«Hasta la victoria, siempre»
Al revés del cuento de Augusto Monterroso,
cuando nos despertamos, el dinosaurio ya no estaba allí.
Mil años después,
algo de nuestras vidas
nuestros nombres
nuestras casas
nuestros salarios
nuestros padres
nuestras manos
nuestros libros
nuestros odios
nuestros novios
nuestras escuelas
nuestras miradas
nuestros llantos
nuestros amigos
nuestros muertos
se fue por fin.
La televisión oficial, la mampostería de fondo de una telenovela vieja. Raúl Castro anunció la muerte de su hermano con tono de contador o de milico de provincia, tirándose sobre el respaldo de la silla, mirando hacia los costados con cara de qué más me toca ahora. Es imposible, en esa lectura de jerarca del régimen, capturar la violenta belleza guevarista de su frase final.
Hasta la victoria, siempre
Repetida y repetida y repetida, estampada en las calles por funcionarios y consejeros a lo largo del mundo, Hasta la victoria, siempre murió por dentro, ahogada en el exceso, en la pronunciación y en los ladrillos. Después de tanto tiempo resulta difícil reconocer que si la revolución cubana se transformó en la referencia de miles de millones de personas fue porque proveyó una de las verdades más importantes del siglo veinte: no el comunismo ni la violencia armada, sino la certeza de que en la lucha por un mundo mejor, el imperialismo norteamericano era un obstáculo formidable. Y que el triunfo contra éste tenía menos que ver el poderío militar o la superioridad económica canceladas desde el principio, y más con el convencimiento de que esa victoria era posible, siempre.
Que la palabra fue desde comienzo la única arma poderosa de la revolución es quizás la verdad más despreciada, olvidada detrás de la fascinación con los fusiles. Con la muerte de Fidel Castro el viernes último a la noche, emerge así la paradoja más relevante de la era moderna: La esencia trágica y esperanzada de la utopía humanista de los últimos doscientos años se concentra en dos islas miserables del caribe latinoamericano. Una es Haití, la primera república negra y la primera en abolir la esclavitud; la otra es Cuba, el primer estado libre de América Latina y la primera república socialista a este lado del océano. Que nuestras ideas más poderosas de libertad e igualdad se hayan forjado contra el expansionismo de los imperios que las proclamaron explica más sobre porqué Fidel Castro es aún hoy una referencia para los oprimidos que toda la historia de la revolución y sus claudicaciones.
En el comienzo, el poder de esa narración radicaba en el optimismo exuberante de una juventud dispuesta a todo para mejorar la vida de los demás. Saliendo de Cuba en 1961, después de haber formado parte de uno de los primeros contingentes revolucionarios de América Latina en llegar a la Habana, Elías Semán, mi padre, dejaba atrás “esta Cuba liberada que se exhibe en sus adolescentes que pasean tomados de la cintura. Son milicianos y milicianas, que comparten el peso de las metralletas sobre los hombros y la alegría del corazón, ahora que la revolución les ha enseñado las razones para vivir y morir en nombre de una nueva fraternidad.”
Esa camaradería tuvo vida propia. Fue la fuerza que (no sin ambivalencias y agachadas) inspiró a una generación revolucionaria en América Latina, organizó la transición democrática en el Cono Sur (las negociaciones entre Alfonsín y Castro para la desmilitarización de la transición chilena es uno de los aspectos más fascinantes y menos contados de la política exterior cubana), y proveyó de recursos políticos para los logros y abusos de la nueva izquierda. Fuera de América Latina, basta mencionar la batalla de Cuito Cuanavale en Angola, sobre el final de la Guerra Fría, para ponerle fin al poder del régimen del Apartheid sudafricano apoyado desde Estados Unidos ante la indiferencia de la Unión Soviética, para entender los alcances de esa nueva fraternidad.
Hoy los adolescentes también se pasean tomados de la cintura. Caminan por el malecón de la Habana a las dos de la mañana sin metralletas en el hombro, en el borde de Cuba pero no en contra de ella, la vista clavada en el océano, para matar el sopor del día y el calor de la noche infinita de la revolución. Esos chicos se han criado en la austeridad autosustentable que no surgió del desarrollo de los incentivos morales por sobre los materiales, sino del fracaso de la revolución para desarrollar la economía. Sin metralletas al hombro, esos millones que viven del trueque y la carencia pero colgados a internet tienen que encontrar una palabra para decir lo que está hoy, no en 1961. Los millennials cubanos no conocen a otro líder que a Fidel, pero al mismo tiempo conocen poco de éste, y casi nada que los estimule. Hey Fidel/did you also/feel the Bern?
La última contribución de Fidel Castro a esa lucha de larga duración por una sociedad más igualitaria fue irse de una buena vez, para que vuelva la palabra en todo su poder, para que aquello nuevo que tengamos que decir salga a flote y recupere su dominio contra todo, empezando contra el propio día, la isla y el Partido. Es la libertad que inspiró Fidel y que transformó a Cuba en el país más querido de América Latina, pero también es las revoluciones que absorbió y las que acalló. La revolución de los vacilantes y los balbucientes, como decía Heberto Padilla para ira del régimen, porque quizás ha llegado el día en el que sabrán lo que no quieren.
Quizás Fidel Castro ha hecho con su vida lo mismo que hizo en Chile con su visita: Se ha quedado más tiempo que el necesario, complicándolo todo. Las semillas que deja el legado de su lucha por un mundo mejor quizás puedan encontrar su forma nueva, una nueva revolución en un mundo sin él. Descansa Fidel, pero nunca en paz.
Por Ernesto Semán para Panamá Revista