se trasladó al Estado Islámico, que daría además cobertura para la intervención de Rusia en apoyo del régimen sirio.
Ese giro tendría dos consecuencias de vital importancia para Turquía. Por un lado, no habría ya escenario concebible de derrota militar definitiva de Al Assad en el corto plazo, y por otro, el apoyo de los Estados Unidos giraría de las fuerzas rebeldes árabes opositoras a Al Assad, hacia las milicias kurdas que resistían en el territorio el avance del Estado Islámico.
El PYD, que conduce políticamente a los kurdos sirios, posee lazos históricos comunes con sus connacionales turcos del PKK, que viene combatiendo al estado turco desde 1984, y es considerado una organización terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea, y, de hecho, el partido fue inspirado por el propio Abdullah Ocalan, el hoy encarcelado líder del PKK.
Las victorias del PYD y su rama militar sobre el Estado Islámico, llevaron a que, por primera vez, los kurdos accedieran al control de vastas extensiones de territorio en Siria, linderas a la frontera turca.
La ruptura definitiva del proceso de paz entre el gobierno turco y el PKK (tan motivada por choques estructurales como por cálculos de política interna) convirtieron a la consolidada expansión territorial kurda en Siria como la principal amenaza externa para Ankara.
La preocupación no fue, sin embargo, acompañada por los Estados Unidos, que confirmaron la apuesta por el PYD como aliado en el territorio. Mientras, la oposición al gobierno de Al Assad y el apoyo a los rebeldes islamistas privaba a Turquía de la posibilidad de ingresar al territorio o espacio aéreo sirio, celosamente custodiado por Rusia, situación que se agravó con el derribo de un jet ruso por una efímera invasión del espacio aéreo turco en noviembre de 2015.
La política siria de Turquía pasaba de los sueños de liderazgo al aislamiento, impotente frente a las amenazas del Estado Islámico y el crecimiento del movimiento kurdo.
Erdoğan fugó hacia adelante, aumentó la retórica nacionalista e islamista y acercándose al eje sunnita encabezado por Arabia Saudita, mientras promovía soluciones represivas frente a la insurgencia kurda y las voces de ese origen, lo cual permitió, aún ante la coyuntura adversa, mantener su popularidad.
El intento de golpe de estado de julio obligó, una vez más, a recalcular estrategias. La temprana solidaridad rusa e iraní, y el apoyo tardío y a regañadientes occidental (y la percibida cobertura de Estados Unidos a Gülen) frente a los sublevados sirvieron como excusa.
Las necesidades derivadas de la coyuntura siria, los apremios económicos por las sanciones, y una común retórica antiliberal motivaron a Erdoğan a recomponer con Rusia. El entendimiento permitió a Turquía ingresar en Siria por primera vez para, con la cobertura de echar al Estado Islámico de Al Bab, intentar limitar y, de ser posible reducir, las posiciones kurdas en Manbij. El precio a pagar, sin embargo, incluyó un cambio de posiciones respecto a Al Assad, reduciendo el apoyo a los rebeldes frente a la ofensiva del régimen y la catástrofe humanitaria que generó.
La línea dura con los kurdos alimenta apoyos entre nacionalistas, ultranacionalistas y una enorme franja de la población, temerosa por la inédita cantidad de ataques terroristas en las ciudades más pobladas. La hostilidad a Occidente carga también sobre uno de los cucos más clásicos de la política turca.
Pero el abandono del apoyo activo a los insurgentes en Siria (y hasta cierto punto, en Palestina, tras la reaproximación con Israel), arriesga a alienar al núcleo de simpatizantes del AKP, los islamistas turcos.
Este colectivo, que atendió masivamente el llamado de su presidente y de los altoparlantes de todas las mezquitas del país a salir a las calles y resistir el golpe, es en gran parte, el mismo que se movilizó, celebrado por la prensa oficialista, masivamente frente al consulado ruso en Estambul para repudiar la toma de Aleppo por parte de Al Assad, con apoyo ruso e iraní. Ni la encendida retórica antiassadista de Erdoğan ni los módicos anuncios de acuerdos humanitarios entre Rusia y Turquía detuvieron las movilizaciones.
«Las necesidades derivadas de la conyuntura siria, los apremios económicos por las sanciones, y una común retórica antiliberal motivaron a Erdoğan a recomponer con Rusia»
Fue en estas circunstancias que se produjo el ataque contra el embajador. Sin importar quién sea el autor, el atentado desnuda las contradicciones sobre las que opera la política oficial y los límites insalvables de un giro eurasiático que consolidara el acercamiento a Irán y Rusia, en tiempos de choques sectarios en varios países islámicos.
Más grave aún para un estado que decidió enfrentar sus problemas de violencia privilegiando el enfoque puramente represivo, la infiltración de un terrorista con capacidad de asesinar un embajador en el cuerpo policial evidencia la extrema vulnerabilidad de las fuerzas de seguridad turcas.
Aún si la versión oficialista fuera cierta, y la culpa correspondiera a la organización de Fethullah Gülen, el hecho de que el asesino haya ingresado en el cuerpo policial luego de la ruptura pública entre esta y el gobierno y que haya sobrevivido a las purgas masivas en las fuerzas de seguridad, demostrarían la debilidad de los servicios de inteligencia turcos, cuya impotencia para anticipar el intento de golpe de estado y prevenir alguno de los treinta y dos atentados sufridos en el último año y medio debería haber generado cuestionamientos y renuncias.
Si alguna organización como Nusra o el Estado Islámico reivindicaran el ataque, la infiltración del aparato estatal sería aún más preocupante. Pero incluso en el improbable caso de una radicalización solitaria, quedarían expuestos los peligros que entrañaba, para el país, el ingreso masivo de agentes afines al islamismo oficialista en las fuerzas policiales con el ánimo de contrarrestar el histórico secularismo golpista predominante en el ejército.
Contra los anuncios de tercera guerra mundial, es probable que nada cambie demasiado tras este atentado. Erdoğan seguramente acelerará los gestos hacia Rusia, y Rusia no reaccionará frente a un nuevo aliado cuya importancia geopolítica es difícil de exagerar. En vísperas de la asunción de Donald Trump, difícilmente alguien busque escalar la situación con Estados Unidos mucho más allá de algunas palabras fuertes.
Si aumentará, seguramente, la presión sobre los enemigos internos y el discurso antiterrorista, que trae popularidad mientras se lleva lo que queda de las garantías judiciales y democráticas en Turquía.
Sin nadie capaz de cuestionar su poder en el Estado ni entre los votantes, Erdoğan sigue avanzando hacia el anhelado presidencialismo, que, según la fórmula de De Gaulle, lo convertiría en un monarca electo.
Y sin embargo, los crujidos y las grietas empiezan a oírse desde los cimientos mismos de su construcción.
Otomanista convencido, el presidente turco seguramente sabe que ningún imperio fue destruido desde afuera.
*Por Martin Schapiro para Panamá Revista.