Habíamos visto el limite
Reseña de La Masacre de Kruguer de Luciano Lamberti (Literatura Random House, 2019).
Por Ignacio Liziardi para La tinta
Podemos admitir, sin descuidos, que la última novela de Luciano Lamberti desata una incomodidad adictiva: esa en el que no se puede dejar de leer, que lo mantiene a uno pegado a la hoja. Asco y fascinación.
Nos aproximamos, lento, al apacible poblado de Kruguer, donde se celebra todos los años la Fiesta de la Nieve. Sus habitantes, encantadores, invitan a los turistas a pasear a caballo. Se bebe cerveza y se come chocolate. Las montañas observan. Suena la música desde el escenario. Todo es perfecto. Pero el 26 de junio de 1987, durante dicha celebración, el peso de algo que no se nos muestra por completo se hace insoportable en Kruguer. La humanidad como la conocemos estalla en mil pedazos y asistimos al horror más desquiciado. Casi toda la población es masacrada.
Comienza una narración coral. Un juego del antes y el después de ese horror innombrable. Nadie queda sin contarnos sus impresiones. Asistimos a vidas que se fracturan y nunca vuelven a ser las mismas. Podemos reconocer la cercanía en los nombres de la gente de Kruguer, en como hablan. Testimonios estremecedores de testigos y de los habitantes del pueblo vecino de Los Primeros tejen la historia. Todo orbita el hecho, al que nadie puede encontrar explicación. Como admite uno de los personajes al hablar del tema años después, un poco incomodo: «habíamos visto el límite».
Las influencias -en el buen sentido de la palabra, como decía Piglia- son precisas y McCarthy, Bolaño, pero, sobre todo, el mejor (el primero, crítico) Stephen King asoman como reverencias casi imperceptibles. Lamberti no ahorra sangre y apuesta al género: el terror, el policial, la ciencia ficción. la combinación de los tres y la seguridad de que se puede hacer literatura argentina hoy desde el género sin concesiones.
Abrir la masacre de Kruguer es encontrarnos con el miedo a nosotros mismos. El terror de saber de qué podemos ser capaces de hacer. También es el miedo al otro, al vecino, a los familiares, a la paranoia y a la locura. La riqueza de esta novela habita en esa tensión. Habita en esa imposibilidad de saber cuál es el límite, nuestro límite, y todo lo que de ahí surge.
Bolaño se refirió a la obra de Lamborghini como “una cajita que está puesta sobre una alacena en el sótano. Una cajita de cartón, pequeña, con la superficie llena de polvo. Ahora bien, si uno abre la cajita, lo que encuentra en su interior es el infierno”. Esta definición también se ajusta a la nueva novela de Lamberti. Uno se queda con la sensación de que no hay comodidad en escribir y leer el horror. Ese, del que nos habló Conrad, pero que, por alguna razón, nunca deberíamos dejar de hacerlo.
*Por Ignacio Liziardi para La tinta / Imagen de portada: Adrian Escandar.