¡Feliz día, má!
Shakespeare se equivocó: Maternar o no maternar. Esa es la cuestión. ¿Decidimos ser madres? ¿Decidimos no serlo? ¿Nos preguntamos? Seguro, seguro, nos preguntan. Nos preguntan y lo esperan: ¿para cuándo? Cosechamos acá pedazos de historias sobre la maternidad. Para sentir y pensar la maternidad como proyecto posible y deseable. Para que no sea un mandato a cumplir. Para sentipensarnos.
1.
Me llamo Mara. Tengo 32 años. Soy contadora, trabajo en un estudio desde que me recibí, hace ocho años. Hace un tiempo me compré mi auto, es chiquito y no tan nuevo, pero me sirve para moverme: voy a trabajar, salgo con mis amigas. Con Pablo somos novios desde hace seis. Vivimos juntos hace dos. Estamos alquilando, pero pagando la cuota de una casa para tener la casa propia.
Desde chica quería conocer el Machu Picchu. Hace algunos veranos con Luli y Mica nos fuimos. Nos conocemos desde el secundario, y seguimos siendo amigas. Fue una manera de celebrar el fin de la universidad, nos cargamos las mochilas al hombro y salimos. Inolvidable. Impactante. Volvimos crecidas por dentro y por fuera. Felices, nutridas. Queriéndonos más.
No me quiero casar. Me da cierto escozor el vestido blanco y esas cosas. Pero sí quiero ser madre. Viajé, estudié, me recibí, trabajo, es lo que quiero ahora. Hace dos años buscamos. Pablo se hizo estudios, yo me hice estudios. Todo normal. Pero no pasa nada. Yo siento que me estoy oscureciendo por dentro. ¿Qué haremos sin hijos?
La semana que viene comienzo un tratamiento. Ya me hice los estudios. Tengo mucho miedo. Qué me va a pasar, cómo resultará todo. ¿Quedaré embarazada? ¿y si no?
2.
Salimos casi corriendo. Yo tenía una sensación extraña. Mezcla de dolor, ansiedad, miedo, libertad. Eva me agarró la mano fuerte. Me abrazó. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a mi también. Nos miramos con esa fuerza de quien se dice todo sin palabras. Con esa certeza de tenernos, la una a la otra. Como desde que nos acordamos. Como hermanas. Caminamos juntas la vida desde niñas. Los bailes, las salidas, probar el alcohol. Las charlas sobre qué queremos ser de grandes mientras fumamos a escondidas, nos pintamos las uñas y nos cortamos el pelo. Una vez nos teñimos de verde. Nosotras que siempre estamos pendientes de nuestros cortes de pelo esa vez casi perdimos la cabeza en mano de nuestras madres. Las dos separadas, criándonos solas. Remando la vida, trabajando para tener un techo y algo que comer todos los días.
Con la vida ya difícil, a veces hasta se buscan novios y todo. Yo me acuerdo del Walter. Siempre alegre, cada vez que cobraba caía con algún que otro regalo. Ese trabajaba. Mi vieja estaba contenta. La pasábamos bien. Duró poco. O no sé, podría haber durado más. Ahora está el Jorge, este viene durando demasiado. Ya me tiene harta.
Apenas me di cuenta no supe qué hacer. Pasaron los días, yo no podía dejar de pensar. Una tarde me encontré con Eva. “Me tenés que acompañar”, le dije. Nos fuimos, yo ya había arreglado todo. “Yo no quiero tenerlo, Eva” le decía, mientras por dentro pensaba “yo no quiero pasarme la vida laburando como una burra para mantener maridos e hijos”. Quiero conocer el mundo, ser feliz. Entramos a la casa, no tenía ningún cartel por fuera. Nos atendió la misma señora que me había dado el turno. A los minutos dijo: “Pasá. Vos no, esperá acá”. Fueron horas, pero yo sentí que habían sido años. Dolida y dolorida salí, con un listado de cuidados. Contrariada, sensible, con una sensación de miedo y libertad. “Yo no quiero ser madre, Eva”. Salimos abrazadas, casi corriendo.
3.
Desde chica me di cuenta. Jugaba a acunar bebés, a cantarles, arroparlos. Mis primeros recuerdos de esos juegos son como a los seis, pero seguro que empezaron antes. Desde ahí tuve cierta certeza de las ganas de ser madre. Era una experiencia que quería tener, que pensaba tener y que proyectaba para mi juventud.
En las conversaciones con mis amigas, esas noches de tertulia adolescente en las que hablábamos de noviecitos, estudios, peleas en la escuela, chismes en mi larga lista de deseos siempre estaba: “ser madre”. No a lo Susanita, claro. No ser una madre esclava, sin más vida que sus hijos. Sobreprotectora, temerosa. No, yo me imaginaba en lo fascinante que es acompañar el crecimiento de un ser humano desde que nace. Casi como un trabajo antropológico, además, empapado de amor.
Tenía cierta incomodidad, sin embargo, al pensarme de mayor. Como a los 16, creo, algo comenzó a empalagarme y amargarme al mismo tiempo. Comencé a pensar, a buscar. Salí a buscar novios, desenfrenadamente, como un intento de generar respuestas. Los encuentros sexuales no iban mejorando, como pensaba, más bien lo contrario. Más experiencia tenía, más frustraciones me llevaba. “Esto es una regla inversamente proporcional”.
Terminé el secundario, comencé la universidad, me llevó casi 10 años, pero me recibí, defendí esa tesis que se llevó casi cuatro años de mi joven y productiva vida. Los años de rock me llegaron con una claridad: soy torta. La amargura empalagada era mi superproducción de amor, deseo, líbido; mal dirigidas. Me daba miedo verme, o darme cuenta. O no podía. Creo, en el fondo, que pensaba que “ya se me iba a pasar” y seguía mirando hacia otro lado mientras tanto. Con cierta infelicidad a cuestas, con cierta frustración anticipada de saber que cada encuentro, cada intento de novio, cada sexo casual iban a ser un fiasco.
Apenas pasé los 28. Tengo mi primera novia. La sensación es que se abrió una puerta dentro mío, que tenía ganas, proyectos solidificados ahí. Están saliendo de golpe y se me desparraman como brillantina en la panza. Me siento feliz. Se llama Claudia. Hace unas semanas está pensando. Es que tuvimos una charla y yo le dije “con vos es que quiero ser mamá”.
4.
Llegué a los 30 sin preguntarme sobre la maternidad. Es decir, es algo que sucede, pasa. Les pasa a otras, pensaba. Literalmente me pasaba por el costado, no me preguntaba. No me interpelaba sino más bien como tía, es decir, la maternidad de otras. A los 30 comencé a mirar hacia arriba: una madre menopáusica con un poco más de 40, con cuatro hijos. Una abuela con tres hijos. Una bisabuela con cinco hijos -dos fallecidos de bebés- y abortista de varios. No sabemos cuántos, nadie sabe la cuenta. ¿Debería preocuparme por el reloj biológico? pensé. Intenté decidir, pero tampoco me salió. Seguía sin interpelarme.
Me pasaron dos parejas, un divorcio, algunos desencuentros amorosos más. Volví a encontrarme en un proyecto de dos. “Viene con paquete”, dicen algunos. Ajá, venía con un paquetito chiquito, de poquitos años. Una hija de tres. Llena de amor, dulzura y alegría. Decisión de convivencia de por medio, comencé a mirar mi agenda y mis costados: mochilas, pintorcitos, actos, fiestitas de cumpleaños, colitas de pelo, piojos. Entonces, ¿esto es maternar? ¿se puede maternar hijos e hijas de otros? ¿sólo se es madre biológica? No tengo ninguna de las respuestas. Sólo sé que, en algún punto, es algo que recién ahora, después de los 30, me pregunto.
¿Y?
La vecina, el carnicero, la verdulera, tus compañeras de trabajo, el amigo de tu novio, tu mamá, la mamá de tu novio -tu suegra-, tu suegro, tu cuñada, tu hermana, el chofer de ómnibus, la docente, tu jefe, tu jefa. Podemos seguir enumerando. Toda esa gente y más, cree que tiene derecho -y debe- opinar, preguntar y conocer sobre “el proyecto de toda mujer”: su maternidad. Pues no. Más bien que metan su hocico en sus historias de vida, no en las de otras, nosotras, que bastante tenemos con nuestros propios mandatos adquiridos.
Celebramos y saludamos a las madres. A las que lo desean, lo disfrutan, lo eligen, lo sueñan. También a las que eligen no serlo, a las que tienen la duda, a las que se preguntan. Eso es, también, por lo que luchamos cuando hablamos de “derecho a decidir”, en esta pluralidad, multiplicidad y diversidad que somos. También, de paso, les decimos lo que no somos: madres en potencia.
Fotos: Colectivo Manifiesto