“Yo tengo que ganar más que un maestro”
Sobre los legisladores, los salarios, Lilita Carió, su dieta y sus permitidos.
La dieta de Lilita
Sólo siete días hubo en el medio. A finales de octubre, diputados y senadores de la nación dictaron un cuantioso aumento en sus sueldos y el fenómeno se volvió tendencia en medios y redes. A principios de noviembre, el presidente rompió en llanto por los pobres condenados de la patria y la gente que “la está pasando mal”. Sin mediación alguna, la biblia y el calefón. El desfile de berretines, gritos en el cielo y proyectiles con acusaciones de inmoralidad copó las tablas de la política demasiados minutos que ya nunca jamás volverán.
Pero hubo también una historia al revés: primero como comedia, luego como tragedia. Sentada en la mesa de Mirtha Legrand, la diputada de la Alianza Cambiemos, Elisa Carrió, se desmarcó de la crítica contra el dietazo sin finta ni gambeta: «Los maestros deberían ganar más. Pero yo tengo que ganar más que un maestro” . No es la primera vez. Propios y ajenos, progresistas y conservadores, de todos los bandos han disparado siempre contra los docentes: que trabajan poco, que no se capacitan, que no saben usar la tecnología, que no se adaptan al mundo moderno, que piden demasiadas licencias. Si no fuese tan fácil y tan común volverlos objeto de crítica, no existirían esos que, sin darse cuenta de la injusticia que pronuncian, dicen “terminó dando clases” como sinónimo de “fracasó”.
No es la primera vez. Propios y ajenos, progresistas y conservadores, de todos los bandos han disparado siempre contra los docentes: que trabajan poco, que no se capacitan, que no saben usar la tecnología, que no se adaptan al mundo moderno, que piden demasiadas licencias.
No es la primera vez. Pero como sostuvo Walter Benjamin, forma y contenido van juntos. Y en el último tiempo, las formas de la política vienen haciendo brotar contenido a chorros. El dictado unilateral del aumento para los legisladores nacionales es menos significativo que la cerrada defensa de la diputada Carrió sobre las jerarquías salariales. Su sentencia dice mucho sobre un nuevo momento de la cultura política nacional y sobre los malestares, las indignaciones y las indigestiones que lo pintan con fidelidad. El férreo alegato de Carrió la expone como lo que verdaderamente es: una fiel representante no sólo de la alianza de gobierno, sino también de quienes se piensan a sí mismas como personas acorde con su alcurnia. Si estas pretensiones de superioridad social con pleitesía han fracasado sistemáticamente para prender en el suelo nacional, nunca han sido espantadas del todo y hoy vuelven a su embate, renovadas y envalentonadas por haber triunfado en el espacio que históricamente les resultó más esquivo: las urnas.
Probablemente Elisa Carrió no haya cambiado ni un poco desde su papel de representante del republicanismo del contrato moral en el 2001. Seguramente es también la misma denunciadora compulsiva de la última década. Lo que cambió es el país. El aumento salarial de los legisladores habla menos sobre las condiciones y las distancias sociales y más sobre las maneras en las que esas distancias se sienten. La frase de la diputada es signo de época por poner de manifiesto, sin pudor y sin vergüenza, lo que es posible de ser dicho. Sus declaraciones son menos sobre la “dieta” que sobre los “permitidos”. Cuando la cercanía es vivida como promiscuidad insoportable, el ilustrado muestra su faceta más pura: la de elitista.
Salarios de ley
En cuarto grado de la primaria tuve a la seño Haydée. Ella enseñaba que cuando uno no sabía algo, había que preguntar. Todo mundo lo aprendía porque no retaba nunca a ningún estudiante que dijera sus dudas en voz alta. También enseñaba que para aprender una cosa nueva era muy útil compararla con otra que ya conociéramos.
En el contexto de Sudamérica, los congresistas de Argentina cobran por debajo de la media. En Chile –el mejor alumno en las tareas liberales- es donde tienen ingresos más elevados: el sueldo de un legislador es 81 veces mayor al salario mínimo de ese país. En Brasil y Colombia esa diferencia es de 49 y 38 veces, respectivamente. En Uruguay es de 33 veces y en Argentina es de 20. En nuestro país esta diferencia surge de la conjugación entre salarios mínimos altos y sueldos legislativos no tan escandalosamente elevados.
La seño Guillermina, de quinto grado, venía de Santiago del Estero. Según tengo entendido no cobraba “desarraigo”. Hablaba y usaba palabras que la hacían una fiel representante de su provincia, pero ahorrativa como era no tenía ni un solo “gasto de representación”.
Los sueldos de los legisladores, como los aumentos en las tarifas de servicios públicos o los proyectos de ley de presupuesto son, a la vez, un poco más y un poco menos que simple matemática. Ojalá alguna maestra pudiese explicarnos cómo leer la aritmética salarial de los funcionarios públicos, en donde no siempre dos más dos es cuatro. Aparentemente, entre dietas, gastos de representación, pasajes y desarraigo, un legislador nacional dependiendo de la cámara de la que forme parte (diputados dio marcha atrás con una parte del aumento mientras que senadores no lo hizo) cobra “de bolsillo” alrededor de 140.000 pesos por mes: 19 salarios mínimos y 8 veces el ingreso medio de los asalariados registrados (“en blanco”) en la actualidad.
¿El contexto del dietazo? Las puertas del segundo semestre de 2016 mostraron que, comparando con la misma época de 2015, el salario real de los trabajadores registrados del sector privado había caído entre 3 y 10% (dependiendo de si uno toma como referencia el Índice de Precios al Consumidor Congreso o el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). En ese marco, a la diputada le preocupa que las distancias puedan achicarse.
Con la lupa de la Patria Grande y la mirada sobre el hombro, la desigualdad en Argentina parece corta, insuficiente, peligrosa, injusta o populista. O todas al mismo tiempo.
Ni por cerca el salario es la única de las desigualdades sociales relevantes. Pero que los varones ganen –en promedio- más que las mujeres, los blancos más que los negros, los titulados más que los descalificados, los hijos de profesionales más que los hijos de obreros, algo debe significar. Y que los ingresos altos estén asociados con fuerza a los sectores que más derechos, protecciones, seguridad, salud y educación tienen, también. Y que cuando esa asociación disminuye los protegidos y seguros sientan la necesidad de defenderla con uñas y dientes, más aún.
Lilita ¡ausente!
En tercer grado tuve a la seño María Rosa. Con ella aprendí muy pocas cosas divertidas. Tenía todos los años y estaba un poco cansada de dar clase. Pero si algo quedaba grabado en la memoria de sus estudiantes era que, cuando tomaba lista y pronunciaba tu apellido, había que responder seguro, sin demorar y casi gritando ¡Presente!
A la diputada Carrió le da bronca el ausentismo. Y los maestros deberían ganar más, pero ella debería ganar más que un maestro: “Hay que discriminar, hay diputados que no trabajan y no saben nada, pero los eligió esta sociedad. A mí me da bronca que la gente elija a diputados que no saben nada”.
Lilita no aparece en los medios solamente por su gusto culinario en la mesa Legrand. Tampoco son las elecciones lo único que gana. En las votaciones del Congreso en el año 2012, la diputada Carrió acumuló 2 votos afirmativos, 4 negativos, 2 abstenciones y 96 ausentes. En el Ranking de Asistencias de diputados publicado por el diario La Nación en 2014, Elisa Carrió se encuentra en el podio de los que más faltan, con un 75% de inasistencias, sólo superada por Granados y Quintar, y seguramente muerta de envidia por no ser la primera.
¿Usted sabe con quién está hablando?
“Pero yo tengo que ganar más que un maestro, porque además de ser maestra estudié Derecho, hice un posgrado y escribí 15 libros. Si no, lo que se hace es demagogia». El intento arrebatado por mostrar lógica en las diferencias salariales no necesita consistencia ni realismo. Pero lo cierto es que nadie tiene aumentos de sueldo por escribir libros, salvo que sus libros sean best-sellers y, aparentemente, éste no sería el caso.
Pero yo tengo que ganar más que un maestro, porque además de ser maestra estudié Derecho, hice un posgrado y escribí 15 libros. Si no, lo que se hace es demagogia.
Incluso, si en un super-racionalizado mundo imaginario el mérito académico ordenase la escala salarial, los docentes universitarios, los investigadores de CONICET y muchos agentes de salud (por nombrar sólo algunos) deberían ganar sueldos superiores a los de diputados y senadores. Pero no sólo no es el caso, sino que es lo opuesto a lo que la diputada Carrió y su bloque votan en la ley de presupuesto (ajustes y recortes para educación, ciencia y técnica).
Es más. Esta lógica de distribución, además de no tener sustento en la realidad (no existe esa supuesta escala salarial basada sólo en el mérito académico), carece también de consenso social. Una encuesta de la UNSAM aplicada en 2013 con una muestra de más de mil casos en el Área Metropolitana de Buenos Aires y dirigida por el antropólogo Alejandro Grimson, muestra que la mayoría de los encuestados estaba “poco de acuerdo” (61%) o plenamente “en desacuerdo” (28%) con que las personas con títulos universitarios deberían ganar mejores sueldos que los trabajadores que no tienen estas certificaciones. Aparentemente, el imaginario de “M´ijo el dotor” refería a algo más que al mero reconocimiento metálico del saber.
Pero no es la inconsistencia del argumento lo que más interesa. No es la incoherencia de traer a colación logros académicos para justificar los ingresos salariales extraordinariamente altos de funcionarios públicos –aunque tienta proponer el ejercicio mental de imaginar a un delantero de la selección de fútbol, un operario de fábrica o un vendedor de alimentos negociando sus ingresos con la lista de sus posgrados y sus publicaciones como argumento-. Lo más relevante es que, ante lo que se percibe como una cercanía amenazante y demagógica, la diputada expresa con blanca sinceridad su pretensión de restituir un principio de autoridad de elite.
En los años setenta el antropólogo Roberto Damatta dedicó un capítulo entero de su libro a analizar el uso de una frase típica de la vida pública brasilera que va en sintonía con las pretensiones de la diputada Carrió: “¿Usted sabe con quién está hablando?”. La frase aparece cuando las jerarquías, los escalones y los poderes son explícitamente desiguales. Se pronuncia, justamente, cada vez que esta justa distancia se percibe violada, achicada sin mérito, rota sin códigos. En esos momentos, la pregunta con dientes apretados, enfatizando el “usted” y el “quién” pone a cada cual en su lugar, como debe ser.
Sin saberlo, Carrió echa mano a un aprendizaje que también suele nacer en la escuela: a guardar, a guardar, cada cosa en su lugar, los nenes con los nenes, las nenas con las nenas, y las pretensiones de cada uno, a raya. Y más allá del decálogo de parecidos entre este gobierno y la última dictadura militar, la similitud en el mandato al orden no deja de asombrar: la pretensión de poner cada cosa y cada quién en su lugar -el que le tocó por mérito de nacimiento-, en una sociedad argentina histórica y románticamente “desubicada”.
¿Y a mí qué mierda me importa?
Con la vuelta de la democracia en los años ochenta, Guillermo O’Donnell escribe un texto homólogo en el que imagina una respuesta argentina para la pregunta brasilera.
-¿Usted sabe con quién está hablando?
-¿Y a mí qué mierda me importa? [quién está hablando]
Aún menos desigual que Brasil, Argentina es y ha sido un país con fuertes asimetrías. Sin embargo, carece del espíritu de deferencia y el reconocimiento de la validez de las jerarquías sociales que tiene Brasil. O’Donnell compara la vida del mozo carioca, más cercano a la servidumbre, con un trato sobreactuadamente alegre y amable, con la vida del mozo porteño, sin más amabilidad que la justa y necesaria, y sin más distancia que la que existe entre un trabajador y quien se sienta a comer en un bar.
Como sostiene O’Donnell, la respuesta argentina no niega la asimetría entre quien la pronuncia y quien pregunta: lo que cuestiona es la relevancia del “quién” en esa situación de encuentro y conflicto ¿Qué me importan a mí tus quince libros? ¿Qué me importan a mí tus títulos? ¿Qué me importa a mí de quién sos hijo? Si hay algo de altanero, plebeyo y emocionante en mandar a la mismísima mierda al superior que, además de desigualdad, pretende reverencia del inferior, al mismo tiempo hay algo de exclusivamente catártico en hacerlo. Se puede ser irreverente y no resolver ni reducir un ápice la desigualdad entre las partes.
Y es cierto. Tan cierto como que no se puede reducir la desigualdad sin algo de esa insoportable insolencia que forma parte de nuestra tradición nacional.
La pesadilla meritocrática
Mariana, mi seño de jardín, me enseñó a leer. Lo hizo con cariño y sin miedo a tenerme cerca. Vernos crecer y aprender le daba alegría, no paranoia. A ella no le preocupaba poder pagarle a su guardaespaldas.
El elitismo es lo contrario: miedo del más profundo, muy dentro en los huesos, que pronto muta en desprecio. Lilita no cambió. Cambió el país, pero seguramente menos de lo que ellos creen. Quiero pensar que la seño Haydée, la seño Guillermina, la seño María Rosa y la seño Mariana, aunque a ninguna le haya escuchado jamás decir un insulto, le hubiesen respondido a Carrió, honorable, diputada y todo, como O’Donnell imaginaba: “¿Y a mí qué mierda me importa?”. Y si hubiesen sido un poco más sindicalistas de lo que las recuerdo, hubiesen terminado con “Yo tengo paritarias, no necesito andar carteludiando con libros”.
Se puede ser igualitario y autoritario a la vez, altanero y violento. En eso, O’Donnell, escribiendo en los ochenta con una democracia todavía asustada, tenía sus razones. Pero los sueños republicanos de Lilita son nuestras pesadillas meritocráticas. Y si mandarla a la mierda no va a resolver ni superar las desigualdades, por lo menos que la puteada sirva para despertar.
*Por Gonzalo Assusa para La Tinta / Foto: Colectivo Manifiesto