La introducción, la imposibilidad de evadirse
«La introducción» es una novela de Rodolfo Fogwill publicada en el año 2016, y es la que el escritor corrigió hasta poco antes de morir. Es por ello, en todos los sentidos de la palabra, su última novela. En ella, Fogwill, como en muchas otras de sus obras, hace una descripción minuciosa y sagaz de ciertos espacios que se ofrecen para el ocio de las clases medias o medias altas. Clases sociales que parecen estar disociadas de la realidad que las rodea.
Por Manuel Allasino para La tinta
El libro retrata un día en la vida de un hombre con una posición económica acomodada que visita dos veces por semana Las Termas de Flores, un lugar suburbano de descanso en donde practica diferentes actividades. El ejercicio con otras personas y el esparcimiento sirven como excusa para reflexionar sobre la vida y para introducirnos, a través de la escritura, en la conciencia: la suya, pero también la del lector; y de la sociedad en la que se mueve.
“Bajó. Saltó un charquito. Siempre hay charquitos en esa esquina de Independencia. En el de aquella vez quizá se estuviera reflejando algo: un edificio antiguo de fachada grisácea cagada por las palomas del barrio, o un pedazo de cielo azul. El cielo estaba azul: pensó que más azul que nunca. Desde la vereda intentó ver la cara de la mujer de la quinta fila, pero el chofer aceleró y por la pereza de correr, se resignó a perder esa imagen, que, de todos modos, nada habría de revelarle. Nunca sabrá que iría expresando aquella cara. Son infinitas las cosas que nunca sabrá. Pero en aquel momento no le importaba ignorar: sólo le preocupaba elegir un buen taxi para llegar cómodamente relajado a Las Termas de Flores. Dejó pasar un par de autos de aspecto descuidado y abordó un nuevo modelo de Peugeot que llevaba un anuncio prometiendo servicio con refrigeración. No era una tarde de calor. Iba a Las Temas y ya anticipaba su placer, su dolor, las rutinas de lunes y jueves de aquel invierno. Jueves, lunes: tardes y anocheceres iguales entre las cuatro y las nueve y media de la noche. Rutina de Las Termas: jamás sintió curiosidad de saber por qué suele hacer estas cosas, contraer hábitos, dilatar el desenlace de las cosas inevitables. Era como si hubiese más de un tiempo: no menos de dos. Los hábitos y las repeticiones de la vida se producen sólo sobre uno de estos tiempos. O tal vez los produzcan: no se puede saber si el tiempo está allí con sus pequeños orificios de momentos para que alguien vaya enhebrando en ellos los actos de su vida, o si con los actos los que van creando y empujando la larga cinta del tiempo para que exista un punto donde volver real a cada cosa que vaya apareciendo como un ensueño de la costumbre, o de la voluntad. El otro tiempo sólo se le parece en su desplazamiento inexorable, pero no va avanzando a saltitos hacia el futuro. Es el futuro vertiginoso quien lo trae hacia atrás, hacia la máquina del presente que lo inyecta en la vida. El taxi pertenecía al tiempo de los hábitos. Era como si él mismo estuviera creando a aquel auto, o a su chofer, en un tiempo blando y obediente a su voluntad. Pero debía haber otro tiempo. Estaba el futuro, hacia enero, en un invierno europeo circulante y ocioso. Y en la posibilidad de aparecer allí, disolverse y ser otro”.
El contexto de la novela son los años 2001 y 2002. Encontramos la fecha por la presencia de piquetes en la ciudad y por la cotización del dólar.
El personaje tiene unos cuarenta años de edad. Observa, clasifica y desmantela con mucha lucidez cada una de las estructuras tecnológicas y sociales que constituyen ese espacio de esparcimiento. A pesar de que la principal función de los ejercicios extenuantes y de las rutinas, es no pensar, el personaje no puede dejar de hacerlo.
“Distinta es la ceguera que sucede a los ejercicios creatinógenos. La sangre sobra en la cabeza. Si bien intoxicada de anhídrido carbónico y ácido láctico, irriga las retinas, los nervios y el cerebro llevando el poco oxígeno requerido para ver. Es posible, pensaba, que esa ceguera que convierte a todo lo demás en un manchón difuso, sea resultado del cese de cualquier voluntad de ver. Al cabo de aquellos ejercicios nadie querría ver. Sólo volver a ser sí mismo debía pretender cada uno. Al comienzo de la sesión de aquella tarde, durante el primer ciclo de calentamiento, estiramiento y trotes, pensaba que algo semejante debía ocurrir con la vida. Temía que en cualquier momento el instructor anunciase una nueva tanda de creatinógenos y se alivió al escucharlo dar órdenes de patear. Las patadas del filipino permitían, de alguna manera, pensar. Con la vida humana debía ocurrir algo semejante a aquella ofuscación. Buena parte de las cosas más frecuentes de la vida debían tener también su forma de ceguera programada; un inventario de todo lo que hay que dejar de ver para poder hacer. Ese ha de ser el mecanismo natural de la atención, que consigue que cada uno atienda a lo que debe atender y se desentienda del resto. Y también debe haber un uso artificial de los mismos recursos. Tal vez las torres fuesen un buen ejemplo. Al comenzar la serie de patadas enfrentaba al ventanal y podía ver – en ese momento sí podía ver- una de las tres torres altas de Las Termas. Los ingenieros y arquitectos las habrían emplazado, o habrían respetado su emplazamiento original durante las obras, pensando que con su altura y su esqueleto de acero representarían cabalmente la profundidad de las perforaciones de Las Termas y el complejo trabajo humano organizado al servicio del proyecto. Pero su presencia, su fantasmagoría industrial y el contraste que creaban con los jardines de acacias, la alameda y los bosques de pinos y eucaliptus que rodeaban el campo de golf predisponían una atención llamada a distraerse de todo lo demás. ¿Qué sería lo demás? Pensó en el trabajo de recepcionistas, administrativos, masajistas, instructores, asistentes, médicos y operarios de mantenimiento. No era eso. Eso se hacía evidente desde la primera visita a Las Termas y se manifestaba en la constante sensación de ser parte de un vibrante hormigueo social. Pensó en los baños, los masajes, las sesiones de gimnasia, y en las distintas prácticas deportivas. Tampoco a eso estaría dirigido el intento de provocar una cuidada desatención. Debía ser otra cosa y tal vez convendría averiguarlo, o imaginarlo, aunque no era el momento indicado para concentrarse en el tema”.
La introducción de Rodolfo Fogwill es una novela que analiza a través del ojo clínico del escritor el funcionamiento de la sociedad contemporánea, y dentro de ella, la de sus capas medias. El personaje repite una y otra vez que va a Las Termas de Flores para eludir cualquier pensamiento. Ni pensar ni ser pensado, todo lo que quiere es sustraerse. Pero no lo logra, y su condena es la de pensar todo el tiempo.
Sobre el autor
Fogwill (Buenos Aires, 1941-2010). Sociólogo, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde fue docente y profesor titular, es autor, entre otras obras , de las novelas Los pichiciegos (1983), La buena nueva de los Libros del Caminante (1990), Una pálida historia de amor (1991), Vivir afuera (1998), La experiencia sensible (2001), En otro orden de cosas (2002), Urbana (2003) y Un guión para Artkino (2008); de los libros de poemas Partes del todo (1991), Lo dado (2001), Canción de paz (2003) y Últimos movimientos (2004) ; y de los volúmenes de relatos Ejércitos imaginarios (1983), Pájaros de la cabeza (1985), Restos diurnos (1993) y Muchacha Punk (1998), reunidos en Cuentos completos (2009). Sus ensayos fueron compilados en Los Libros de la guerra (2008). Su obra narrativa fue traducida a varios idiomas. En 2003 obtuvo la beca Guggenheim y en 2004 el Premio Nacional de Literatura. En 2013 Alfaguara publicó La gran ventana de los sueños.
*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: m.a.f.i.a.