África ante el coronavirus
Una pandemia no es algo ajeno en el continente africano. La desatención de sus gobiernos, impulsada por Occidente, tiene consecuencias más profundas que el actual coronavirus.
Por Abuy Nfubea para El Salto Diario
El pasado 27 de marzo, TV3, la única TV española con corresponsales en África, nos informó tímidamente de la primera revuelta africana liderada por mujeres en el mercado de Bissau, en contra de la medida del gobierno de cerrar el núcleo social que representa un mercado ente la pandemia. El primer interrogante que me vino a la mente fue: sin Estado bienestar ¿quién va a mantener a esas familias? ¿Estas medidas que quizá sirvan en Europa acaso servirán en África o Latinoamérica?
La sanidad kemítica (pueblos y naciones africanas menos occidentalizadas) es en su mayor parte de pago, la prevención es muy deficiente y el diagnóstico tardío. Sumados al problema del secuestro de las patentes por las farmacéuticas, la corrupción de las dictaduras Tío Tom, amigas de Occidente que, mientras persiguen a Kemi Seba (figura clave del anticolonialismo y el panafricanismo) se llevan el dinero de los hospitales a bancos de Madrid, Andorra, Liechtenstein, Mónaco, Barcelona, Milán y Suiza, aumentando así la escasez de medios humanos y técnicos.
África soporta así el 24 por ciento de la carga mundial de enfermedades, según cálculos del antropólogo Alvar Jones, pero cuenta tan solo con el 1 por ciento de la financiación mundial. El conjunto de sus sistemas de salud dispone tan sólo del 3 por ciento de los trabajadores. Con un 50 por ciento de mortalidad neonatal y un 10 por ciento de mortalidad en menores de cinco años, la población africana se encuentra en un estado de emergencia sanitaria permanente. La esperanza de vida se cifra en 49 años. La ausencia de un acompañamiento institucional seguro imposibilita en todos los estados la delegación de la gestión de la enfermedad. Los itinerarios y las decisiones que implican los modos de ingreso de la persona sin salud son especialmente difíciles: aquí chocan o bien encajan diversas visiones del mundo.
La crisis presente del coronavirus, en definitiva, inaugura una sociología que permite la comprensión de la posmodernidad trágica desde múltiples vertientes, tanto desde lo fenoménico como desde la comprensión teórica. Un recapitular del rumbo presente a partir de los elementos simbólicos que emanan de las propias sociedades y comunidades kemíticas, de casa y de fuera.
Históricamente, las pandemias -como el sida- han sido determinantes en la construcción de imaginarios sociales y las mitologías fundantes de la interpretación de la realidad, así como la construcción simbólica de dicha realidad.
Desconocer la gravedad de todas las crisis biológicas y de sus consecuencias sociales, culturales, políticas, económicas y ambientales que acontecen en los entornos habitados en mayor medida por poblaciones afrodescendientes, es propio de la otra perplejidad compartida ahora por millones de seres humanos en todo el mundo.
Tras casi un mes de reclusión acaso es el momento de hacer una reflexión seria, pero alejada de los mensajes más alarmistas sobre la realidad africana ante el recorrido de este virus en particular. La lectura de este virus por fuerza es diferente en un lugar donde millones de personas mueren de pandemias crónicas como el dengue, el paludismo, la pulmonía, las guerras y los accidentes en vehículos, sin olvidar los frutos del neo-esclavismo o las más de 5.000 bajas anuales en las pateras y vallas de Ceuta, o aún frente a los abandonados en Turquía, Grecia o los campamentos de Sudán en tierra de nadie.
Antes de que la OMS imponga medidas como cerrar los mercados de la Comunidad Económica y Monetaria de África Central (CEMAC), deberían explicarnos qué tipo de programa hay para las poblaciones del continente y sus redes sociales, qué país africano puede hacer revisiones y remedios, cuando los estados de la Unión Europea (UE), como Italia, no han podido hasta el momento.
Cuando Teodorín (hijo del dictador guineano Teodoro Obiang Nguema) desde el Carnaval de Rio o desde su bien financiada mansión en California, insiste en que los africanos se queden en casa… ¿en qué casa se refiere? ¿Acaso con el boom del petróleo construyó viviendas de protección oficial para todos ellos? ¿El antídoto será de acceso para los más pobres? Y si es así, ¿por qué las supuestas vacunas recorren el camino, distópico en principio, de la mercancía privatizada y comercializada? ¿Están las farmacéuticas pensando una vez más en hacer un considerable negocio con la pandemia?
La dura realidad que vive África, pues, sometida a pandemias muy superiores al coronavirus -por el momento- como el paludismo, la tuberculosis y la malaria, males endémicos que matan anualmente 200.000 personas sin alarma social, sin que La Sexta haga un maratón, nos da mucho que pensar, y abre muchos interrogantes. ¿Qué significa en la práctica que se apliquen a los africanos las medidas adoptadas para el coronavirus en el medio euroamericano? ¿Hay alguna alternativa más equitativa? ¿Cuántos países africanos se pueden enfrentar la pandemia? Preguntas, preguntas. Y… ¿una vez lograda la vacuna, todos los seres humanos tendrán derecho a acceder a ella? ¿Qué industria africana puede, ante la pandemia, permitirse el lujo de cerrar sus fronteras, tener una productividad sin excedentes y subsistir sin alimentos?
El Banco Mundial (BM), UNICEF y la propia OMS nos dicen que las personas en África viven con menos de dos dólares al día. ¿Tenemos los africanos la capacidad de obtener una asistencia médica gratuita, parando la producción, adquisición y alimenticia, o sigue siendo la economía informal la fuente de ingresos? ¿Qué pensar del gasto en armamento? ¿Acaso alguna urbe afro puede parar su actividad, un máximo 48 horas, siendo sus poblaciones capaces de separar este paro de su menguada pero imprescindible producción y sus complejos canales de distribución?
Está claro que decisiones como cerrar los mercados de Bissau, Abidjan, Dakar, Lagos, Malabo, Yaunde, Durban o Luanda no solo son una decisión de lo más criticable, también una sentencia de gran debilitamiento, extremo a veces, para muchas familias. Como dice un refrán fang: hay que evitar que el pantano crezca.
Las mujeres comerciantes no tienen medios para sobrevivir con extensas familias a sus espaldas, sobre todo desde de que la cúpula de la UE destruyó su agricultura con los tratados de libre comercio. Requieren de la capacidad del entramado familiar para movilizar pequeños recursos financieros a diario, de cara a sufragar los gastos de estancia y tratamiento en clínicas.
El modelo de implementación vertical de hospitales se ha impuesto: es decir, el Estado y las ONG sufragan hospitales a los que buena parte de la población no puede acceder. En Bata (Guinea Ecuatorial) cuesta 50 euros diarios. El entorno del enfermo también ha de asegurar la búsqueda de los fármacos en buen estado, si es posible; medicinas recetadas en la libreta de salud, en caso de que no se den rupturas de stock; la prospección de sangre si fuese necesario es todo un riesgo, una decisión a vida o muerte, velar por la higiene del enfermo, su comodidad, su alimentación, etc. En países donde la esperanza de vida es tan baja donde las infraestructuras sanitarias requieren y propician el rol activo de los individuos y colectivos para sortear las dificultades extremas, no es una actitud sujeta al reproche. Quizá es algo irónico que las personas negras a estas alturas se dejen arrastrar por el miedo globalizado general.
Al respecto sugiero los videos del hondureño Alfredo Bowman, más conocido como doctor Sebi, seguida de una reflexión de lo ocurrido desde la Conferencia de Berlín. El sumatorio de todos estos vacíos estructurales y otros más avivan la independencia respecto a la tutela sanitaria, demostrando que el lugar donde nacemos determina la salud que vamos a tener.
*Por Abuy Nfubea (director de Uhuru Afrika TV) para El Salto Diario / Foto de portada: AP