La invención de las barras

La invención de las barras
21 abril, 2020 por Gilda

Un recorrido histórico por cómo han sido descritas, por ende, prescriptas, las barras del fútbol desde los discursos del poder. Y cuando digo poder, apunto a los medios de comunicación, las ficciones artísticas o literarias, y al Estado y sus leyes.

Por Nicolás Cabrera para Panamá Revista

La serie Puerta 7 quiso ficcionar un mundo y se quedó a mitad de camino. Algunos de sus personajes no parecen barras: usan palos de hockey y no se suben al paravalanchas. Tampoco convence el abecedario sin “eses”. Pero, aun así, sin «reflejo”, llega al estereotipo.

Ahí está el corazón de esta nota. No en criticar el contenido del último producto argento For Export, sino en reconstruir sus condiciones de previsibilidad. Importa el proceso, no el producto. Propongo un recorrido histórico por cómo han sido descritas, por ende prescriptas, las barras desde los discursos del poder. Y cuando digo poder apunto a los medios de comunicación, las ficciones artísticas o literarias y al Estado y sus leyes. Porque las “barras bravas” son una invención nascidas de un pánico moral tan antiguo como el balón de cuero.

El 21 de octubre de 1922 se da el primer homicidio registrado en un estadio argentino. En la cancha de Tiro Federal, Rosario, Francisco Campá, protesorero de Newell´s y Enrique Battcock, obrero y ex jugador de Tiro Federal, intercambian golpes en el entretiempo. Minutos después el primero descarga un balazo letal sobre el segundo. La violencia devenida en muerte, en el fútbol argentino masculino, está en su propio origen.

Esa creciente violencia de la década del veinte lleva a que gran parte de la prensa empiece hablar de “barras” o “muchachada” para referirse aquellos “hinchas fanáticos” que protagonizan disturbios o episodios “antideportivos”.

barra-futbol-hincha-canchaEl historiador Julio Frydenberg señala que a partir de 1920, el diario Última Hora comienza a utilizar el término “barra”. Ya en febrero de 1925, el diario Crítica publica una nota titulada “Barras Bravas” en la que define a estos grupos de hinchas como “energúmenos que sólo van a los field con el objeto de poner de manifiesto sus bajos instintos”. Por su parte, el periódico La Cancha, en noviembre de 1928, propone la expulsión de aquellos socios identificados como “hinchadas salvajes, las barras más agresivas, brutales, fanáticas y antideportivas”.

La misma cobertura mediática se da con el segundo homicidio vinculado al fútbol argentino. En 1924, tras un Argentina 0 y Uruguay 0 por la Copa América, en la Ciudad Vieja de Montevideo, hinchas de cada país se pelean. La batalla se torna tragedia cuando Pedro Demby, uruguayo de 22 años, muere desangrado con olor a pólvora. La prensa apunta como responsable a un tal “Petiso”, líder de “una barra argentina” residente en La Boca.


Será entre los años veinte y treinta del siglo XX, entonces, cuando la prensa construye la noción de “barras”. Lo hace en medio de un pánico moral por la creciente violencia. En esa coyuntura nace una asociación perdurable hasta hoy: las “barras” serán los depositarios de todos los males que aquejan a nuestro fútbol. 


Y aquel pánico moral comienza a expandirse como mancha de tinta por todo el tejido social, tanto así que Roberto Arlt, el “literato del bajo mundo”, en una de sus aguasfuertes porteñas de 1931, escribía “son como escuadrones rufianescos, brigadas bandoleras, quintos malandrinos, barras que como expediciones punitivas siembran el terror en los estadios… estas barras son las que en algunos barrios han llegado a constituir una mafia, algo así como una camorra, con sus instituciones, sus broncas a mano armada”.

barra-futbol-hincha-canchaEl origen del pánico moral que asocia “violencia”, “mafia” y “barras” debe leerse como una reacción de las clases dominantes ante la inminente popularización del fútbol masculino. No es casualidad que se inicie en la década del veinte, cuando las clases populares –en su mayoría varones– se acercan de a montones a los estadios; y que se expanda definitivamente en los treinta, momento en que la apropiación “desde abajo” está concluida, como dice el sociólogo Pablo Alabarces. Si por un lado las élites se resguardan en cargos dirigenciales, asociaciones o prensa deportiva; las clases populares se incorporan al fútbol como jugadores o hinchas. Hay condiciones materiales que lo posibilitan. Primero, la profesionalización del fútbol masculino en 1931 permite que jugadores, de origen pobre, hagan del aquel deporte un trabajo. Posteriormente, la institucionalización del “sábado inglés” en 1932 posibilita que el ocio obrero se tiña con los colores de algún club.

El pánico moral que origina la invención de las barras no es otra cosa más que un espanto de clase. El pavor de las élites ante una invasión “bárbara”. Los barras serán, desde hace un siglo hasta hoy, los “salvajes inadaptados de siempre”, no sólo por su comportamiento, sino también por estar donde no les corresponde.

Otro momento crucial en torno a las narrativas sobre las barras se da entre la década del cincuenta y los setenta del siglo pasado. En esos años emergen los primeros grupos organizados de hinchas que se autoidentifican como barras de tal o cual equipo: Boca, Racing, San Lorenzo, Huracán, Rosario Central y Belgrano de Córdoba son algunos ejemplos. Quien lea ya notará una obviedad histórica no siempre dicha:


Las muertes violentas en el fútbol se cuentan desde la década del veinte y los grupos que se autoreconocen barras aparecen en los cincuenta y sesenta. En otras palabras: la “violencia en el fútbol” no nace con las “barras bravas”.


Es por esos mismos años que la industria cinematográfica nacional estrena varias películas centradas en el “hincha” de fútbol: El hincha (1951); Somos los mejores (1968); Pasión dominguera (1969); Vamos a soñar con el amor (1971) y Tango desde el tablón (1971). Estas producciones van moldeando un “verdadero hincha” asociado a la fidelidad incondicional, el amor desinteresado, el sacrificio, el trabajo honrado, el club como herencia familiar y un comportamiento tan pasional como pacífico. Se forja un prototipo ideal de hincha -donde las mujeres no tienen lugar- que tiene como antagonismo moral a “las barras” y la prensa se hace eco de tal división. El diario Crítica, en 1959, al mismo tiempo que define al “hincha” como aquel “que va con el propósito simple y puro de pasar una tarde sana de emoción, realizando por ello mil sacrificios”; también dirá que en los estadios están quienes “se dicen hinchas, pero en realidad son peligrosos fanáticos que amalgaman esa condición con la de delincuentes y que se muestran despiadados cuando van al fútbol”. Lo “sano” y “puro” en los hinchas, el “peligro” y la “delincuencia” en las barras. Diferencias que se tornan desigualdades alimentando un pánico moral perdurable.

Amílcar Romero, precursor en las investigaciones sobre la “violencia del fútbol” y las “barras”, dirá que, en la década del sesenta, nace el “Fútbol-Espectáculo”. Es el comienzo de la “violencia institucional”, es decir, de formas autoritarias que encuentran en el matar o morir un desenlace posible. Romero destaca la muerte de Alberto Linker el 19 de octubre de 1958 en un Vélez-River como síntoma de época. Por un lado, el caso expone la impunidad de una represión policial que se torna moneda corriente en los estadios argentinos, pues Linker muere por bombas de gases arrojadas por la guardia de infantería. Por otro lado, el caso deja una editorial del diario La Razón en la que se denuncia la existencia de “barras fuertes” vinculadas con dirigentes de clubes y políticos influyentes.

Pero sin duda el caso más emblemático de esta era es el del hincha de Racing de Avellaneda Héctor Souto asesinado por barras de Huracán en 1967. Para empezar, la muerte de Souto es producto de una emboscada de la barra de Huracán a hinchas de Racing como consecuencia del robo de una sombrilla por parte de los segundos a los primeros. En aquella “trampa”, Souto es golpeado por una docena de barras de Huracán. La investigación judicial descubre que, los responsables del homicidio, habían entrado gratis con carnets de jugadores de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA). Romero también cuenta, analizando el caso, que el certificado de defunción de Souto expedido por un médico de Huracán y el peritaje de los forenses no registra ni una marca de golpiza en el cadáver. Además, los barras implicados cuentan con un staff de importantes abogados. Las condenas son mínimas: el autor material recibe seis años y los instigadores dos.

Amílcar Romero perfecciona una línea interpretativa de enorme impacto en las narrativas porvenir:


Hay un tono denunciante hacia las “barras bravas” que ya no actúan solas o aisladas, sino dentro de un complejo entramado de favores y actores que pactan para garantizar impunidad y extraer recursos económicos dentro de un fútbol cada vez más mercantilizado y violento.


Así, en uno de sus últimos trabajos afirmaba que “un barrabrava por excelencia vive de eso. Vive de las entradas, de la diferencia que hace de las entradas, la segunda fuente de ingresos, aunque se claven puñales, es el porcentaje que le pasan los jugadores y directores técnicos, además son un factor de decisión política, deciden hasta las giras… hasta deciden la compra de jugadores… deciden vida y muerte de directores técnicos. Tienen un poder efectivo real”.

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(Imagen: Reuters)

El retorno a la democracia y la década de los noventa son otra bisagra en lo que respecta a las representaciones sobre las barras. El pánico moral contra “las mafias del fútbol” llega a su ápice. En parte porque el registro de muertes se dispara estrepitosamente. Entre la segunda mitad de los ochenta y todos los noventa se concentran más de la mitad del total de las víctimas fatales vinculadas al fútbol hasta aquel período. En otras palabras, en los 17 años que van desde 1983 hasta el 2000, se mata y se muere más que en todo el período que va desde el primer asesinato en 1922 hasta el retorno de la democracia.

Pero también, en esta época, se reacciona contra las barras porque se perciben como el resabio de un autoritarismo en revisión ante la flamante “primavera democrática” alfonsinista. Dos ejemplos. El primero es el estreno de la película Las Barras Bravas dirigida por Enrique Carreras y estrenada en 1985. El film condensa todos los prejuicios y estereotipos sedimentados contra estos grupos. La primera escena muestra recortes de diarios que retratan a distintos barras bajo los titulares “terror y sangre”, “el retorno de la violencia” o “incendio, robos y caos”. Acto seguido se filma a una barra de un equipo cualquiera, yendo a un partido en un vagón, cantando “Evita, el bombo, el tren es un quilombo” y “los vamos a reventar, los vamos a reventa’”. Ese mismo grupo, minutos después, golpeará varones, violará mujeres, aplastará autos, romperá alambrados, venderá drogas, portará armas y robará a ancianas. A los barras de los ochenta se los retrata como violadores, violentos, traficantes, ladrones, asesinos, saqueadores y… peronistas.

El otro ejemplo viene del Estado, son las primeras leyes destinadas a intervenir en el “flagelo de la violencia del fútbol”. El 21 de junio de 1985 se aprueba la normativa 23.184 titulada “Régimen penal y contravencional para la violencia en espectáculos deportivos”, conocida como “Ley de La Rúa”. La normativa inaugura fuertes continuidades perdurables hasta hoy. Prescribe a la “violencia en el fútbol” menos como un fenómeno a regular y más como un problema a erradicar, y para ello lo que se debe hacer es extirpar a los “grupos” responsables de aquel flagelo. El diagnóstico se centra en la rivalidad entre hinchas de diferentes equipos sin mencionar, por ejemplo, la represión policial que había sido una de las principales causantes de muerte en la época. Con las primeras intervenciones puntuales del Estado en la materia, se instaura un modelo de seguridad represivo y focalizado en vez de otro preventivo e integral.

La norma 23.184 no sólo no surte ningún efecto en los índices de violencia, sino que, durante toda la década del noventa las cifras se disparan a límites inéditos. La respuesta estatal es insistir, con más necedad que diagnóstico, por la misma senda. En marzo de 1993 se sanciona la ley 24192 que modifica parcialmente la normativa anterior. Se acentúa la culpabilidad de las barras definiéndolas como un tipo social que “atenta contra la armonía y la paz en los estadios de fútbol”. Al mismo tiempo se avanza en la creación de un Registro Nacional de Infractores a la Ley de Deporte. Se busca prohibir el ingreso a los hinchas con antecedentes penales. Se enfatiza la asociación entre violencia en el fútbol y delincuencia social.


En la virada de siglo las barras son lo que siempre fueron: los principales culpables de una “violencia en el fútbol” creciente en su letalidad. La novedad está en que, desde el retorno a la democracia, se han tornado objeto de legislación, y siempre bajo el cuño de un punitivismo tan declarado en la retórica como inviable en la práctica, pues, pese a prohibiciones, detenciones, juicios o adjetivaciones mediáticas, las barras continuarán poblando las canchas de nuestro país. 


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(Imagen: Reuters)

En los primeros años del nuevo siglo aparecen algunos casos de fuertes enfrentamientos entre “facciones” internas de barras del mismo equipo. Algunas peleas son dentro de los estadios y otras afuera. Nada de la violencia anterior desaparece. Las muertes entre hinchadas de distintos equipos y la represión policial continúan, aunque se vea una merma en su peso relativo en relación a las muertes intrabarras.

Entre 2007 y 2013, con los vaivenes típicos de una agenda de Estado espasmódica e improvisada, se llega a la prohibición del público visitante. Como lo han demostrado varios trabajos académicos, en los últimos años cambian los escenarios de los enfrentamientos y sus protagonistas. Se observa una relación inversamente proporcional entre las peleas de barras de diferentes equipos y las peleas entre barras del mismo club. Si los enfrentamientos entre hinchas –no solo barras– con diferentes camisetas fue la principal causa de muerte desde el retorno de la democracia hasta el principio del siglo XXI; las peleas entre barras del mismo club representan el 56% del total de muertes vinculadas al fútbol entre 2006 y 2017, como lo demostraron Diego Murzi y Ramiro Segura. Y esas peleas se desarrollan principalmente en espacios y tiempos ajenos al escenario público del fútbol por antonomasia: los estadios durante los días de partido. La violencia se “privatiza”: se desarrolla en bares, plazas, bailes, esquinas, boliches, recitales, actos políticos y en días ajenos a los partidos de fútbol. Al desarrollarse lejos de los operativos de seguridad aumentan las posibilidades de usar armas de fuego. El resultado: mayor letalidad.

Este último escenario signado por una sensación de omnipresencia e imprevisibilidad de la violencia, por ende, de las barras, lleva al pánico moral a niveles lisérgicos. Un contexto propicio para la expansión sin límites de la “Grabiologia”, es decir, una fobia travestida de análisis que camina sobre dos pies: por un lado, todas las barras y los barras se reducen a un mismo modelo, el de mafioso, millonarios y violentos. Se universaliza la figura de Di Zeo o Bebote.


Por otro lado, esa misma fobia lleva a encontrar ese modelo de barras en cualquier grupo organizado de los sectores populares –sindicatos, movimientos sociales, piqueteros, economías populares–. De ahí que hablen de “una sociedad barra brava”. Y ahí volvemos, de nuevo, al origen: un pánico moral que nunca dejó de ser un espanto de clase.


Esta mirada se ha tornado sentido común. Predomina en la prensa deportiva con las columnas cotidianas del periodista homónimo; las más famosas editoriales publican ficciones como “El Barra Brava” de Fernando Gonzales donde todo el accionar de estos grupos se reduce al código penal; los diputados y senadores proponen como única política pública integral para afrontar el complejo fenómeno de la “violencia en el futbol” un mamarracho legal llamado…”ley antibarra”. Netflix, simplemente se sumó a un tren en marcha y encontró un perfecto paquete de exportación.

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Nadie niega que algunas “barras bravas” argentinas encuentran en la violencia una experiencia tan placentera como útil; ni que hagan de ciertos mercados ilegales una caja de ahorro. El problema es el recorte y sus consecuencias.

Primero, porque al sobredimensionar su responsabilidad, se exime a otros actores.

Segundo, porque en toda descripción siempre hay una prescripción. Como decía Norbert Elias: “Dale a un grupo un nombre malo, y vivirá según él”.

Tercero porque esta mirada juzga más de lo que comprende. Definir a las barras desde la violencia es confundir la parte con el todo, en cualquiera de estos grupos hay mucho más que golpes, tiros o puntazos. Caracterizarlas como “mafias” es forzar un círculo dentro de un cuadrado. Bebote no es Vito Corleone. Y reducir una pertenencia a la búsqueda de dinero es más una confesión proyectada que una elección ajena. Así se llega a una noción de “barra” más acusatoria que explicativa.

El resto es predecible, porque hasta los algoritmos tienen historia.

Palabras claves: Barrabravas, Fútbol, Puerta 7, Series

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