Nuestro espejo negro
Qué dice la serie Black Mirror sobre los cambios tecnológicos y humanos, las realidades y las apariencias y los futuros no tan lejanos. Por Diego Faraone para Brecha.
Es por eso que una serie como Black Mirror parece tan acertada: los personajes y las situaciones que nos presenta viven en un futuro próximo en el que la apariencia no ha cambiado demasiado, pero la tecnología tal como la conocemos sí se ha desarrollado en determinadas direcciones; lejos de parecer delirantes, estos cambios son contrastables con nuestra propia realidad –no pocos cronistas vienen señalando el acertado carácter profético de la serie–. Ese espejo negro que nos presenta habla mucho del mundo en el que vivimos, y es por eso que se trata de una de las series más incómodas, seguramente la más punzante y elocuente con respecto a cómo la tecnología afecta nuestros modos de vida y nuestras maneras de pensar. Charlie Brooker, guionista y creador de este engendro, ha sido de los más perspicaces observadores del fenómeno y sus peligros.
Es verdad, no es una serie apta para todos. Hay que estar preparado para asistir a historias dolorosas o directamente terroríficas. Corresponde preparar la mente y el estómago ya que, al igual que con los viejos episodios de La dimensión desconocida, el retrogusto suele ser particularmente amargo. Pero uno de sus atributos es que cada uno de los episodios es unitario, independiente de los demás, así que, asesorándose, uno podría ver sólo los mejores, sin necesidad de seguir un orden ni estar atado a una continuidad. A quienes quieran acercarse a la serie sin necesidad de verla en su totalidad, este cronista les recomienda especialmente los insuperables episodios 15 millones de méritos, Oso blanco, y Blanca Navidad (todos ellos muy pesadillescos).
Hasta ahora la serie contaba sólo con siete entregas, distribuidas en dos temporadas y un especial de Navidad. El promedio era excelente, con solamente un episodio fallido –El momento de Waldo tenía un tono panfletario y aleccionador inédito–. Ahora pasó algo extraño y sumamente particular: la serie pasó a ser producida y emitida por Netflix, lo que genera ciertas inquietudes; ya salió una tercera temporada de seis episodios y para el año que vienen saldrán otros seis. Es decir, en dos años prácticamente se duplicará el número de episodios. ¿Black Mirror producida en cadena? El riesgo de la repetición o la caricatura parecería inevitable. Como sucede justamente con el rebelde inconformista de 15 millones de méritos, el riesgo de ser fagocitado por el sistema y volverse funcional a él parece muy real.
Y de hecho los primeros tres episodios de esta tercera temporada flaquearon en este sentido: parecerían hechos en piloto automático, con guiones no demasiado trabajados y unos cuantos lugares comunes; Nosedive, dirigido por el muy ampuloso británico Joe Wright, cuenta con una premisa notable –la gente asciende o desciende socialmente según las “puntuaciones” que los demás le otorgan–, pero se vuelve predecible en su desenlace. Playtest explora el realismo de los videojuegos y la búsqueda de experiencias extremas, pero lo hace sin demasiado contenido, y en Shut Up and Dance, el más flojo de todos, se plantea la idea del chantaje virtual, con un desarrollo sumamente inverosímil.
Pero a partir de aquí las cosas mejoran radicalmente: San Juniperio es seguramente el episodio más original de esta nueva temporada, presentando un vínculo lésbico que aparenta ambientarse en la California de los años ochenta, y que va introduciendo elementos completamente desconcertantes, saltos en el tiempo, realidades difusas que acaban planteando una sorprendente reflexión sobre la muerte en vida y la tecnología al servicio del hedonismo. Man Against Fire, por su parte, es brutal: un escuadrón de soldados se adentra en territorio hostil, infestado de mutantes, y refiere a la creciente despersonalización de la guerra y la construcción mediática de “monstruos” en el enemigo a diezmar. Por último, el episodio más largo hasta hoy –prácticamente un largometraje, de 89 minutos–, Hated in the Nation, es un maravilloso thriller policial en el que truculentos asesinatos son perpetrados por un enemigo impensable. De trolls informáticos y de la irresponsabilidad que promueven ciertas plataformas de anonimato refiere la que seguramente sea la mejor película –por qué no– de ciencia ficción del año. Corresponde armarse de valor, y verlos de una buena vez.
En los años ochenta la ciencia ficción imaginó un futuro de autos y skatesvoladores, championes climatizados que se atan solos, casas inteligentes, cíborgs y robots por doquier. Nunca llegamos a eso, y a simple vista nuestra cotidianidad parecería no haber cambiado demasiado: seguimos tomando ómnibus destartalados que funcionan a gasoil (salvo honrosas excepciones), compramos verdura en la feria, continuamos defecando en inodoros cuyos mecanismos siguen tan rudimentarios como los de hace cien años y, por lo general, nuestros cuerpos carecen de implantes cibernéticos. Los cambios tecnológicos que nos tocó vivir fueron terriblemente drásticos, pero ocurrieron en una línea que nadie podría haber previsto. Nadie fantaseó sobre un mundo de multitudes encorvadas sobre celulares, nadie imaginó Internet y redes sociales, palos para selfies, Tinder y sexo virtual. Pero acá están.
Publicado en La Vaca.