La comunidad desollada
A la vera de avenidas donde se publicitan la persecusión de los delitos y los gramos de droga incautados por minuto, la precariedad y el narcogobierno de los territorios delinean un nuevo modo de violencia hacia las mujeres jóvenes, envolvente e inasible al mismo tiempo. Entre el encierro que pretende protegerlas y las promesas que burbujean en los luminosos chats de Facebook, las pibas se pierden. Y luego vuelven, silenciosas. Por Juan Pablo Hudson.
Rosmary (15 años)
Aceptó y la pantalla del celular se partió en dos mitades simétricas: en el lado derecho se encontró a ella misma mirando a cámara, vestida con un short y una remera blanca que le llegaba hasta un poco antes del ombligo; una selfie sacada en un baño. A la izquierda, dividida por una raya blanca, se veía a una chica algo robusta, de un parecido llamativo, desnuda.
En medio de palpitaciones, encontró un nuevo mensaje de Lichi Liber Romiiiro, el perfil con el que se escribía desde hacía meses y con el que había intercambiado algunas fotos: “PASA VIDEO O PONGO LA FOTOS TUYAS EN TODA LA ESCUELA PUTA DE MIERDA HABLA AHORAAA”. El día anterior le habían vuelto a robar a Gladis, su mamá, a pocas cuadras de la casa en la que vivían en la villa 1.11.14 del Bajo Flores. Era la décima vez que le choreaban en un lapso de tiempo muy corto, coincidente con el recrudecimiento de las amenazas. Ella se sentía responsable.
Un rato después llegaron nuevos mensajes:
Lichi Liber Romiiiro: RESPONDE LA CONCHA DE LA LORAAA O SE RE PUDREEEEEE
Rosmary : …
Lichi Liber Romiiiro: NO QUISISTE ASER LO QUE QUERIA AHORA TE VAS A CAGAR
Rosmary: ….
Lichi Liber Romiiiro: NO TE OLVIDES QUE MUY PRONTO VAMOS A DEJARLE UN TIROO A UNO DE TU FAMILIAAA NO LO OLVIDES TODOO SE PUDRIOOO
Rosmary: …
Lichi Liber Romiiiro: TU VIEJAA VA A APARESER MUERTITA FRENTE A TU CASA CUANDO VUELVA DE TRABAJO ELLA TAMBIÉN PUTA COMO VOZ. RESPONDE CONCHA TUYA HOY PORQUE MAÑANA LE DAMOS
Rosmary bloqueó el contacto y apagó el teléfono. Pocas horas después retornaron las amenazas desde otro perfil.
Lincy (13 años)
Vive en el Bajo y estudia en un colegio de Caballito. Un sábado de octubre de 2015, sus padres llegaron al local de una organización social para denunciar que estaba desaparecida. Los acompañaban las mamás de Miriam, Josefina y Priscilla, tres adolescentes (13, 12, 13) que habían padecido acosos por Facebook desde los mismos perfiles. Priscilla sufrió también un intento de secuestro en las inmediaciones de la cancha de San Lorenzo.
El último dato que tenían sobre Lincy era que había asistido a clases pero no había vuelto. Los padres hicieron la denuncia en la comisaría 34 y se organizó un corte en la Avenida Varela y Perito Moreno impulsado por la recientemente creada Red de Docentes, Familiares y Organizaciones del Bajo Flores (Red).
La iniciativa surgió de los maestros del distrito 19, quienes comenzaron a recibir relatos sobre casos de seducción, amenazas y chantaje a través de las redes sociales contra preadolescentes de nacionalidad boliviana, a las que se sumaban unas raras desapariciones transitorias de algunas de ellas. Cuando los policías les enrostraron con desgano que debían esperar cinco días para que se considerara una desaparición, los padres salieron a pegar carteles con la imagen de Lincy y teléfonos de contacto.
Por la noche, la Red se congregó en la comisaría 34 pero los familiares solo obtuvieron malos tratos. Hizo falta que presionara el Ministerio de Seguridad de la Nación para que el comisario pusiera en marcha los protocolos de búsqueda. Se realizaron acciones en la puerta de la Escuela Normal N° 4 y en la fiscalía de Pompeya ante la explícita falta de voluntad del fiscal Adrián Giménez, responsable de la investigación. Giménez difundió un temerario comunicado en el que afirmaba que no había “conexión alguna entre la desaparición de la niña y una posible captación con fines sexuales”.
Se redobló entonces la convocatoria a los medios de comunicación, legisladores y políticos. Tras once días de búsqueda por parte de los familiares directos y la Red, Lincy apareció con vida el dos de noviembre en una plaza en Flores. La localizaron efectivos de la Brigada de Cibercrimen de la Policía Metropolitana. Sin darle aviso a sus padres, fue trasladada a la fiscalía de Pompeya. Allí, un atribulado fiscal Giménez minimizó lo ocurrido como un problema intrafamiliar.
Desde entonces la chica mantiene silencio sobre lo ocurrido durante los días que estuvo desaparecida; los pocos datos sueltos que sus padres la escucharon decir dan cuenta de traslados permanentes hacia diferentes localidades, abusos sexuales y consumo de drogas. Hoy Lincy asiste a la escuela y el resto del día permanece encerrada en su casa.
El taller y el robot
Rosmary nació hace quince años en La Paz, Bolivia. Llegó a la Argentina hace cinco con su madre Gladis y dos hermanos menores. Huían de un padre que golpeaba ferozmente a su mamá. Una tarde de lluvia llegaron a la estación Liniers con un solo dato: una tía que vivía en una zona llamada Bajo Flores. Después de consultarle a otros paisanos, alguien le avisó que podían guiarlos. Llegaron a los laberínticos pasillos atiborrados de edificaciones de entre tres y cinco pisos y empezaron a preguntar por la tía. De casualidad ingresaron en la manzana correcta. Pero a las pocas semanas llegó el padre con el objetivo de recuperar a esa mujer a la que sometía sin descanso.
Gladis, apabullada por la situación económica, aceptó reiniciar una convivencia. Entraron a trabajar juntos como ayudantes en un taller textil de 7 a 21. La paga era exigua (800 pesos) pero él la quería cerca. Como no tenían con quién dejar a los hijos, les preparaban la comida bien temprano y los encerraban hasta la noche en la habitación que alquilaban. Las agobiantes condiciones laborales se complementaban con el severo control que ejercía su marido. Ni siquiera la dejaba hablar de cuestiones laborales con los compañeros.
Aquejada por fuertes dolores lumbares, Gladis logró salirse del doble asedio patronal y marital. Supo de la venta callejera en la avenida Avellaneda y se animó a confeccionar ropa para bebé con una amiga. Al poco tiempo visitaron la feria La Salada creyendo que podían vender sus productos sin permiso.
Le sacaron la mercadería y zafaron de una golpiza entre varios matones. Pero Gladis no se amilanó. Rosmary solía acompañarla los sábados en su labor como mantera. Una tarde, encontró un cartelito precario que anunciaba un taller de plomería y otro de informática. Se anotó en los dos cursos. Su marido continuaba en el taller. Cada jornada a las veinte debía esperarlo con la cena sin cometer ningún error en la combinación de los ingredientes.
El entusiasmo con los cursos fue instantáneo. El Movimiento Popular La Dignidad (MPLD) organizaba el taller de plomería. Gladis empezó a sumarse a los acampes y a todo tipo de actividades que la sacaran de su casa. A fuerza de compromiso se ganó el pronto respeto de los militantes, quienes le ofrecieron un puesto como cooperativista. Esa tarde se emocionó hasta que recordó que la esperaba su marido. “Tú no tienes que estar ahí, si lo haces tendrás consecuencias conmigo, decide lo que vas a hacer pero ya sabes lo que pienso”, le advirtió.
Al otro día, Gladis presentó igual los papeles y se sumó a un curso de capacitación como formadora en educación que le permitió ingresar tiempo después a un jardín de infantes comunitario. Cuando volvía cargada de La Salada, unos albañiles solían ayudarla a subir la mercadería al quinto piso en donde vivía. Cuando a su marido le llegaron rumores infundados, la encerró con sus hijos, le pegó con saña y quiso apuñalarla. Rosmary logró escapar a través de una ventana para llamar a tiempo a un tío. Abandonaron la vivienda con lo puesto y presentaron junto al MPLD una denuncia para restringir cualquier acercarmiento. Fue la última vez que padeció al padre de sus hijos.
Redes y telarañas
Al conocer los primeros casos en su clase de séptimo grado, Gonzalo reunió a las alumnas. Allí supo que la mayoría de ellas -al menos quince- habían recibido mensajes extraños por Facebook. “Me parece que hay una primera tanda de envíos al boleo a la espera de que algunas se enganchen, quizás las más vulnerables en términos familiares o por otros motivos. En esa reunión algunas me dijeron que respondieron y otras que no y que incluso bloquearon los perfiles. No todas tenían miedo, pero algunas estaban muy intranquilas, con temor a transitar por la villa solas”, relata el profe.
La modalidad tiene un patrón en común: pedidos de admisión desde cuentas truchas, coincidentes en todos los casos, según consta en las causas judiciales, habitualmente con fotos de perfil en donde se ve a adolescentes atractivos; una vez admitidos, empieza el envío de mensajes ingenuos de manera paciente pero constante. En algún momento de ese vínculo virtual aparecen las amenazas para que envíen fotos en donde se las vea desnudas o videos manteniendo sexo; las extorsiones incluyen datos sobre sus familias y recorridos.
En otros casos, los diálogos apuntan a que abandonen los hogares para iniciar su vida en otra parte. La Red contabiliza al menos 16 casos entre octubre de 2015 y julio de 2016 que involucran a preadolescentes de entre once y quince años, aunque suponen muchos más. El director de un centro de salud del Bajo Flores remarca la edad de las chicas y sus aspectos y formas marcadamente aniñadas. “Se meten con lo más desprotegido, con lo más vulnerable”, afirma y establece diferencias con otras pibas un poco más grandes, que asisten a los llamados “boliches de Bonorino” que también suelen desaparecer durante días.
En el caso de las preadolescentes, Lincy reapareció en una Plaza en Flores, Agustina se despertó confundida cerca de Plaza Miserere, Gabriela fue entregada en la propia villa, Laura en su casa y Elizabeth en donde vive la hermana. Para Gonzalo, hasta el momento se pudieron identificar dos etapas iniciales: una, el envío masivo de mensajes por las redes sociales para iniciar conversaciones, la segunda consiste en seducirlas para que se vayan de las casas.
Desde su perspectiva habría una brumosa tercera etapa que se desconoce en su real alcance, pero enmarca estas operaciones en el avasallante dominio territorial alcanzado por los grupos narcos: un verdadero paraestado en la 1.11.14.
Las estructuras elementales de la seducción
La vida de las familias que llegan al Bajo Flores suele estar sometida a las extremas condiciones de trabajo impuestas en los talleres “legales” o clandestinos. Los hijos quedan en las viviendas durante todo el día. Pero son las chicas quienes padecen particularmente ese encierro. Su circulación por los espacios públicos se restringe o no ocurre si no es mediada por sus madres para asistir a los colegios o a eventuales talleres.
Los peligros reales del territorio se complementan con estructuras patriarcales que las someten al ámbito doméstico, muchas veces para el cuidado de los hermanos y la limpieza. Diferente es la vida de los pibes, quienes andan en grupo con mayores niveles de autonomía, construyendo sus vidas y asumiendo riesgos a cielo abierto. Pero las chicas suelen vivir entre cuatro paredes.
Cuando ese encierro ya tiñe el cotidiano, las redes sociales se transforman en la vía de escape indispensable para romper con el aislamiento. “Algo me tiene que distraer”, le decía Rosmary a Gladis cada vez que le pedía cautela con el Facebook. “Mi hija no es de salir a la calle en la villa. Siempre teníamos miedo, a menos que lo hiciera con nosotros o con sus compañeros en el colegio.
Ella disfrutaba la escuela a pleno, pero no andaba sola porque vivimos dentro de un barrio donde camina gente de todo tipo. Encima que no estoy presente porque trabajo, me daba miedo de que ella se fuera con gente mala y le pueda suceder algo. Ahí el Facebook fue importante. Empezó con los del curso y luego fue teniendo contactos que no conocía. Yo le decía ‘necesito ver quiénes son tus amigos’, pero me decía que no, que nadie hace esto acá. Me decía ‘vos no estás en Bolivia, ma’”, relata Gladis y aclara que en su país de origen la relación entre padres e hijos es más represiva.
Javiera (13 años)
“Hola, yo soy Javiera, mira, yo ya he pasado también por esto, a lo que te piden accede, si te piden ahora un video, mándalo, te va a solucionar el problema, no te niegues”. Rosmary la miró perpleja porque nadie sabía de las amenazas: “No, yo no puedo hacer eso, no voy a dar nada”. Javiera tenía dos años menos pero compartían los recreos. “Le va a pasar algo a tu mamá, mira que a mi mamá ya le pasó, la van a agarrar y la van a lastimar”, mintió (la madre vive en Bolivia). Desde aquella conversación, la niña se le acercaba a diario para que cumpliera. “Mira que él está enojado y está en peligro tu mamá, ya saben todo de ella. Filmate con algún compañero de curso y termina con esto”. “¡Qué! Estás loca, no, mis compañeros de curso no”. “Bueno, entonces él te va a mandar fotos de mayores para que elijas con quién”. “¡Con mayores no, estás mal!”.
Al día siguiente, Javiera le mostró tres alternativas de jóvenes con quien filmarse teniendo sexo. “Ellos te van a ayudar, son garantía porque los conozco, pero sácate de encima esto, una vez que lo mandes no te van a volver a molestar”, le dijo y acordaron verse a la mañana siguiente en la iglesia Itatí. Rosmary llegó puntual y quedó a la espera. En ese momento se le acercó un joven de unos 19 años y se presentó como Pipi.
Ante el nerviosismo de Rosmary, le dijo: “Javiera no ha podido venir pero yo te quiero ayudar porque si no te va a pasar lo que le pasó a ella, viste que su mamá está ahora en el hospital. No hizo caso y mira lo que le hicieron”. Después caminaron hasta la casa de Pipi.
Gabriela (12 años)
A fines de abril, Gabriela se bajó del colectivo y decidió irse de su casa. Estaba junto a Lucas, un adolescente al que había conocido hacía poco tiempo. Lucas solía insistirle con que sus padres la trataban mal y no le daban suficiente libertad. En los encuentros personales, o a través de mensajes en Facebook, le prometía comprar un auto para irse juntos a Perú, lejos de la familia, para iniciar una vida juntos.
Hay relatos que muestran cierto consentimiento o voluntad de las chicas para abandonar sus hogares. Algunas de ellas volvieron a irse poco tiempo después de haber reaparecido. Allí radica un aspecto complejo para abordar estas desapariciones temporarias, que evidencia una disconformidad con los modos de vida que se les imponen por ser mujeres, a la vez que dificulta su encuadramiento en la clásica definición de trata de personas.
El primer destino de Gabriela fue la casa de unos amigos de Lucas. Pero alguien se le acercó demasiado y ella pidió que se fueran a otro lado. La llevó a la casa de unas amigas y después directamente a la vivienda que compartía con su papá y hermanos. Para ese momento la Red empezó a movilizarse y tomó la comisaría 34. Fue la primera vez que intervino la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX) y derivó el caso a un juzgado federal. Recién ahí unos policías se acercaron con parsimonia a la casa de Lucas para buscarla.
No la encontraron pero pusieron en alerta a los narcos, quienes apretaron con dureza al padre del joven para que dejaran de circular los uniformados. Cuando lo supo, una tía se comunicó con un integrante de la Red a fin de coordinar la entrega. Recién se bajó del auto cuando supo de la presencia de Gonzalo, su ex docente en séptimo grado. Gonzalo la consideraba una alumna tranquila, siempre con buen ánimo, muy lectora.
Hablaron a solas y aceptó encontrarse con la madre. Los tres juntos fueron a radicar la denuncia. “Pero Gabrielita, dónde estabas, qué susto nos hiciste pasar, y todo por irte con tu noviecito”, le dijo al recibirla el comisario. Gonzalo lo cortó en seco: “Por favor, escuche y no de por sentada ninguna historia de antemano. Gabriela desapareció durante tres días”.
Rosmary (15 años)
Rosmary estalló una tarde después de ratearse del colegio. Tras varias horas de incertidumbre, Gladis la encontró en la casa de un amigo de la familia. “¡Y tú qué entiendes de lo que me está pasando!”, le gritó. Hacía meses que la notaba extraña y distante. Luego se desahogó a través de un relato minucioso de lo padecido en soledad durante un año. Su madre se estremeció cuando supo que la habían filmado en dos oportunidades. Se acercó al colegio pero no recibió ayuda, ni siquiera le avisaron que Rosmary faltaba en forma recurrente.
Acompañada por una organización social radicó la denuncia en la Unidad Fiscal para la Investigación de Delitos contra la Integridad Sexual de Niñas y Niños, y volvieron a la escuela. Así conocieron a Gonzalo y a otros docentes que estaban al tanto de situaciones similares. Como ya había una causa judicial en curso que incluía tres casos, Gladis sumó la denuncia de su hija para crear conexidad.
Las presentaciones cayeron en la Fiscalía de Pompeya, convertida en un agujero negro para este tipo de causas que afectan a chicas bolivianas. Se solicitaron medidas de protección para todas las afectadas. Desde el Ministerio de Seguridad se les facilitó el botón antipánico a dos de las familias; la tercera se negó por miedo al dueño del lugar en donde alquilaban. Después de denunciar a su ex marido, Gladis contaba con el botón de la Policía Metropolitana, que es portátil y no requiere instalación en el hogar como los otros.
La diferencia no es menor: una de las madres tuvo que devolverlo después de que los transeros amenazaran de muerte a la dueña de la edificación si no lo quitaban.
Las mudas
Con la excepción de Rosmary y Gabriela, las niñas y adolescentes no comparten con los adultos lo que les pasó. Mantienen un silencio hermético. ¿Por qué no hablan?
Carmen, docente integrante de la Red, dice que “no lo hacen porque conocen muy bien la impunidad de la que gozan las bandas criminales del barrio. Estas organizaciones son demasiado grandes y ellas lo saben”.
Habría entonces una aguda lectura de las preadolescentes sobre los alcances de este nuevo tipo de violencia territorial que las incluye. Las opciones se limitan a un silencio solitario y lánguido, angustiante, o la incorporación al mundo que proponen las empresas criminales. La Comisión Investigadora de la Violencia en los Territorios sugiere: “Son situaciones traumáticas, dolorosas y vergonzantes. Se suma que ellas se sienten amenazadas y vigiladas. Pero también es indispensable preguntarse por el vínculo entre estas adolescentes y los adultos, ya sean los padres, las organizaciones sociales o las escuelas.
Estamos frente una fractura generacional profunda. El silencio general de las chicas parece cuestionar el lugar de los mayores cercanos como interlocutores válidos para tramitar lo que vivieron. Habría una desconexión y una desconfianza en la capacidad real que tienen los saberes y experiencias acumuladas por la sociedad, sean estatales, militantes o religiosas, para comprender sus deseos y para intervenir en estas situaciones en las que está en juego su cuerpo, su libertad y en última instancia la vida”.
Manzanas prohibidas
“Nosotros fuimos averiguando que hay una inteligente explotación de los menores, como el caso de Javiera. Con ella ya no es necesario que la amenacen porque para la niña es un trabajo. Es fácil: tú jalas gente y yo te pago. Y a esa edad que las chicas necesitan dinero para vestirse, joda, y sus papás no se lo dan, porque no tenemos o porque no se acostumbra en mi comunidad”, explica una madre.
El rol de estos (pre)adolescentes que se ocupan de la seducción y presión es clave. Pero las chicas se niegan a denunciarlos, bajo el argumento de que tienen su misma edad y se conocen de la villa. Los docentes y activistas de la zona no saben cómo clasificar a este tipo de captadores.
Para Georgina, miembro de la Red, habría un objetivo más bien pedagógico, es decir, un intento por doblegar y preparar a las menores para que en un futuro cercano estén predispuestas al trabajo sexual o a otros sin mayores resistencias. Carmen tampoco encuentra objetivos económicos detrás de estos hechos, más bien considera que las organizaciones criminales hacen ostentación de su control territorial a través de los cuerpos de las chicas.
Alejandra, vecina del Bajo, cree que la vida propuesta por el narco se transforma para las jóvenes en una vía posible para escapar de la esclavitud que padecen (o padecerán) en los talleres clandestinos; solo que pronto descubren un nuevo tipo de sometimiento. Hace poco divisó a Laura, otra de las chicas reaparecida recientemente, dando vueltas por uno de los sectores más peligrosos. “Los narcos tienen matiné, boliches, pool, flipper, encuentras cualquier tipo de objeto electrónico, hay motos, lo que sea, porque hay piratas del asfalto también. Es un mundo muy atractivo para las niñas y niños”.
Para Alejandra es una agotadora labor cotidiana limitar los movimientos de sus hijos para que no ingresen por propia voluntad a esas manzanas a las que califica como “los shoppings”. Su hija de trece le suele insistir para ir al pool o a la matiné porque está aburrida; uno de sus hijos, de 15, obsesionado con las motos, sueña con ser soldadito en una esquina porque evalúa que es la forma más fácil de conseguir dinero. “Tengo que estar todo el día detrás de ellos, impidiéndole que salgan de la casa o de nuestro pasillo porque se van para allá. En el caso de las familias bolivianas es más difícil porque como trabajan las 24 horas en los talleres no tienen posibilidades de controlar a sus hijas”, relata.
La Comisión Investigadora de la Violencia en los Territorios arriesga que estamos ante el intento por imponer una nueva modalidad de gobierno del cuerpo femenino en las periferias. Este particular lenguaje de poderes clandestinos pero con capacidad de regulación, combina la violencia extorsiva y una seductora ostentación material para capturar el cuerpo de las chicas, al tiempo que emite señales, órdenes y valores hacia familiares, vecinos, autoridades y militantes.
Si esto fuera cierto, ya no alcanza con exigir al Estado el desmantelamiento de las redes de trata y/o pornografía infantil, pues habrá que aprender a luchar contra una metodología más compleja de poder territorial en la que el dominio del cuerpo femenino se ha convertido en una cuestión neurálgica.
Por Juan Pablo Hudson, para Revista Crisis. Fotografía: Mayra Martell.