Lázaro Blanco, el jinete de clara estampa
Jinete de clara estampa
Anunciadora del alba
Fugaz resplandor del monte
Hecho de luna y aguada
dice sobre el santo popular el poeta, cantor
y músico litoraleño, Linares Cardozo.
El sol de la mañana otoñal pegaba sobre el camino que se mete bien adentro, dejando atrás la ruta que une San José de Feliciano y La Paz. Luego de 10 kilómetros de ripio, la construcción aparece recortada en el fondo, agrandándose y mostrando su fisonomía a medida que los metros se reducen a nada.
Después de cruzar un par de caminos, aparecen dos pequeños templos repletos de ofrendas y un salón dispuesto para los agradecimientos que no cesan de acumular, desde vestidos de novia hasta guantes de boxeo. Además, un tinglado largo y sin cerrar está pegadito a un quincho, de los clásicos de paja. El paisaje sin planificar tomó un orden propio y se completó con un escenario al fondo que traza el inédito paisaje del monte que se abre en medio de la picada.
La fe de la gente y su creencia pagana en el mito que crece a fuerza de cumplir pedidos, se presenta como una devoción que sacude hasta aquellos que no la tienen.
El santuario de San Lázaro, enclavado en el paraje Palo a Pique, en el distrito Manantiales, parece ser sostenido por infinidad de placas, muchas de ellas pequeñas y humildes que delatan el fervor de los más pobres. Esto las resalta junto a las pocas y pretenciosas de bronce.
Cada una cuenta alguna historia. Entre agradecimientos, los pedidos más numerosos exigen desde salud y trabajo, hasta un camión o la “carpa del circo”, lo que confirma que no hay limitaciones para el milagrero felicianense. Mientras tanto ahí bajito en el suelo, las velas encendidas son el testimonio de la ofrenda de “algún peregrino que pasó y las dejó”, como asegura la responsable de proteger el santuario, Gloria Villarruel.
Chalo, el milagrero
El mito popular nace en el monte entrerriano. Es un milagrero que vive en la gente, rodeado y recordado cada 27 de septiembre, aunque algunos lo hacen el 7, ya que su rastro se diluye y se convierte en centro de la discusión pueblerina. Sea como sea, es el día que Lázaro Blanco vuelve a la vida en medio de canciones, alegrías, acordeones, sapucay y chamamé.
La leyenda cuenta que murió fulminado por un rayo que cayó sobre el algarrobo que lo cubría de la tormenta. Tres días más tarde, se encontró su cuerpo en el sendero que por entonces se conocía como el “Camino Bollero”. El funeral duró tres días, tal como se estilaba en aquellos tiempos por “si resucitaba el fulminado”. Fueron la creencia popular y el sueño de un baqueano las que lo convertirían en mito.
Santuarios, ofrendas y placas
El algarrobo inmortalizado por los fieles se hace presente al mito y sus proezas. Por eso en su nombre y a falta de uno, levantaron tres santuarios, para nunca olvidar la tragedia.
El santuario que levantaron sus fieles, no deja lugar para el asombro. Botellas de vino, cascos de motos, muletas, rastras de gauchos y camisetas de fútbol, se disponen sin permisos ni acomodos entre zapatitos de bebés, baberos, chupetes y hasta una inmensa foto de una quinceañera.
Son sus paredes con ofrendas las que construyen el altar y no al revés. En esos estantes también se llamaron a silencio las guitarras, cambiando música por ofrendas trenzadas en cintos, cascos y flores de plásticos de todos los colores.
El santuario más pequeño retiene las gratitudes, traducidas en placas, plaquitas o simples mensajes que la punta rota de un fibrón supo dejar en las paredes que a fuerza de cal, mantienen el color.
“Gracias Lázaro. Acá estoy para agradecerte”. “Volví Chalito”. “Gracias por el favor”. Las frases, algunas más pretenciosas en su armado y otras hechas de apuro, tienen como común denominador restituir los favores recibidos por el santo nativo. El fervor popular que en su devoción deja la marca de la pertenencia de clase, se funde en una sola imagen para un milagrero que escapa a las tradiciones más arraigadas y tradicionales de la provincia.
Un sueño eterno
El hombre que fue santito, el milagrero que fue hombre, descansa su sueño eterno en el campo santo de Feliciano, similar a cualquiera de cualquier pueblo. Al ingresar, viejos y altos mausoleos invitan a levantar la vista, con cruces que parecen buscar la piedad mucho más arriba de la tierra.
Pero a los pocos pasos, los brillos tornan más luminoso el lugar. “Aquél es el de Lárazo”, dice el cuidador de su tumba, como si hiciera falta agregar algo más para saber que los agradecimientos estampados en cientos de placas y flores de plástico, anuncian donde “está el Chalo”.
Celeste, “por el color del pañuelo que usaba Lázaro”, se alza el mausoleo en medio del cementerio de la Ciudad que marca la frontera de Entre Ríos al norte. El centenar de metros que separa el portón de acceso hasta donde se encuentra el milagrero anticipa la proximidad de su leyenda, que cobra vida otra vez en el sinnúmero de ofrendas. La devoción que se multiplica con el paso del tiempo.
Una base cuadrada de 2 metros a cada lado y coronada con una gran cruz, sirve para el descanso eterno del milagrero y corona el esperanzado viaje de sus devotos. Las placas, testigos de su historia, trazan el recorrido del mito desde sus inicios hasta nuestros días. Fe y creencias que poco saben de fronteras o imposibles, laten a su alrededor.
San José de Feliciano es el lugar de la leyenda del más célebre de sus pobladores, el chasqui corajudo, quien desafió la tempestad e inscribió su nombre en la historia de un pueblo.
*Por Gerardo Iglesias (texto y fotos) para Revista Riberas