Poco Frecuente, lo improbable se vuelve rutina
Por Manuel Allasino para La tinta
Poco Frecuente es la primera novela de Ana Montes, publicada en el 2019. Es la historia de una protagonista – narradora que, en su niñez, recibe el diagnóstico de la Enfermedad de Gaucher.
Mientras va creciendo y comienza a tener sus primeras desilusiones en la vida, aprende a vivir con un cuerpo que tiene una enfermedad «poco frecuente» que le imposibilita hacer un montón de cosas y la obliga a pasar gran parte de su tiempo en distintas clínicas.
El título del libro es un oxímoron al igual que el relato: lo poco probable que es ser portadora de ese gen, lo poco probable de realizar un tratamiento innovador y menos invasivo.
Poco Frecuente es el retrato de una adolescente condicionada a vincularse con su cuerpo como si fuera de cristal.
“Me lo transé. Eso decía el avioncito de papel que me tiró. La miré fijo desde mi cama y nos reímos. Paloma siempre estaba mil pasos delante de mí. Tenía un año más, pero parecían cinco. Llevaba la adolescencia tan cómoda, con las tiritas del corpiño al aire y el pelo rebajado que le quedaba increíble. Yo, en cambio, era torpe, flaca y encorvada por lo alta. Ese día conocimos en el balneario a unos chicos. Eran dos primos. Instantáneamente me enamoré del morocho de rulos. Nos emboscaron con una pelota mientras tomábamos sol. Yo me cubrí la cara y me aparté espantada para protegerme. Paloma, que tenía la bikini desatada, se tapó las tetas con una mano y con la otra se la devolvió. Después de eso se acercaron y nos quedamos con ellos sentadas en la arena hasta que se hizo de noche. Hablamos de los colegios, de lo aburrido que era el centro de Valeria y de que no había ningún boliche copado, pero irse a Gesell era todo un tema porque sí o sí te tenían que ir a buscar en auto. También hablamos de los panchos del puestito del balneario de al lado, que, para los cuatro, eran los más ricos del mundo. Mentimos que éramos hermanas y no hermanastras. Ellos nos contaron que tenían una banda y Paloma se puso a cantar a capela Promesas sobre el bidet. Los pibes, embobados. El que me gustaba no me miraba para nada y me ponía roja de pensar que en algún momento sus ojos podían chocar con los míos. Mientras, intentaba darme cuenta cuál le gustaba a ella. Le tiraba onda a los dos, un poco y un poco, parejo. No parecía costarle. Era como un pez siguiendo la corriente del río. Algo instintivo que le salía porque sí. Finalmente, el morocho de rulos se le acercó y la abrazó. Se me rompió el corazón. De pronto el latido de mi rodilla se despertó. Algo agudo me atravesó el músculo. Dije chau y me fui. Noté la arena húmeda pegada a mis pies, el viento hacía que los granos me rasparan entre los dedos. Los pies helados y rasposos y lo oscuro de esa calle vacía. En la esquina apareció una nena con su mamá, andaba en triciclo y se moría de risa. En ese momento hubiera querido ser ella. Ser chiquita y reírme así, con los pelos al viento. El amor tenía que ser como eso, como el viento en la cara cuando andas en bicicleta y sentías que casi volás, que sos una con el aire y la velocidad de las ruedas, algo natural y sin esfuerzo. Me fui a bañar para recuperar la temperatura. Me miré en el espejo. Los hombros muy arriba, poca forma en general, casi nada de tetas, panza hinchada, cadera demasiado chica para las piernas chuecas que la seguían. No me gustaba. Si yo no me gustaba, por qué alguien iba a gustar de mí. Me metí en la ducha. El chorro de agua caliente me adormeció las articulaciones. El latido del dolor se durmió. Me sentí bien. Por un momento mi cuerpo dejó de pasar, me olvidé del morocho de rulos y de todo lo demás. Cuando Paloma llegó, lo supe. Lo vi en su sonrisa mientras comíamos pizzas a la parrilla. El avioncito, más tarde, sólo sirvió para confirmar el fracaso que yo era”.
En su primera novela, Ana Montes retrata con precisión las idas y vueltas de una joven dolorida en un momento de la vida en el que la mayoría se siente o debería sentirse inmortal. La autora pone en palabras el desconcierto y cuenta cómo lo improbable se puede convertir en rutina.
Poco Frecuente tiene un ritmo que atrapa. Va de las habitaciones frías y aburridas de una clínica hasta un encuentro en el cine con un chico que a la niña Ana le gusta mucho en cuestión de segundos.
“La sala de espera está en un subsuelo, no tiene luz natural. Pasar muchas horas sin ver los rayos del sol, sin que atraviesen la ventana y reboten en el interior del cuarto, confunde. En la sala de espera del Hospital Italiano podía ser de día o de noche, llover o haber un cielo radiante de mediodía, pero nunca me enteraba. Del uno al diez, ¿qué tan fuerte es el dolor? Eso era lo primero que me preguntaban siempre. Cada especialista, en cada consulta. Nunca entendí bien cómo contestar, cómo ser precisa. ¿Cómo se mide una sensación del uno al diez? Me parecía prudente guardarme el diez, es imposible afirmar estar sintiendo el máximo dolor posible, siempre podría ser peor, o no, pero cómo saberlo. ¿Una persona sin dolor estaría en cero? Algo de dolor siempre hay, o no exactamente dolor, pero sí alguna molestia en la panza o una migraña suave o una pielcita salida del dedo. Mi dolor era fuerte, muy fuerte. Algunos días estaba encapsulado, una molestia constante y pareja, pero tolerable. Otras veces se expandía como líquido y se volvía lo único en lo que podía pensar. Lo más prudente, entonces, era hacer un promedio. Ocho. Del uno al diez decido que ocho. Un ocho que pasó a acompañarme todos los días al colegio, a los cumpleaños, a las clases de inglés, al curso de ingreso a la secundaria. Un ocho que se acostaba conmigo. Un ocho que estaba ahí, pero que nadie podía explicar de dónde venía. Un cuerpo extraño. Algo que no pertenece y que penetra. O que estaba ahí y se activó. Late. Bombea. Duele. Pincha. Hierve. Endurece. De golpe una idea, una necesidad, un deseo: amputar la pierna. Expulsar el miembro y con el miembro el cuerpo extraño y listo. Solución de raíz. Arrancarlo. Eliminarlo. Liberar al cuerpo de la pierna. Disociar el cuerpo del dolor. Un médico les recomendó a mis papás llevarme al psiquiatra. Les dijo que probablemente no tuviera nada, que tal vez el dolor era síntoma de un sufrimiento psicológico, un llamado de atención o algo así. El otro día vi un programa en la televisión sobre el Síndrome de Munchausen. Las personas que lo padecen se inventan síntomas para parecer enfermas y recibir atención médica. Algunas siembran pistas falsas para guiar a diagnósticos terminales y recibir cuidados intensivos. Otros se lastiman, se producen vómitos o no comen nada para perder peso y parecer más graves. Disfrutan de ir al hospital, de los estudios, de los pinchazos y todo eso. ¿Pensará que tengo eso el médico? ¿Podría tenerlo? ¿Me estoy inventando el dolor? Pero el dolor está, lo siento. Entre la piel y los huesos. Aferrado. Es mío, es una parte más que está ahí, siempre, como los dedos o las pestañas”.
La historia tiene mucho dolor, pero está contada desde la perspectiva inocente de una niña. La protagonista – narradora nos habla desde el lugar del encuentro con ella misma. La novela se enmarca en lo que se conoce como “literatura del yo”.
“Ahora es el brazo. Es el brazo y no la pierna, pero es peor. Duele más. Me internan en la Clínica Bazterrica, y no en el Hospital Italiano, porque a mi mamá le parece importante que esté en un lugar lindo, pulcro, bien decorado. Que no me deprima. Como si deprimirme o no en esa situación dependiera del color de las cortinas o de los cuadros de paisajes en las paredes. Me internan porque no hay diagnóstico, porque ya no pueden explicar las crisis de dolor con la artritis reactiva, porque los derivados de la morfina ya no me calman. El brazo está duro, rígido, caliente, enrojecido, ampollado. Me animo a decir nueve. El dolor está en nueve y yo no sé si lo puedo seguir soportando. Me invade todo. Me miro el brazo y no lo reconozco, no lo siento mío, no me obedece. Me internaron un domingo a la noche. No pude dormir el sábado, pero no quise decirle a mamá, ese día tenía el cumpleaños de una amiga y eso me entusiasmaba. Intenté contender el dolor, pero no aguanté. No aguanté y les dije a las chicas que me dolía mucho el brazo y no fui. Y ahí empezó la cosa. Estoy en la cama acostada y escucho a mamá hablar por celular. Supongo que habla con papá. Le grita. Que es en serio, que venga, que ya no sabe qué hacer. Me siento mal. No me gusta sentir que se pelean por mi culpa. Entra el doctor y me hace un examen de rutina. Me explica que por el suero me pasan calmantes y que todo el equipo de especialistas está evaluando posibles diagnósticos. Que todo va a estar bien. Que tengo que tener paciencia. Que soy una chica muy fuerte. Ya lo sé, pienso, que no se lo digo. Entra la enfermera con la cena. Odio la comida de hospital. Me pone de malhumor que me den cosas de dieta cuando no tengo nada malo en la panza. El doctor dice que es mejor estar liviana, que comer sano ayuda al cuadro general. Mamá concuerda. Si papá estuviera acá me traería una hamburguesa de contrabando. En el piso donde estoy internada también está Maternidad. Se escuchan bebés llorando de fondo casi todo el tiempo. Algo de eso me tranquiliza, me hace sentir que estoy rodeada de vida y no de gente enferma”.
Poco Frecuente de Ana Montes es una novela en donde la autora decide bucear en su niñez y adolescencia para describir cómo lo terrible se puede volver rutinario, pero también cómo el azar, a veces, nos devuelve lo que quitó en un momento de la vida.
Sobre la autora
Ana Montes (Buenos Aires, 1992) es licenciada en Comunicación por la Universidad de Buenos Aires. Se formó en pintura y escritura con Diana Aisenberg, Cynthia Edul y Romina Paula. Poco frecuente fue finalista en la Bienal de Arte Joven 2019 y es su primera novela.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Alexandra Levasseur.