Murió «El Ñato» pero no el paradigma
No se trata de patearlo en el piso ahora, ya muerto. Tampoco de rendirle honores de ninguna especie, por supuesto.
La muerte es muy democrática, por cierto, pero no produce el milagro de cambiar lo que fue la vida, la práctica, la conducta de alguien que en su mocedad proclamó a los cuatro vientos un jugado compromiso con la revolución y en los hechos acabó su existencia como un “auténtico” contrarevolucionario, odiado por muchísimas y muchísimos de quienes unas décadas atrás, le respetaron y hasta admiraron, y reverenciado, muy luego, por algunas y algunos de quienes le habían odiado como expresión de rebeldía revolucionaria ante la explotación y la opresión.
El que ha muerto esta madrugada, es “El Ñato”, pero lo que no ha muerto esta madrugada es una práctica, una conducta, un paradigma de “militante” o “luchador social”. Que, pese a autoproclamaciones y verdaderos ríos de tinta y fraseología portentosamente “revolucionaria”, es movido sustancialmente por una concepción del mundo y de sí mismo en él, fundada en premisas culturales amasadas a lo largo de centenares de años de dominación esclavista-feudal-burguesa, que han podido afianzar y extender la idea necia pero altamente peligrosa, de que la historia la conciben y la planifican “mentes brillantes” y la concretan masivamente una inacabable pléyade de seres provistos únicamente de voluntad, orientados por la superior intelectualidad de los “cráneos”.
Ha muerto “El Ñato”, pero no la subideología burguesa que postula y desarrolla el elitismo iluminado como “motor” de la historia, tanto dá si en un sentido supuestamente revolucionario o sencillamente a-histórico y antagónico con las ideas de liberación y creación de una humanidad efectivamente “nueva”, erigida sobre relaciones sociales absolutamente despojadas de cualquier forma de la dominación de unos seres humanos sobre otros seres humanos.
Ha muerto una persona, pero sigue en pié un conjunto de parámetros o mojones ideológicos que explican la forma de ser de individuos y grupos de individuos que dos por tres mueren como cualquier mortal (no solamente entre los uruguayos, obviamente), para los que “lo más natural” y “necesario” es que haya quienes se dediquen el día entero (desde el yo o desde el partido, o desde el Estado y hasta desde la pequeña organización social o sindical, o, si cuadra, desde la clandestinidad enfierrada) a pensar, diseñar, ordenar y administrar la “gestión” del devenir social, o, dicho de otro modo, la dirección “correcta” de la lucha de clases.
Las ideas y las conductas esencialmente contrarevolucionarias, no mueren así nomás, pero la mirada atenta, la desconfianza organizada, la presunción intuitiva que detecta rasgos de individualismos “caudillescos” o semejantes, irán contribuyendo a disminuir o neutralizar el daño potencial de un individualismo elitizado que parece inderrotable a lo largo de siglos y siglos y que ha incidido notablemente en magistrales retrocesos posteriores a gigantescas y heroicas agitaciones sociales que cambiaron radicalmente el curso histórico universal.
La muerte de Eleuterio Fernández Huidobro es el punto culminante de un pequeño drama de nuestro tiempo y “nuestro barrio”, patético, triste, espantosamente autocondenatorio, al que cabalmente no puede considerársele “apostasía”, porque es su propia naturaleza la que nos muestra que no ha habido inconsecuencia o renunciamiento, sino que lo que ha habido ha sido una realidad que a la corta o a la larga va acomodando las sandías en el carro, aunque algunas de ellas por ahora sigan invisibilizadas por las más notorias y pesadas del complejo y retorcido universo de las tragicómicas “mentes brillantes” que con bastante abundancia y permanencia es capaz de producir la fantástica maquinaria de pudrición humana que es el sistema capitalista.
Lo que sí hay que agradecerle a “El Ñato”, es su indiscutible transparencia, su patológica sinceridad en una época en la que los fascistas siguen haciendo terrorismo continuado, no tan sólo de motus propio, sino como generoso servicio a la clase que les dió la orden de encarcelar, torturar, matar y desaparecer al pueblo trabajador con absoluta autonomía “táctica” y la garantía muy relativa de que no habría juicio y castigo ni verdad y justicia.
Hay que agradecerle su manera peculiarísima de mostrarnos, muy a su pesar, que la lucha de clases no se termina con un golpe de Estado ni con una “reapertura democrática” de puertas abiertas a caducos “mariscales de derrotas”, derrotados por el desprecio popular en lento pero seguro andar.
Por Gabriel -Saracho- Carbajales.