¿Cómo se legitima un gobierno?
Existe una pregunta que el ser humano ha tratado de responder innumerables veces desde que vive en comunidad. La pregunta es simple, sencilla e irresoluble: ¿por qué miles, millones de personas aceptan vivir bajo el mando de otra persona? Una de las respuestas más lúcidas podemos encontrarla en Max Weber y aplicarla a nuestra actualidad: las democracias contemporáneas se legitiman por un criterio racional-legal.
Lo que nos queremos preguntar es cómo los gobiernos operativizan esa legitimidad; es decir, cómo mantienen lo mágico, lo sublime de la dominación, detrás de un velo construido por y para la política. Si aceptamos que la legitimidad fundante de las democracias actuales es la legitimidad legal-racional, queremos saber con qué dispositivos de legitimidad cuenta un gobierno para sostenerse en democracia.
Podemos aventurarnos y decir que, a partir de la experiencia de los gobiernos democráticos en los siglos XX y XXI, se encuentran tres fuentes: la violencia, el apoyo popular y la red institucional. Estas tres fuentes pueden articularse de forma libre y creativa, pueden coexistir en un mismo tiempo o pueden existir de forma dual. Pero sólo basta construir y/o mantener una para gobernar.
Por violencia como forma de legitimidad entendemos la noción de un gobierno democrático que recurre a ella como primera medida, aún antes de la pregunta y el cuestionamiento, antes de la mediación. La violencia está en el protocolo, en la ley, en las palabras, en el sentido común del gobierno que acciona mecanismos violentos pero legítimos ante manifestaciones, demandas, vulnerabilidades o sectores determinados de la sociedad.
La segunda fuente de legitimidad es el apoyo popular. Con apoyo popular nos referimos a la sinergia producida por la unión formal o informal de movimientos sociales, organizaciones políticas de base y la ciudadanía en general, que se moviliza detrás de un proyecto compartido y posible.
Por último, la red institucional es la articulación de apoyos logrados en la cima de la pirámide socioeconómica. Los actores que conforman esa red institucional se traducen en medios de comunicación hegemónicos, lobistas, el Poder Judicial, el poder financiero internacional, líderes de partidos políticos tradicionales, empresas transnacionales que ocupan posiciones estratégicas en la producción y la prestación de servicios, líderes políticos sin base social, establishment y creadores de sentido común, entre otros.
Los anteriores son tipos puros que se dosifican, que adquieren relevancia en algún momento y desaparecen en otros. Pero, sin embargo, es posible identificarlos en todos los gobiernos democráticos de Occidente y, por supuesto, en el caso argentino.
Podemos comenzar con la vuelta a la democracia. Con sutileza y paciencia, Raúl Alfonsín supo ir desprendiéndose de la violencia enraizada en el modo de gobierno y, en base a un fuerte apoyo popular, sortear tres grandes enemigos: las protocorporaciones, la presión militar y el nuevo escenario de demandas sociales y políticas que se abría luego de un largo periodo de violencia y exclusión.
La presidencia de Menem se basó fundamentalmente en la construcción de una red institucional que durante el periodo 1989-1993 mantuvo un gran apoyo popular. La curva de decrecimiento de ese apoyo fue reemplazada por un armazón sólido y voluminoso de respaldo mediático, patronal y de las grandes empresas (financieras y trasnacionales). Hacia el fin del mandato, se pudo observar un quiebre definitivo del apoyo popular y cierto agotamiento de esa red institucional, particularmente del capital financiero y de las empresas trasnacionales que ocupaban posiciones estratégicas en el mercado argentino. Este agotamiento no fue causado por un viraje en la forma y contenido de la política de Carlos Menem sino, simplemente, por el agotamiento de un modelo de extracción de ganancias siderales que comenzó a encontrar su fin involuntario hacia 1997.
El gobierno de De la Rúa se asentó en una promesa de red institucional y el despliegue de violencia, que tuvo su clímax en diciembre de 2001. Lo mismo ocurrió con Eduardo Duhalde: su mantenimiento en el poder se logró merced de un despliegue enorme y visible de violencia de gobierno sumado a un mejor armado de la red institucional, mucho más local y tradicionalista que durante el delarruismo.
La llegada de Néstor Kirchner en 2003, con poco más del 22 por ciento, marcó un claro desafío: ¿cómo gobernar sin apoyo popular, sin violencia manifiesta y con una red institucional que se relacionaba más con Menem (que había renunciado al balotage) que con el santacruceño?
El primer intento, sumamente exitoso, fue construir gobernabilidad en base al armado de una red institucional, que se dio a conocer como transversabilidad. Kirchner supo ir despojándose del armado heredado basado en la violencia manifiesta del gobierno y conformar una red política que articuló, sobre la base de la red institucional, el apoyo popular. De esta forma, en lugar de reprimir los “piquetes”, Kirchner optó por una estrategia conciliatoria y de cooptación de los referentes de los movimientos sociales. Pero como el apoyo popular tiene una curva de ascendencia progresiva, su mayor adhesión se dio después de su gobierno. Sólo para ilustrar lo dicho, podemos decir que la mayor concentración popular en torno a Néstor Kirchner ocurrió el día de su muerte.
El gobierno de Kirchner estuvo apoyado, fundamentalmente, por una red institucional gobernada por actores como la CGT, los medios de comunicación, los gobiernos de la región, la banca internacional y los CEO de las principales empresas nacionales en manos privadas extranjeras. Situación que fue modificándose y desarticulándose hacia el fin de su mandato, cuando el apoyo popular comenzó a tomar mayor protagonismo.
La llegada de Cristina Fernández de Kirchner en 2007 concentró el goce de la legitimidad popular heredada. El armado de la red institucional, basada en una débil y conveniente alianza entre la alta burguesía nacional (Fiat, Acindar, Techint) y la alta política (cúpula de la CGT y radicalismo), heredada de Néstor Kirchner, fue rápidamente desquebrajándose.
La pérdida de aliados políticos, económicos y culturales no fue debidamente reemplazada. El reemplazo de Hugo Moyano por Antonio Caló, de Clarín por satélites comunicacionales (678, TV Pública, comunicación popular) y de la alta burguesía argentina por el impulso del Estado como principal actor económico, llevó al debilitamiento de la red institucional al punto que, para lograr el mismo cometido, se institucionalizó todo ese apoyo popular que iba creciendo desde 2003 en una organización política: La Cámpora.
Ese apoyo popular fue, en la segunda presidencia de Cristina, el elemento basal sobre el cual se impulsaron políticas públicas transformadoras de las reglas de juego y de esa red institucional que iba desangrándose. Así, las políticas públicas fueron directamente a chocar contra los intereses de los principales actores de la red institucional que formaron parte del kirchnerismo (Clarín, el “campo”, capitales españoles en YPF y Aerolíneas Argentinas). La magnitud de esos cambios en las reglas de juego, si bien revolvió el tablero político e institucional, no encontró obstáculos en la ciudadanía, ya que era el principal apoyo de Cristina.
La inmensidad del apoyo popular obnubiló lo que ocurría en la alta política. Como dice Karl Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, entre las orgías nocturnas se iba diseñando el golpe de Estado. La soledad política y el éxodo de la alta política cercaron el futuro de Cristina Fernández. Se puede gobernar con una sola fuente de legitimidad, por supuesto. Lo que no puede hacerse es ganar una elección. Y eso pasó en 2015. Una sola variable le valió a Daniel Scioli, candidato indirecto de Cristina, una casi presidencia. Pero no fue suficiente. El nuevo armado institucional de Mauricio Macri, reflejado en la alianza Cambiemos, logró imponerse junto a una promesa oculta de violencia legítima y un apoyo popular negativo.
La llegada de expresidente de Boca al poder nos muestra un gobierno apoyado por una excelente articulación de la red institucional, que recoge heridos y odios del proceso anterior pero suma otros actores. Así, la red institucional se compone del “campo” y las Fuerzas Armadas —en representación de los sectores económicos y simbólicos históricamente dominantes—, de Clarín, La Nación y las “divas” televisivas que manejan la comunicación, y de la alta política nucleada en torno a la cúpula radical de extracción alvearista, Sergio Massa, Elisa Carrió y cierta diáspora del PJ ansioso y poco convencido.
Como contraparte, Macri carece de apoyo popular. Más allá de haber ganado una elección, la alianza Cambiemos cuenta con un apoyo popular negativo; es decir, un apoyo proveniente del desencantamiento y hastío por el gobierno anterior que difícilmente pueda re-encantarse con el proyecto de Cambiemos. Sólo basta comparar el tradicional paseo por Avenida de Mayo que realiza el Presidente ante el inicio de las sesiones legislativas cada primero de marzo: Macri es un político antimovilización que cumple con su promesa de no hacer política porque está corrompida. No existe, en el macrismo, la posibilidad de constituir un sujeto histórico, de empoderar a sectores sociales para que se articulen en defensa de un “algo” que representa la alianza Cambiemos. Los sectores detrás del macrismo se unen en el odio al pasado reciente, en el desprecio por la política.
Su apoyo popular es individual, sin colores, sin amores.
Entonces, la alianza Cambiemos se legitima sobre una red institucional que ya comienza a mostrar traiciones y fracturas, y que difícilmente pueda ser reemplazada por un apoyo popular masivo y consistente. Esa red institucional de Cambiemos es producto de una orgía napoleónica; por tanto, es excitación del momento, es un fuego que se consume rápido.
Hay un desangre de la red institucional que se refleja en las traiciones, abandonos, demoras y desligues de los sectores tradicionales, concentrados y hegemónicos, a los que Macri apostó y que le permitieron ganar su elección. La devolución de favores no se demoró. Rápidamente devaluó el peso alrededor de un 60 por ciento, ganancia extraordinaria para los grandes sectores agro-exportadores que no respondieron como esperaba el macrismo. Primera traición.
La segunda fue la de los grandes capitales internacionales que auguraban una lluvia de inversiones si el país se transformaba en “creíble”, escenario donde el macrismo irrumpió con gran eficacia. Pagó deuda, pagó a fondos buitre, pagó comisiones, intereses, abogados. Pagó y regaló todo. Y las inversiones aún están en duda. Prat Gay resolvió esa traición aumentando la deuda externa 33 mil millones de dólares en sólo seis meses.
La tercera traición está en proceso y abarca al universo mediático. El macrismo derogó la Ley de Medios, devolviendo el trono al multimedio Clarín. El apoyo mediático aún vigente de Clarín y La Nación, ante noticias que no pueden ocultarse, comienza a ser mucho más “neutral” y desde lejos. No es casual que Mirtha Legrand y otros personajes frívolos de los medios comiencen a decir que se “sienten traicionados” por Macri porque le creyeron y “no está cumpliendo”.
La cuarta traición de la red institucional se encuentra en la red política. Radicales y personajes de la política se distancian, y en muchos casos rompen, con el macrismo. Muchos radicales que apoyaron la alianza Cambiemos ya se muestran víctimas de un engaño y están a la espera de una estocada final para huir del barco. Sergio Massa asumirá su rol opositor activo cuando la pasividad deje de rendirle frutos de manera gratuita. Y Elisa Carrió se sumará a otra alianza política cuando aparezca un mejor postor.
La última traición es la de la alta burguesía (si es que existe esa categoría en nuestro país). Es una traición que sucede dentro de una élite sin nacionalidad ni amores: los Rocca, los Bulgheroni, los Rattazzi se consideran a sí mismos como los exponentes de la tradición burguesa industrial local y no aceptan al clan Macri, por considerarlo “la tanada” arribista que aumentó su fortuna a costa del Estado nacional en la década del ‘80.
Tantas traiciones, tantas heridas en la red institucional, terminará por destruirla. Y ante la ausencia de un apoyo popular real sólo resta una forma de legitimidad: la violencia.
En relación a la violencia de gobierno, Cambiemos apareció en escena con un lenguaje limpio, moral, neutro. Tan solo un lenguaje. Su práctica política violenta es el cinismo, la violencia sublime, silenciosa, imposible de responder, imposible de denunciar. Las contradicciones entre discurso y realidad son palpables y duelen a los sectores populares. Pero ese cinismo es difícilmente combatible. ¿Cómo se la denuncia a Juliana Awada en “patas” cuando el Presidente nos dice que debemos hacer un esfuerzo para ahorrar gas?
Esas muestras de cinismo no son una política pública; por lo tanto, no admiten una huelga, una manifestación, un debate, sino tan solo la desesperanza de no poder hacer nada. La defensa que nos queda ante esa política violenta del gobierno es una triste burla tinellesca, tan efímera y superficial como un mensaje de hastío en las redes sociales.
Este es el segundo semestre tan prometido. Un semestre de desarticulación institucional, de inactividad popular y de resguardo en la violencia.
No es casual la anulación del Decreto Nº 436 de 1984, dictado por Raúl Alfonsín, que establecía una serie de normas entre las cuales se destaca la imposibilidad de que las Fuerzas Armadas dispongan libremente de nombramientos y cambios en el destino del personal superior. La alianza Cambiemos, con su derogación, vuelve a otorgar a las Fuerzas Armadas no sólo atribuciones para decidir ascensos, traslados y premios, sino también para legitimar su carácter corporativo, anulando el control civil y político sobre tales decisiones.
Tampoco es casual el poder simbólico demostrado en el desfile por los festejos del Bicentenario de la Independencia. Que el desfile se haya asentado sobre pilares tradicionalistas (Ejército y sector agropecuario) es sólo un dato menor. Desfilaron entre el millar de militares Aldo Rico y Emilio Nani, quien hace unos años declaró que “los derechos humanos en nuestro país siempre estuvieron en manos de terroristas”.
Menos casual es la presencia del Presidente en la Cena de Camaradería de las Fuerzas Armadas y su mensaje. Macri estableció por entonces: “Fijamos tres líneas: caminar hacia una Argentina con pobreza cero, enfrentar y derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos. En todas ellas necesitaba de las Fuerzas Armadas”. Que Macri desconozca la legislación vigente (que imposibilita a las Fuerzas Armadas involucrarse en el tema narcotráfico ya que es un tema de seguridad interior) no es lo preocupante, sino su invitación a las Fuerzas Armadas como pilar constitutivo, al indicarles que cumplen “un rol preponderante en esta nueva etapa”.
Tampoco es casual que desde la llegada de Cambiemos al gobierno se les haya otorgado a 50 presos por delitos de lesa humanidad prisión domiciliaria por temas de edad o de salud.
Mucho menos casual es la resolución que dispone el uso de la base de datos de la Anses desde la Secretaría de Comunicación Política; es decir, se produce una violación de los derechos a los datos personales (habeas data) para permitir al gobierno acceder a información sobre todas las personas en pos de desarrollar una estrategia comunicacional.
Son hechos que evidencian la recurrencia de Cambiemos a la violencia en momentos de resquebrajamiento de su red institucional y su escasa movilización social.
La violencia, su legitimación, será un camino posible para Macri, y él, sin duda, la usará. Por lo tanto, como dijo Prat Gay (“ya hemos hecho el trabajo sucio”) sólo resta mantenerlo. Por un lado: hambre, pobreza y desempleo. Enfrente: balas, escudos y represión.
Éste es un escenario posible, pero no el peor. Todos los aliados que han sido ampliamente beneficiados por el macrismo lo han traicionado o están en camino a hacerlo; resta saber qué hará otro actor privilegiado por Cambiemos: las Fuerzas Armadas. Es posible que se envalentonen, que el empoderamiento que Macri está haciendo de ellas les haga creer que tienen un aval social para su accionar y que, como dijo Étienne de La Boétie, nos olvidemos de nuestra libertad y ganemos nuestra servidumbre.
*Por Ezequiel Ivanis para Revista NAN