Agnóstico de tiempo completo
Cuando Mario Vargas Llosa se presentó para la presidencia en Perú, en 1990, los hechos reseñables son que ganó la primera vuelta con el doble de votos que Alberto Fujimori, y que esa relación se iba a invertir en la segunda vuelta, donde Fujimori dobló los votos del escritor y se quedó con el Ejecutivo.
Esos datos se encuentran en Wikipedia, y no dicen nada interesante a un tipo que trafica con palabras, un escritor. Sí resulta atractivo, para esta clase de traficantes de ficción, un mínimo fragmento de “El pez en el agua”, ensayo en que recuerda, entre otras cosas, su campaña por la presidencia. Allí, quien, desde 2011 ostenta el título de Marqués de Vargas Llosa, bendecido por Juan Carlos I de España, muestra su desconcierto porque los peruanos, nos repetimos, entre otras cosas, no entendieron que fuera agnóstico. Con lo que la referencia del pez en el agua, rescatada de Mao y, a su vez, rescatada de chinos milenarios, se queda seca, por no decir que hace agua, o que el pez no está en el agua que le corresponde. A ver.
Vargas Llosa refiere su perplejidad ante la incomprensión, pero no se toma el trabajo, en ese ensayo, de incluir una línea que explique qué es el agnosticismo. Probablemente da por sentado que los lectores de su libro, que no son quienes no lo comprendieron, a él, candidato y agnóstico, no necesitan que les expliquen qué es el agnosticismo. Categoría que tampoco explicaremos en esta nota porque damos por sentado no que los lectores saben de qué se trata, sino que tienen Google para consultarlo al toque. En todo caso no es eso lo que importa, sino la ausencia de vinculación verbal entre un político y quienes dice representar.
Si hacemos un salto en el tiempo hasta los últimos cinco años de la vida política argentina tropezamos con una variante del incomprendido agnosticismo de Vargas Llosa, el vocablo que parecía una obligatoria marca de fábrica del kirchnerismo y sus vecinos: empoderamiento. No había dirigente que se propusiera parecerlo que no descerrajara lo del empoderamiento en sus discursos, charlas o entrevistas. Para este escriba, que regresaba luego de una década fuera del país, el “palabro” lo obligó a una investigación para saber qué quería decir, lo que trajo la otra pregunta ¿quién lo entiende? La respuesta, en los sectores populares, y en el mejor de los casos, se resumía en agarrar la manija por cuenta propia y no esperar que los Reyes Magos te resuelvan la vida. Si esa aproximación era ajustada ¿para qué complicar las cosas chamullando de empoderamiento?
La navaja de Ockham indica el camino más directo hacia una explicación: las jergas compartidas identifican a los grupos aportando identidad y pertenencia, lo que siempre significa el reconocimiento dentro del grupo, aunque fuera de él no se comprendan esas variantes idiomáticas. Para cerrar el círculo, faltaría que alguno de aquellos proclamadores del empoderamiento argumente que Mauricio Macri es presidente porque los argentinos no entendieron que deberían empoderarse. ¿Lo qué? diría un votante estilo Nini Marshall.
En rigor, debería señalar que lo peor no son las jergas indentitarias, sino la adopción de categorías por lo menos frágiles y esquemáticas que, además de entenderse difícilmente, son enunciadas como verdades sin equívoco. Entiendo que, a la hora de las barricadas, todo vale, pero sería saludable que quienes se piensan militantes también piensen lo que dicen; a más de preguntarse qué es lo que entiende su interlocutor. Un ejemplo, para no irnos por las ramas.
Hoy, en los foros de encuentro, virtuales y no virtuales, la oposición al actual gobierno esgrime un fantasma, la “década del 90”. Designando con ese título la etapa en que el neoliberalismo puso al país al borde de la extinción, se critica, y con razón, las políticas sociales y económicas del macrismo. Pero, que haya razones no justifica una simplificación, por no decir una falsía, porque cuando alguien cita la década del 90 elude la realidad, que un par de referencias básicas dibujan sin lugar a dudas.
La mayor parte de esa etapa fue ocupada por Carlos Menen -1989/ 1999- y un cachito así, cuando ya estaba todo podrido, por Fernando de la Rua -diciembre del 99 a diciembre de 2001-, que no podía hacer nada, y me es difícil creer que pueda hacer algo, en cualquier terreno. Las políticas económicas, incluyendo entre otras la paridad cambiaria, que obligaba a subvencionar el peso y no la producción -alimentando la bicicleta financiera- se aplicaron durante la égida de Menem. Incluyamos la privatización de bienes del Estado, es decir de todos, a precio de regalo. Menem fue un presidente que no estuvo solo, porque lo acompañó el establishment de derecha -el mismo que hoy apoya a Macri- la inmensa mayoría de su partido y nueve de cada diez dirigentes sindicales. Esta afirmación tiene una demostración fáctica. A pesar de haber ido en contra de las tres banderas tradicionales y básicas del peronismo, Carlos Menem no ha sido expulsado de su partido. Ese es un botón que no se quiere apretar porque los que quedarían afuera son una chorrera.
Escuchar la denostación de la década del 90 en boca de militantes del campo popular, con una agregada referencia al cuco de la Alianza, coloca el discurso en el terreno de la subjetividad más irracional y alimenta una argumentación de una debilidad flagrante. No se puede hablar seriamente de la década del 90 sin hacerse cargo de sus protagonistas. Me temo que se vea como natural que, más adelante, cuando la siempre coherente clase media vuelva a votar en contra de sus propios intereses, alguien se justifique diciendo, como Vargas Llosa, no me entendieron cuando dije década, cuando dije empoderar, cuando dije agnóstico.
Es cierto que lo que parece y no necesariamente lo que es, gobierna nuestras vidas y construye hasta nuestra identidad. Durante una buena parte de la Edad Media se vivió lo que los eruditos llaman “la invención de la reliquia”. No era imaginable que una iglesia fuera importante si no tenía, por lo menos, una astilla de la cruz de Cristo. Esa astilla convocaba a los fieles y en ella confiaban sus pesares. Que la suma de todas las astillas que andaba por ahí alcanzara el volumen de un bosque era lo de menos. ¿Quién que no sea un hereje va a cuestionar la santidad de las reliquias? Al fin, como la ficción es tan poderosa como lo real, con un par de datos trataré de bocetar nuestra esencia ficcional. Una manera descarnada, y descarada, de describir el ser nacional.
Ante Plaza de Mayo está el Cabildo. ¿Está? El original, con techo de paja y probablemente de ladrillo crudo, se quemó hace media Historia. De allí en más fue reconstruido en estilo italiano, francés, rococó, etc, hasta terminar copiado de un cuadro de Ceferino Carnacini, que no pudo verlo como era porque nació a fin del siglo XIX. Singularmente, en el cuadro de Carnacini, inspirador del cabildo trucho, o no había pueblo o sobran paraguas, artefactos que eran cosa de ricos. Como anécdota repetida se recuerda, de aquel sacrosanto 25 de mayo, la militancia -que no era grasa porque los próceres nunca son grasa- de dos personajes. Los pibes aprenden que Domingo French y Antonio Luis Beruti repartían cintas celestes y blancas, cuando, según quién, parece que eran solo blancas, o rojo jacobino, o blancas y verdes, preanunciando el simbolismo unitario. Con lo que, las ilustrativas excursiones de escolares a ese monumento nacional los aventuran en la ficción, en la imaginación, tal vez para que se vayan acostumbrando a que todo lo que nos han enseñado puede ser un cuento chino, y que, casi siempre, cuando se dice una cosa se está diciendo otra, que probablemente no es lo que uno entiende.
Entre que parece que tenemos problemas para entendernos en una lengua común -donde el pan se llame pan- y la tendencia a fabular los hechos y las personas, se me ocurre que la Historia, los libros de Historia, son una rama de la ficción no suficientemente apreciada. Hasta en eso se puede ser agnóstico.
Por Raúl Argemí, para La Tecla Eñe