La Gestapo de Bolsonaro
Mientras los cadáveres se cuentan de a miles cada día y la política negacionista de Jair Bolsonaro conduce al país hacia una catástrofe histórica, el presidente usa al Estado para difamar, perseguir y amenazar a sus adversarios.
Por Bruno Bimbi para Ctxt
El mismo día en que Brasil alcanzaba el tercer lugar en el ranking mundial de muertes diarias por Covid-19 -ahora ya está segundo y el martes 20 de mayo tuvo 1.179 muertes notificadas en apenas un día–, en la cloaca bolsonarista de las redes sociales y los grupos de Whatsapp comenzaron a circular nuevas fake news contra el ex diputado Jean Wyllys, el congresista abiertamente gay y activista de derechos humanos que, durante los ocho años anteriores a la elección de Jair Bolsonaro, había sido su principal enemigo político y personal. Hace más de un año que vive en el exilio, luego de haberse visto obligado a renunciar a su escaño por las amenazas de muerte que recibía, pero aún continúa en la mira del presidente y la secta de fanáticos que lo apoya.
La banda entera se movilizó: diputados, senadores, blogueros, youtubers, el propio Psicópata de la República y sus hijos, divulgaron informaciones comprobadamente falsas, tratando de vincular al ex diputado con el loco que, durante la campaña, atacó a Bolsonaro con un cuchillazo que lo ayudó a ganar la elección. El gobierno y sus aliados dicen que Wyllys instigó a Adélio Bispo, o bien le pagó para matar al candidato. Cualquier brasileño bien informado sabe que eso es absurdo, pero el presidente necesita desviar el foco de la pila de cadáveres que su gobierno está produciendo cada día, y las teorías de la “conspiración gay” siempre han funcionado para movilizar a sus seguidores, que consumen más fake news que aire y agua.
Hubo memes, videos, lives, tuits, declaraciones y “noticias” falsas sobre investigaciones policiales que no existen, publicadas en páginas apócrifas que luego fueron divulgadas masivamente por los miembros de la banda. Dijeron que había pruebas de que Adélio había visitado al diputado en su oficina del Congreso, que Wyllys le había pagado los abogados, que había dejado el país para escapar de la justicia. Un supuesto “testigo” recorrió los despachos de los diputados bolsonaristas para grabar videos con acusaciones contra Wyllys que luego, cuando declaró ante la policía, no mantuvo: dijo que una persona le contó que otra había comentado que escuchó a alguien decir alguna cosa que no recuerda muy bien. Sin embargo, un senador bolsonarista llegó a amenazar en vivo por Facebook con pedir la extradición del congresista exiliado, que está en Estados Unidos, donde realizaba antes de la pandemia una estancia de docencia e investigación en la Universidad de Harvard.
Vale la pena aclarar, para quienes no leían noticias de Brasil dos años atrás, que Adélio Bispo de Oliveira, el loco que acuchilló a Bolsonaro, era un fanático evangélico que, antes del atentado, pasaba todo el día leyendo la Biblia y estaba obsesionado con teorías conspirativas sobre la masonería. En sus publicaciones delirantes en las redes sociales, defendía la abolición del Estado laico y la instauración de una “república cristiana”, atacaba las marchas del orgullo LGTB y criticaba la decisión del Supremo brasileño que reconoció el derecho a la identidad de género de las personas transexuales. Justo el tipo de persona de la que Jean Wyllys, activista gay y diputado por un partido de izquierda, podría ser un gran amigo.
El día del cuchillazo, cuando la policía le preguntó quién lo había mandado a hacer eso, Adélio respondió: “Fue Dios, desde allá arriba”. Fue absuelto por insanidad mental por el juez Bruno Savino, e internado en una penitenciaría de máxima seguridad para su tratamiento. El presidente, que podría haber apelado la sentencia absolutoria, no lo hizo, de modo que el caso fue cerrado. La policía federal, bajo las órdenes de su gobierno, investigó a Adélio y concluyó que había actuado solo, motivado por su propia locura. El ex diputado jamás fue investigado o sospechoso de nada.
El día del ataque contra Bolsonaro, yo estaba con Jean Wyllys en la casa de nuestra amiga Noemia, en Río de Janeiro. Estábamos conversando sobre la campaña, con la televisión encendida, pero muda. De repente, uno de nosotros levantó la vista y vio las imágenes. Después que subimos el volumen y entendimos lo que estaba pasando, nos asustamos mucho y nos inundó una sensación de rabia e impotencia. No porque estuviésemos preocupados por la salud de Bolsonaro –al menos, yo no lo estaba–, sino porque entendimos que, gracias a esa herida sangrante en su abdomen, el psicópata fascista tendría más chances de ser electo. Y sabíamos –aunque aún nos costara decirlo– que si ganaba las elecciones nos tendríamos que ir del país.
Hacía varios meses que Jean andaba en un auto blindado y las amenazas de muerte eran cada vez peores: “Te voy a matar con explosivos”, “¿ya te imaginaste ver a tus familiares violados y sin cabeza?”, “te voy a quebrar el pescuezo”, “esas cámaras de seguridad que pusiste no hacen la menor diferencia”. Los mensajes llegaban con copia para su madre y sus hermanos. Soy amigo personal de Jean Wyllys desde hace casi diez años y fui su principal asesor político en el Congreso durante sus dos mandatos de diputado, pero nunca tuve el mail de su mamá, que no es una persona pública, jamás apareció en los medios y vive en una pequeña ciudad del interior de Bahía. Esos delincuentes lo tenían, lo que revelaba una estructura de inteligencia por detrás de las amenazas. Jean no podía salir de casa solo, viajar en un auto particular, tomar el transporte público, ir a la playa, tomar una cerveza en un bar con sus amigos. “Me siento como si estuviese cumpliendo prisión domiciliaria, sin haber cometido ningún crimen”, me dijo una vez.
A veces, estábamos yendo a una actividad de campaña y los agentes de la policía legislativa que cuidaban su vida paraban el auto y nos hacían volver, porque habían recibido algún tipo de alerta. Tuvimos que acostumbrarnos. Si la coordinación de campaña planeaba una charla con vecinos de algún barrio, antes teníamos que preguntar al equipo de seguridad si él podía ir. Durante un evento en una ciudad del interior del estado de Río de Janeiro, un grupo de hombres armados con remeras de Bolsonaro comenzó a amenazarlo y hubo que retirarlo del local y suspender la actividad siguiente, donde lo esperaba mucha gente. Una vez, en el aeropuerto de Brasilia, empujé sin medir las consecuencias a un tipo que vino a agredirlo. Por suerte la policía llegó a tiempo.
El miedo
Después del asesinato de Marielle Franco, nuestro miedo ganó otra materialidad. Marielle era concejala en Río de Janeiro, del mismo partido. Habíamos defendido juntos la misma tesis interna en las asambleas. Era una mujer joven, negra, nacida en la favela, lesbiana, y defendía una agenda muy parecida a la nuestra. Era nuestra compañera, alguien a quien queríamos mucho, y un grupo de asesinos profesionales –que luego sabríamos que tenían relación con la familia Bolsonaro– le pegó cuatro tiros en la cabeza. Las amenazas contra Jean, cada vez más frecuentes, pasaron a tener otro significado, más real, más efectivo. Siempre aparecía aquella frase: “Ya van a ver cuando llegue el capitán”. Todo ese submundo de psicópatas, fascistas, neonazis, homófobos, misóginos y racistas, a medida que el candidato del odio crecía, se sentía empoderado, se ponía más agresivo. Precisábamos cuidarnos.
Ustedes no se imaginan lo que es andar en un auto blindado. Cuando se cierra la puerta, te imaginás todas las posibilidades y te preguntás cómo fue que tu vida se transformó en eso. Lo que yo sentía, acompañando a Jean en el asiento de atrás durante la campaña, no se compara a lo que sentía él, que era el blanco de las amenazas, pero todos vivíamos bajo mucha tensión. Recuerdo cuando conversé por primera vez, después del asesinato de Marielle, con la compañera que viajaba con ella. La recuerdo hablando del ruido de los tiros, de su cabeza agachada, del miedo, de los vidrios del coche estallando, de lo último que le oyó decir a Mari, del momento en el que finalmente entendió que estaba viva, que sólo ella estaba viva.
Todo ese horror –y el horror actual de Brasil– no fue un accidente inevitable. Las amenazas que Jean recibía en aquellos días no habían nacido en el vacío. Al igual que las que hoy reciben otros enemigos de la familia Bolsonaro –periodistas, diputados, gobernadores, artistas y hasta científicos que cuestionan su discurso negacionista sobre la pandemia–, fueron resultado de una gigantesca campaña de destrucción de reputación que atacó a este ex diputado durante ocho años y lo transformó, para parte de la sociedad –una minoría, pero muy intensa– en un paria, un enemigo público. Alguien cuya vida no valía “la bala que lo mate y el trapo que limpie el enchastre”, como escribió con total impunidad la jueza Marília Castro Neves, la misma que divulgó fake news sobre Marielle. De hecho, las cloacas bolsonaristas comenzaron a difamarla –acusándola de vínculos con el tráfico de drogas– cuando su cuerpo aún estaba en la morgue. Mucha gente, infectada de odio gracias a esa mafia que ahora está en el Palacio del Planalto, estuvo de acuerdo con la jueza: personas como Marielle y Jean merecían morir.
Una investigación de la revista Veja mostró que el ex diputado era uno de los diez políticos más citados en fake news; el único de la lista sobre el que todas las noticias falsas eran negativas. Su equipo de comunicación, que coordiné en los últimos años, llegó a dedicar más tiempo a desmentir bulos y calumnias en su contra que a informar sobre sus proyectos de ley. El equipo jurídico trabajaba día y noche para conseguir que las plataformas borraran millones de mentiras que lo difamaban y llevar a sus autores a la justicia. Era un bombardeo diario, constante, infinito, y la banda tenía mucha estructura y muchísimo dinero. Cuando acabábamos con un bulo ya había otros cinco.
Los bulos
“Jean Wyllys presentó un proyecto para alterar pasajes de la Biblia”, “Jean Wyllys defiende la pedofilia”, “Jean Wyllys quiere legalizar el matrimonio entre adultos y niños”, “Jean Wyllys hizo arrestar a una profesora cristiana”, “Jean Wyllys dijo que la Biblia es una broma y que los cristianos son unos payasos”, “Jean Wyllys quiere instaurar la enseñanza obligatoria del Islam en las escuelas”, “Jean Wyllys quiere obligar a los niños a cambiar de sexo”.
Todas las semanas, millones de mensajes de Whatsapp y publicaciones en las redes sociales eran disparados a través de cuentas falsas y robots, miles de robots, que usaban como fuente sitios web apócrifos que simulaban ser portales de noticias. Mientras los grandes medios cerraban sus ediciones digitales con paywall, lo que más proliferaba eran los sitios de noticias falsas. Usaban, también, imágenes que simulaban ser un tuit que el diputado no había escrito, frases que jamás había dicho, fotos y videos editados. Varios integrantes de la banda –de la que también formaba parte la poderosa “bancada evangélica” del Congreso, representante de una de las mafias más peligrosas de Brasil– fueron condenados en los tribunales por difamar a Jean, pero era inútil. La banda tenía dinero para pagar las indemnizaciones, después de apelar varias veces. No les importaba. Hubo inclusive un político condenado por difamar a Jean que hizo una live burlándose de la jueza minutos antes de entrar a la sala de audiencias.
El jefe de la banda era Jair Messias Bolsonaro.
Todos lo sabían, no seamos hipócritas. Jean hizo varias denuncias a la policía federal y, cuando quedó claro que no servía para nada, llevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. Después de analizar las pruebas, la CIDH emitió una resolución que constataba que la vida del diputado estaba en riesgo y reclamaba al Estado brasileño que lo protegiera. Pero eso fue poco antes de la elección de Bolsonaro. ¿Qué protección podría ofrecerle un Estado comandado por el jefe de la banda? ¿Cómo podría Jean sentirse seguro si el nuevo presidente era quien ordenaba difamarlo y amenazarlo? Un hombre que lo odiaba y que tiene vínculos con milicias, policías corruptos y asesinos a sueldo, como los que habían matado a Marielle.
No le quedaba otra: Jean renunció a su escaño y se fue del país.
Fue muy triste: tuvo que alejarse de su familia, sus amigos, la política y hasta de sus libros, que no pudo llevarse. Yo también me fui. En primer lugar, porque tenía miedo: mis padres vivieron el período de la dictadura en Argentina y yo no quería pasar por algo parecido. En segundo lugar, porque sentía mucho asco: cuando vi el porcentaje de votos que el psicópata fascista había recibido en la escuela donde voté –por Fernando Haddad y Manuela D’Ávila, en primera y segunda vuelta–, decidí que no quería más convivir con toda esa gente que, como los alemanes de la década de 1930, fingía que no sabía lo que estaba pasando.
Cuando tomé la decisión, no sabía aún que Jean también se iría, ni él sabía sobre mí, pero después lo conversamos y quedó todo claro. Su convicción reforzó la mía. Antes de irnos, nos encontramos, nos abrazamos y nos deseamos suerte. Dejé Brasil lleno de rabia y dolor, decepcionado y triste por el país que diez años atrás había elegido para vivir; mi segunda patria, que ahora –diría Pessoa– son dos lenguas. Recuerdo cuando llegué, cuando Lula transformaba al gigante sudamericano en modelo de progreso e inclusión social, y era admirado en el mundo. Aún me cuesta creer que aquel Brasil lleno de esperanza y de futuro se haya transformado en este otro, enloquecido, enfermo, presidido por un lunático que, cuestionado por las muertes de miles de compatriotas por una pandemia que su gobierno niega, responde, perverso: “¿Y qué?”.
Chistes sobre la pandemia
Años atrás, Bolsonaro dijo que, para arreglar el país, hacía falta que murieran por lo menos treinta mil personas. Su política genocida y negacionista, que boicotea la cuarentena dispuesta por los gobernadores y receta cloroquina como remedio milagroso por televisión, ya mató a casi veinte mil. Y el presidente se ríe. Dice: “Yo no soy sepulturero”, y se ríe. Dice “¿y qué?”, y se ríe. Sale a andar de jet ski y se ríe. Este martes pasado, cuando la cifra de muertos diarios superó los 1.000 por primera vez, Bolsonaro hizo una live en Facebook y contó chistes sobre el coronavirus. Chistes sobre una pandemia que está llenando su país de entierros sin funeral.
Después de varias semanas sin vernos, nos reencontramos con Jean a principios del año pasado en el aeropuerto de Barcelona. Yo llegaba a la ciudad donde aún vivo y él hacía una conexión, viajando hacia Berlín. Después, volvimos a vernos varias veces en Europa. Nuestra amistad sobrevivió al exilio y va a sobrevivir a Bolsonaro y su gobierno fascista, sobre el que hablamos a diario. Espero que un día podamos reunirnos nuevamente en algún botiquín de la Lapa, en Río de Janeiro, y celebrar con tantos amigos que hace tiempo que no vemos, que la pesadilla por fin acabó. Espero que sea pronto, porque cada día que este hombre continúe en el poder habrá más muerte, más odio, más destrucción, más perversidad.
Cuando Jean reveló a Folha de São Paulo que estaba en el exilio y no volvería, el presidente fue a Twitter a celebrar: “¡Un gran día!”. Poco después, la máquina difamatoria se puso en marcha otra vez, ahora con todo el peso del Estado. Dijeron que Jean le había vendido el escaño a su suplente, que había pagado la defensa de Adélio Bispo, que la policía lo consideraba sospechoso de ser el instigador de la tentativa de asesinato de Bolsonaro y otras locuras que ahora han vuelto a circular. El propio presidente repitió las fake news ante los periodistas y se refirió a Wyllys como “esa nena que está afuera de Brasil”. La policía aclaró que el ex diputado no era sospechoso de nada y algunos medios lo publicaron, pero la desinformación viaja más rápido por Whatsapp y llega más lejos.
Cada mentira bolsonarista, después de usada, sobrevive en las redes, latente, esperando para ser reaprovechada cuando haga falta, como ahora en este caso. Acorralado por las denuncias de corrupción, las revelaciones de su ex ministro de Justicia y cómplice Sérgio Moro, las renuncias de dos ministros de Salud, las revelaciones sobre los negocios ilegales de sus hijos y los números aterradores de muertos e infectados por la pandemia, Bolsonaro decidió resucitar la campaña de fake news contra Wyllys –y otras, contra otros enemigos del elenco variable de villanos del comunismo imaginario– para alimentar a la secta de perros rabiosos que lo sigue en su camino a Waco y darles un fantasma al que ladrarle.
Así funciona lo que la prensa brasileña llama “gabinete del odio”. ¿No es impresionante que esa expresión se haya naturalizado en el lenguaje periodístico? Existe desde mucho antes de que la banda llegara al poder, como explico en mi libro El fin del armario, pero ahora se transformó en la Gestapo del presidente. Brasil se sumergió tan profundo en la mierda del fascismo evangélico-miliciano que ahora parece normal, algo cotidiano, parte del juego, que el presidente use el aparato del Estado para difamar, calumniar y perseguir a ciudadanos y ciudadanas, inclusive un ex diputado que fue obligado a renunciar y dejar el país amenazado de muerte.
El mecanismo está muy bien organizado: primero inventan mentiras sobre la víctima, que pueden inclusive ser contradictorias entre sí. Después, transforman las mentiras en virales en las redes. Sitios web financiados por la banda –cuyas operaciones son dirigidas por Carlos Bolsonaro, el hijo más desequilibrado del presidente– publican cada mentira, disfrazada de “noticia”. Bolsonaro y sus hijos la mencionan en algún live. Los diputados de la banda hacen memes, declaraciones, y hasta presentan pedidos de investigación en el Congreso y denuncias policiales, basadas en la “información” que millones de personas ya están recibiendo en los grupos de Whatsapp. Muchas veces, las mentiras son segmentadas, valiéndose de la minería de datos, para que a cada uno le llegue aquella que más va a enojarle. En sus cultos, miles de pastores evangélicos fundamentalistas las repiten, las confirman en nombre de Dios y reciben el diezmo de los fieles. Todo eso genera una ola de odio insano entre los bolsominions y la víctima comienza a recibir amenazas.
Así ha sido con periodistas, cineastas, políticos, científicos, e inclusive ciudadanos anónimos que, por algún motivo, se transformaron en blanco del Psicópata de la República y su cría. También es a través de este mecanismo que hoy divulgan información falsa sobre la pandemia, inclusive contradictoria: que el coronavirus no existe, que existe pero no es peligroso, que es un complot chino para dominar el mundo, que es invento de los medios, que a la TV Globo la paga Lula, que los gobernadores enemigos de Bolsonaro están mandando a enterrar ataúdes vacíos para asustar a la población, que la cloroquina previene y cura la infección. Así movilizan a sus fanáticos por las calles, cada vez más violentos y desatados, aumentando los contagios y amenazando a la prensa, las instituciones democráticas y los ciudadanos.
Wyllys, conejillo de indias
Pero antes de llegar a este punto, antes inclusive de las mentiras contra Haddad y Manuela –candidatos a presidente y vice del Partido de los Trabajadores (PT) en las últimas elecciones–, antes de que Bolsonaro llegara a la presidencia, el mecanismo fue usado durante ocho años contra Jean Wyllys. Fue el ensayo, el conejillo de Indias, la primera víctima. La única de las fake news que, gracias a las amenazas de muerte, consiguieron hacer realidad, fue la que anunciaba que Jean se iría del país. Lo dijeron durante años y no era verdad, pero al final lo consiguieron.
¿Cómo fue posible que todo eso haya pasado a la vista de todos durante tantos años y nadie haya hecho nada para impedirlo? ¿Cómo fue posible que la policía federal y el Ministerio Público no hayan investigado las denuncias del diputado, que la prensa rara vez las haya publicado –y, cuando lo hacía, haya sido de la peor forma, reproduciendo las mentiras–, y hasta algunos políticos de izquierda no se hayan preocupado o hayan minimizado el problema? ¿Cómo fue posible que no vieran lo que se estaba engendrando? ¿Por qué lo subestimaron tanto?
¡Porque Jean es gay!
Homosexual, maricón, culo roto, como le gritaba Bolsonaro durante la votación del impeachment de Dilma. Su discurso contra el golpe, que está en el documental La democracia en peligro (Netflix), fue el más aplaudido en las afueras del Congreso por los manifestantes que defendían a la presidenta derrocada, y fue visto en las redes por decenas de millones de personas. Pero, dentro del recinto de la Cámara de Diputados, fue tal la lluvia de insultos que Jean explotó y escupió a Bolsonaro en la cara. Lo recuerdo como si fuera ayer: mucha gente se ofendió más por ese escupitajo que por los ocho años de acoso, difamación y amenazas que había sufrido el único diputado abiertamente gay del Congreso. Muchos se indignaron más por ese gesto que por el “homenaje” de Bolsonaro al torturador Carlos Alberto Brilhante Ustra, el “Billy El Niño” brasileño, que les ponía ratas en la vagina a las mujeres en la mesa de tortura durante la dictadura militar. Bolsonaro le dedicó su voto a favor del impeachment y lo llamó “el terror de Dilma Rousseff”, también torturada.
En los años anteriores, miles de personas habían compartido las mentiras contra Jean Wyllys aun sabiendo o sospechando que lo eran, porque servían para justificar un odio profundo, un miedo irracional, un prejuicio estúpido, un asco mal disfrazado; porque no admitían que ese maricón ocupara un espacio de poder como autoridad de la República. ¿Qué hacía esa bicha arrogante en el parlamento? La policía no investigó sus denuncias porque debían ser exageración de ese veado. Mucha gente se sintió autorizada a amenazarlo de muerte usando alguna de las fake news como justificación, pero el verdadero motivo era otro. Bolsonaro lo sabía y se aprovechó. Durante una década, la ultraderecha construyó, desarrolló y testeó, a la vista de todo el mundo, lo que hoy la prensa llama “gabinete del odio”. Pero, en aquel entonces, a nadie le importó. Si lo hubiesen escuchado a Jean 10 años atrás, hoy Bolsonaro no sería presidente, pero ¿quién le iba a prestar atención a un marica?
Muchas veces he dicho que Jair Bolsonaro es un fascista, no como mero adjetivo, sino como caracterización teórica. Pero cada vez más me convenzo de que, si bien eso es verdad, hay algo más: la verdadera fuente de inspiración de este hombre es el nazismo de Adolf Hitler y Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del Tercer Reich, al que Roberto Alvim, su ex secretario de Cultura, le plagió un discurso. No lo digo solo por las referencias cada vez más explícitas de su gobierno al nazismo –el discurso de Alvim, la ópera de Wagner, la frase de Auschwitz “el trabajo libera” en la publicidad oficial, las ceremonias de “imposición de manos” frente al presidente que se asemejan al saludo nazi, o el pedido de Bolsonaro para “perdonar” el Holocausto–, sino por la forma en que el “Mito” ha utilizado durante toda su carrera –y continúa haciéndolo en su gobierno– una serie de elementos fundamentales de la lógica nazi: la identificación de un grupo entero de personas –la población LGTB– como enemigo público, el odio como motor principal de su discurso, las repetición planificada y perversa de mentiras a través de la propaganda oficial, la voluntad gubernamental de dirigir y censurar la producción cultural y la información, el uso sistemático de teorías conspirativas y la banalización constante de la muerte de miles de seres humanos.
El “kit gay” (nombre de fantasía que Bolsonaro usó para referirse a un inexistente proyecto para transformar a los alumnos de las escuelas en homosexuales, con bulos similares a los que usó Vox en España para defender el “pin parental”), la “ideología de género” (otra teoría conspirativa usada por la extrema derecha en todo el mundo), y las mentiras utilizadas contra la comunidad LGTB y contra Jean Wyllys por Bolsonaro y sus aliados de la mafia evangélica fundamentalista tienen como antepasados inmediatos a los libelos de sangre contra los judíos y los Protocolos de los Sabios de Sión, que también recurrían a una falsa amenaza contra los niños y a la idea de la “gran conspiración”. El antisemitismo y sus fake news primitivas existían antes de Hitler, como la homofobia existe antes de Bolsonaro. Ambos usaron prejuicios que ya estaban en el inconsciente colectivo como pasaporte al poder, pero nadie lo quiso ver, nadie reaccionó, porque primero fueron a buscar a los judíos, o a los gays.
Afortunadamente, estamos en otra época, en otro contexto histórico, y hay cosas monstruosas que son imposibles que se repitan, pero el horror que vemos hoy en día en Brasil nos recuerda que no podemos subestimar a esa clase de líderes. Cada día me pregunto cuánto tiempo necesitará mi segunda patria, a la que extraño desde lejos, para comprender el tipo de fenómeno al que se enfrenta.
¿Cuándo reaccionarán el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y las instituciones representativas de la sociedad civil, y extirparán por fin a la Gestapo bolsonarista del Estado brasileño? ¿Llegarán a tiempo? ¿O sucederá, como en el famoso poema de Martin Niemöller, que un día llamen también a sus puertas y ya no quede nadie para defenderlos?
*Por Bruno Bimbi para Ctxt