Ni pizza ni champán
«Si la revolución se hace de mañana, no cuenten conmigo»
Silvio Frondizi.
Sylvina Walger, otrora montoneril y sentimental militante setentera, resultaba entonces una mujer entrañable. Pululaba, no sin cierta pompa, por los programas de la maravillosa televisión noventista, exhibiendo en aquellos venturosos años, su libro estrella. Pizza con Champán, con prólogo del inefable Joaquinsito Morales Solá, recreaba con algo de sorna y un cacho de rigor, la festichola que vivíamos en los tiempos de El Carlo. La autora, para que negarlo, tenía una manifiesta y módica anidmadversión por el tiempo de Ski Ranch y Rodizio, y, francamente, al Diego, a Coppola, a Charly y al camarada Carlos Vladimiro Corach no podía verlos ni en pintura.
Confieso que, en el biombo de votación durante el ya pretérito 22 de noviembre de 2015, la recordé, a Doña Silvina, con cierta gracia. Fue, claro, antes de colocar – quizás siguiendo los constantes llamados del Partido Comunista Revolucionario (PCR) al voto en blanco como evidente actitud revolucionaria – un salamín en el sobre de votación. Y es que, frente a mis pequeñoburgueses ojos, aparecían, lacerantes y venenosas, las boletas del Compañero Lancha Scioli y la de Don Mauricio. Como yo ya había ganado votando a nuestra intrascendente socialdemocracia, decidí que todo me importaba discretamente un pepino. Que, si total nos iban a romper el culo – algo que, por otra parte ya nos venían haciendo-, la anestesia del gradualismo se podía ir moderadamente al carajo.
Con evidentes actitudes de purismo izquierdoso – el mismo que me había llevado a rechazar el “país en serio” que en 2003 nos ofrecía el compañero Kirchner, pero que me había colocado en las puertas de la Facultad de Derecho para escuchar al camarada Fidel – salí del cuarto oscuro hecho un tigre, con el pecho inflado y dispuesto a disfrutar, con algo de culpa y un poco de placer, el nuevo tiempo de una Argentina que me colocaría, ya sin tantos complejos, en la oposición progre y sentimental. Imaginaba, en mi pueril candor, que volvía la fiesta. Pero no. Minga. Un carajo. La revolución de la alegría no traía a Samantha y a Natalia, sino a Aranguren y a Sturzeneger.
Vilma Ripoll y Cacho Bidonde, trotskistas tan exóticos como entrañables, habían, claro, intentado convencernos, video mediante, de que los tres candidatos – porque estaba también el tigrense – eran los hijos dilectos del patilludo líder que había guiado a nuestra endeble patria durante el incómodo noventismo. Con semejante alerta del peligro, pensaba la querida Vilma, la ciudadanía optaría por ella o, en su defecto, por el camarada Nicolás del Caño, otro inefable rebelde de la IV Internacional. Pero el análisis – del menemismo de los tres – resultaba francamente pobre. Y es que, el ganador, a saber el Presidente Mau – tal como lo apodó la diva -, bien podía plantear un gobierno de ajuste, con liberales conchetos y rapaces CEOs dispuestos a todo pero, al menos en este aciago principio, en este segundo semestre en el que no llueven las inversiones ni la felicidad ni ninguna otra cosa que no sea estrictamente agua, no hay fiesta. Y menemismo sin fiesta no es menemismo.
Acertaban, quizás, con Daniel Scioli, kirchnerista poco sincero, que probablemente, nos deleitaría hoy, banda presidencial bien colocada, con homenajes al estimado Jorge Luis Borges interpretadas por Ricardo Montaner cantando el poema conjetural. O, acaso, con celebraciones del bicentenario de la Patria animadas por los Pimpinela y ventas de chorizos al paso, producidos integralmente por el Rey de la Carne, Don Alberto Samid. Pero no, el tipo se quedó ahí, a un puntito, a pasitos de la estación de llegada, aunque Moria, diva nacional y popular creía, en el bunker del competidor de lanchas, que estaba a punto de vivir un orgasmo. Se lo cagaron, quizás, por primera vez.
Los kirchneristas sensibles – que lamentan, con rigor de luto, el revoleo de bolsos en conventos – intentan, hasta hoy nomás, convencer al cronista de la evidente falsedad de la que también quería convencerlo Doña Dilma. Loco, Macri es Menem – me decía ayer uno, tristón que resiste ya casi sin aguante. No podía, claro, quitarle la errática idea a mi amigo porque, al fin y al cabo, el tipo es un crédulo cualquiera, buen muchacho, 12 años de militancia genuina y, creanmeló, desinteresada. Un equivocado con derecho que bancó el proyecto hasta el final y que, seguramente, lo seguirá bancando. Un tipo que enternece y al que, en su momento, daban unas irresistibles ganas de acompañar. Me vi, sin embargo, en la obligación de contradecirlo.
– No, Santiago, Macri no es Menem – le dije, sin más acotaciones. Y él, claro, se calentó. – Anda a cagar, ¿vos de que lado estás? ¿Con la jefa o con los que hambrean al pueblo? – me enrostró telefónicamente en la jeta.
Recordé, entonces, porque no había sido kirchnerista. E intenté, denodadamente, explicarme, tubo mediante, leyendole un extracto de una proverbial nota de Ernesto Semán publicada en una revista virtual de igualmente virtual incidencia.
Macri va tallando, con las herramientas del pragmatismo (…) una identidad que lo habilita a imaginar un proyecto hegemónico: el de una Argentina para todos en las que una enorme mayoría pueda estar definitiva pero legítimamente sometida. Desde un lugar opuesto y más efectivo, Macri retoma (…) los debates de la izquierda socialista de los ’80 que llamaban a concebir (o resignarse a) la compatibilidad entre capitalismo y democracia.
– ¿De qué mierda hablas pelotudo? – me contestó mi amigo, visiblemente ofuscado. La quieren meter presa a Cristina, nos rompen el orto, no entiendo una mierda de lo que me leés. Hay que salir a la calle.
Intenté, entonces, agarrar por otro lado. Hablarle, por ejemplo, de la correlación de fuerzas, de la acumulación del capital, o de alguna boludez semejante. Le marcaba, para decirlo clarito, diferencias de época. Que los noventa no eran como ahora. Y, cada tanto, le tiraba una canchereada de Gramsci, para hacerme el culto. Pero él, por supuesto, me mandó al carajo.
– Mira loco, a mi tía Delia le llegó la factura del gas y le rompieron el orto. Contame que dijo Gramsci. Este wacho es como Menem.
Me quedaban, ya, pocas alternativas de convencimiento. Y agarré, otra vez, para el lado de los tomates. Prendí un pucho y, para hacerme el bacan, me serví un whisky – pero solo tenía Criadores – y, mientras escuchaba la perorata triste y nostalgiosa de mi jauretchiano amigo, pregenié explicaciones más sencillas.
A ver si me entendés. ¿Donde carajo están Samantha y Natalia? ¿Y la Ferrari? ¿Y Federico Klemm? ¿Y Moisés Ikonicoff? Y, para cuando quise mencionar a Giordano, mi amigo ya no es que me hubiera mandado a la mierda, sino que me había dejado con el tuuu tuuuu tuuuuu del enérgico cuelgue.
El menemismo, quería decirle, era, indiscutiblemente, una fiesta. Para pocos, claro, pero una fiesta. La había traído eé, el mismo Carlitos, desde La Rioja, donde ya como gobernador había disfrutado de eróticas sentadas de la hoy evangelista Yuyito González que, por entonces, actuaba en la compañía del idolatrado Tristán. Nuestro patilludo caudillo se fotografiaba con Susana y con Arnaldo André, y presagiaba que nuestro ascenso a los cielos de la modernidad neoliberal se haría a base del Tiempo Nuevo propuesto por Berni Neudstadt y del maravilloso mundo de Ante Garmaz.
¡Ah! Quien pudiera recordar a Aschira, la bruja del Carlos, y aquella tele en la que Lía Salgado, la Julia Roberts Argentina, inauguraba los talk shaws, o en la que el Teto Medina cantaba inconfundibles temasos como Mi chica de humo. Eran años de lógico espíritu contradictorio en los que, hasta Jorge Altamira participaba presentando sus proletarias propuestas en A la cama con Moria. Años en los que nos deleitabamos con las visitas estelares de Luis Miguel y Ricky Martin, con un Diego que desbarrancaba, con un Maurito Viale que se cagaba a piñas con Samid, con un Feliz Domingo de Soldán y con el eterno Gerardo que demostraba su inconmensurable capacidad para cortar una manzana mientras exhibía el culo de sus profesionales asistentes.
Aquella fiesta habilitaba, por supuesto, el destartalado mecanismo de la resistencia sin aguante. Nuestros padres – o quizás ustedes, lectores de cuarenta o cincuenta – levantaban ejemplares de Página 12 como estandarte hacia la victoria, cual si se tratase del ¿Qué hacer? del camarada Lenin. Mostraban, en una total falta de sintonía con el espíritu de época, alguna nota del gordo Soriano y esgrimían como bandera las columnas del Perro Verbitsky.
Era difícil, claro, resistir. Solo les quedaba, que garrón, El refugio de la cultura de Osvaldito Quiroga (aunque no recuerdo bien si estaba al aire) o El cine que nos mira de Carlos Morelli. Viendo un VHS de Página 30, de esos de Godard o Rossellini, se sentían menos solos. Vanguardistas en una época que, no lo entendían, proponía una verdadera vanguardia. Nosotros eramos, evidentemente, parte del problema. Porque eramos pibes. Y claro, nos gustaban Videomatch y Tribuna Caliente, mientras a ellos, a los padres queridos, les resultaba mejor resistir con el otrora progresista Lanata, los Domingos a la noche, o acaso escuchar a Fito, porque a Charly – que se abrazaba con el Carlos – ya no lo podían ni ver.
Estaban solos. Muy solos. Frente a la burla y la risa general, les habían cambiado la mano. Y aunque eran la retaguardia de un avance imparable, eran también los que denunciaban todo: los recortes de la Susana Decibe, eximia Ministra de Educación, que con sus tijeras podaba la Universidad pública como una ligustrina. Los que gritoneaban contra la impunidad de los milicos y los que se escandalizaban con el hijoderemilputas de Victor Alderete, el viejo pelado del PAMI que le pagaba miseria a la mitad de los viejos mientras que a la otra mitad ni siquiera le tiraba un hueso.
Eran ustedes, sepanló, personajes entrañables. Progres, socialistas y trotskistas en franca caída libre, manteniendo la pureza de unos ideales que ya a todos empezaban a importarle discretamente un carajo. Habían sobrevivido a la derrota de los setenta y asistían a una nueva. Y, para colmo, ésta les era festejada en la mismísima cara.
Ahora sí, vamos concluyendo. No me digan, por favor, que Macri es lo mismo que Menem. Sí, lo sé, le chupábamos las medias a Clinton y ahora dirán que a Obama. Había tarifazos y ahora también. Había privatizaciones y quizás, no lo sabemos, las haya en los próximos años. Me dirán que son neoliberales o neo algo. No lo sé.
Pero la mano, convengamos, es distinta. Hay ajuste pero no hay fiesta. No hay Moisés Ikonicoff, pistas de Anillaco, o Ante Garmaz. No hay Coconor, El Cielo y jarrón de Coppola. Antes nos robaban el pan pero nos daban el circo. Ahora, la puta madre, quizás ni eso. El Presidente Mau quiere ser discreto. Sus ministros son CEOs, y no los patéticos fiesteros que tanto nos divertían. Quizás todo se trate de que, como decía Pagni, esta es una derecha culposa. Quizás haya que esperar.
Sucede, que somos argentinos. Nuestro volkgeist es la berretada. Los más perspicaces nos recordarán que los dos primeros años de Menem no se asomaron ni por lejos a la fiesta que luego supimos conseguir. Es cierto. Pero miren la cara de los CEOs. Me parece que no nos darán nada de acá al futuro. Quizás no hayan comprendido la evidente verdad: cuando votamos derecha, en Argentina, no queremos a Konrad Adenauer. Queremos a Silvio Berlusconi.
Yo, compañeros, que soy, digamosló, un socialdemócrata correcto de la pequeñoburguesía porteña, me quedo con los que caen y resisten. Abandono una vez más el cinismo – lo recupero en el próximo párrafo, lo prometo – y le estrecho la mano a los trotskistas. En poco tiempo, para sentirnos puros, solo nos quedarán ellos. Frunzo el ceño y me siento mi vieja, allá por los noventa, y reclamo respeto. Respeto a los camaradas. Con sus comisiones internas y sus periódicos. Con su militancia permanente y su fervor militante. Seguro que ellos estarán mañana, como estuvieron desde tiempos inmemoriales. Como estaban en los noventa, en medio de la fiesta en la que otros – yo incluído – se divertían.
El kirchnerismo, amigos, nos incomodaba. Esperábamos, otra vez, una derecha rancia, con la que mostrar nuestros pergaminos de buenos y presentables progresistas. Pero, para colmo, nos proponen, en medio del ajuste, la “pluralidad de voces”, el “mantenimiento de la Asignación Universal por Hijo” “un Estado que cuida”. Y aunque nos metan los cursos de entusiasmo de Rozitchner y a Ravi Shankar, no alcanzan a colmar las expectativas bizarras que un día tuvimos.
Bienvenidos al gobierno de Macri. Ya estamos el segundo semestre. Vino sin la lluvia de inversiones. Llegaron el ajuste y el invierno. Nos deben la fiesta.
de Mariano Schuster, para Panamá Revista