La conciencia colectiva de Sense 8
Días atrás se conoció la noticia: ha concluido el rodaje de la segunda temporada de la serie de las hermanas Wachowski. Habrá que esperar hasta el año próximo para volver a sumergirnos en el fascinante mundo de la conciencia colectiva. Mientras, compartimos algunas ideas sobre esta serie que busca cambiar “el vocabulario de las producciones televisivas”.
Cuando las Hermanas Wachowski se deslumbraron con Ghost in the Shell, el anime ciberpunk del director Mamoru Oshii, pocos creyeron en sus intenciones de engendrar, a partir de allí, una historia que, a la postre, terminaría hechizando al mundo: The Matrix. Muchos aún recuerdan la que resultó ser, luego, una trilogía increíblemente taquillera y admirada por sus logros visuales y por esa idea inquietante que domina la historia, el de una conciencia única, colectiva, que ha hecho del mundo de los hombres una mera apariencia, un castillo onírico construido con la única finalidad de hacer del hombre un ser sin conciencia, un alimento adormilado de esa inteligencia global: la Matrix.
Las Hermanas Wachowski siguieron incursionando en el cine, aunque lejos de este gran éxito que les dio no sólo fama mundial sino también la posibilidad de producir todo lo que sus fantasías estuviesen dispuestas a concebir. Y así llegaron a esta idea que bautizaron Sense 8 y que, como producción exclusiva de NETFLIX, nos vuelve a sumergir en esta idea inquietante, la de una conciencia colectiva no ya opresiva y destructiva como lo era en Matrix sino una voluntad empática entre personajes tan disímiles como únicos.
Así es. Sense 8 cuenta los avatares y tribulaciones de ocho personajes de puntos distantes del mundo que se ven mental y emocionalmente conectados los unos con los otros y todos entre sí, atravesando temas que tienen que ver directamente con la identidad, la sexualidad y el género, la religión y la política. Todo comienza con una mujer atormentada que toma una decisión radical: quitarse la vida para proteger a esos ocho que serán perseguidos por hombres inescrupulosos. Hasta aquí, una historia entre muchas que inicia por el mismo camino.
Pero, a poco de andar, percibimos que esto va de otra cosa: una joven oriental se trasmuta a la conciencia de un joven trabajador negro en algún pueblo olvidado de África; un actor latinoamericano que triunfa en el cine de acción ve nublada su razón a través de los ojos de un joven criminal alemán; y éste, a su vez, ve sus sentidos entremezclados con los de una joven india a punto de casarse; una hermosa haker transexual americana se fusiona con una discjockey europea y ésta con un joven policía. Ocho sentidos; ocho personajes.
Las problemáticas que se desarrollan a través de estos ocho son variadas, como ya dijimos, pero en definitiva lo que percibimos de inmediato es que estas personas, conectadas como están, no son individuos aislados a su suerte: pueden ser más de uno si la ocasión lo amerita. Pueden ser una sola conciencia, multivalente, empática. Y, a medida que transcurren los capítulos, llegarán a ser no sólo dos o tres espíritus que confluyen sino cuatro, cinco y luego todos.
Y entonces comenzamos a preguntarnos a dónde pretenden llegar las Wachowski. ¿Acaso insinúan que todos podemos ser esos ocho, que todos podemos llegar a estar conectados, en definitiva, que todos los hombres podríamos ser uno? ¿Por qué resulta tan perturbadora esta idea de la colectividad? Realmente nos sentimos incómodos con la idea de no ser sólo y simplemente seres individuales de conciencia única.
Imaginar que pertenecemos a una conciencia global que nos gobierna, como se denuncia en The Matrix, no sólo nos trae incómodas remembranzas de Fahrenheit sino que nos retrotrae a esa idea que, en plena guerra fría, los norteamericanos se ocuparon de desparramar por doquier: que en los países de la esfera comunista no existía la individualidad; que sus rutinas cotidianas, incluso su alma y su autodeterminación, estaban controladas por el omnipotente aparato gubernamental. En contraposición, el mundo capitalista ofrecía la panacea de un paraíso de libre determinación e individualidad. Es increíble cómo esta clase de egolatría ha persistido hasta hoy. Las Wachowski, con Sense 8, avanzaron con una idea similar aunque no en el mismo sentido.
La concepción de la serie surgió cuando las hermanas discutían acerca de cómo la tecnología simultáneamente nos acerca y nos distancia. La conclusión a la que llegaron fue que la serie se preguntaría por la relación entre los seres humanos, la empatía que existe entre nosotros todos, lo que nos hace cercanos incluso con aquellos que no conocemos pero cuyo sufrimiento entendemos. Así que aquel miedo, nacido de las entrañas de EEUU (quienes, por otra parte, han hecho lo posible a lo largo de su historia para controlar la subjetividad del ser humano) se ha dejado de lado. Se lo ha pisoteado sin compasión, y lo celebramos. Pretender que el ser humano reemplazaría su individualidad por un individualismo egoísta y desaprensivo no se ha impuesto.
Aunque aún sobreviven las márgenes y los gobiernos y los prejuicios y las traiciones, los seres humanos nos reconocemos semejantes más allá de toda frontera, sentimos la solidaridad en cada tragedia que la televisión nos muestra. Somos como los personajes de esta serie: seres sufrientes de un mundo que segrega, crecidos en un caldo de soledad y desánimo, pero hijos al fin de un colectivo que nos une, nos agrupa, nos fortalece y nos define.
Por Walter Guzmán para La Izquierda Diario