La hora de los pueblos
América Latina transita un momento de fuertes protestas contra los gobiernos neoliberales, que tienen una sola respuesta a las demandas populares: la represión desmedida.
Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
El Joker, protagonizada por Joaquín Phoenix, fue claramente el hecho cultural más importante que dio el cine en lo que va de 2019. La película logra captar cierto zeitgeist que sólo las obras que están destinadas a durar pueden hacerlo. Como si parecieran inspiradas por la obra maestra de Todd Philips sobre el histórico antihéroe de DC Comics, la ola de revueltas en el mundo, especialmente en América Latina, parece no tener un final anunciado en el mediano plazo. En las últimas semanas, hemos asistido a protestas y manifestaciones de gran tamaño y distinta virulencia en los siguientes países latinoamericanos: Colombia, Perú, Ecuador, Haití, Uruguay, Venezuela, Bolivia y, por supuesto, Chile. La primera de ellas fue, quizás, aquellas grandes marchas en Puerto Rico contra el entonces gobernador Ricardo Roselló en julio pasado. Finalmente, se logró su destitución, sin embargo, todavía no se han implementado transformaciones profundas en la isla caribeña. Lo que sucede con este tipo de movimientos es que se corre el riesgo de diluirse al no contar con una conducción política clara. Ese será el gran desafío de cara al futuro: ya sea encauzar los reclamos detrás de una oferta electoral concreta o correr el eje de la discusión para que todas las propuestas políticas discutan en base a ellos.
Esto se suma a una convulsión más general que atraviesa el mundo. En lo que va de este año, se han producido grandes revueltas en lugares tan disimiles como Hong Kong, Líbano, París o Barcelona. Todas ellas tienen en común un gran descontento de la población para con cuestiones puntuales, ya sea una reforma en la ley de extradición con China -en el caso de Hong Kong-, condenas a ex funcionarios de gobierno independentistas en Barcelona u oposiciones a un paquete de medidas económicas para paliar una crisis, como en el caso de Líbano. En Ecuador, las protestas también comenzaron por causa de una medida puntual: la quita de subsidios a los combustibles, por lo cual aumentaron un 123 por ciento en un día. En Perú, por la disolución del Parlamento y la convocatoria a nuevas elecciones. En Chile, por el aumento de 30 pesos en el valor del boleto del metro. En Puerto Rico, por una serie de comentarios homofóbicos y misóginos del gobernador en un chat privado de WhatsApp. Todas estas protestas superaron el reclamo inicial para convertirse en movimientos más profundos que pedían la renuncia de los mandatarios, así como una serie de reclamos económicos, políticos o sociales.
Ya decía Juan Domingo Perón en 1973 que había llegado “la hora de los pueblos”. Allí, el general escribía: “De cuanto venimos hablando, se infiere que el problema argentino es un poco el problema del mundo, como lo es el de Brasil, Venezuela, Colombia, etc., y que consiste en la liberación en lo internacional y en las reformas estructurales en lo interno. Sin esas reformas indispensables, no habrá paz interior estable y duradera como impone una convivencia creadora, y sin liberación no habrá ni justicia social, ni independencia económica, ni soberanía nacional, factores indispensables de la grandeza nacional, y no saldremos nunca de nuestra triste condición de ‘subdesarrollados’, en tanto seamos tributarios de la explotación imperialista”. Allí se expresa muy bien la necesidad de que las transformaciones necesariamente deben ser globales. En un mundo como el de hoy, donde no pueden pensarse los fenómenos de manera individual, esto es más cierto que nunca. Argentina, quizás, por ahora, venga siendo ajena a este tipo de movimientos por la memoria histórica del mismo peronismo. En el país, el pueblo ya estuvo en el gobierno y entiende que es posible llegar mediante la vía política, la democracia y la conformación de un frente político que agrupe a las grandes mayorías heterogéneas.
En el mundo actual, los procesos políticos son cada vez más dinámicos y las hegemonías más fugaces. Hace cuatro años, parecía que la ola del nuevo giro a la derecha en América Latina venía a arrasar con todo y a constituirse en la nueva mayoría por tiempo indeterminado. No obstante, ello no fue así y, cuatro años después, nos encontramos con el macrismo derrotado en Argentina, Lenin Moreno enfrentando una crisis enorme en Ecuador y el gobierno de Nicolás Maduro que se sostiene a pesar de las críticas, sabotajes y bloqueos extranjeros, etc. Esa inmediatez en la que vivimos puede llegar a ser una de las explicaciones de los vertiginosos cambios en los procesos políticos. Deberemos acostumbrarnos a que los tiempos del siglo XXI no son los mismos que los del siglo XX y que ahora los pueblos exigen soluciones mayores, más rápidas y concretas.
En el período de mayor crecimiento económico de la historia del capital, también nos encontramos en la etapa de la concentración más grande del mismo. Las grandes mayorías que quedan afuera del reparto parecen tener cada vez menos tolerancia a esta situación.
Cabe la posibilidad de que las protestas a las que estuvimos asistiendo en los últimos meses, en tiempos de globalización de absolutamente todo -incluso del antiglobalismo-, desemboquen en movimientos aún más profundos e interconectados. Aún no podemos terminar de dilucidar cuál es la conexión real entre todas ellas, porque hay algo que todavía no estamos viendo. Más allá del manual de las protestas utilizadas por los manifestantes en Hong Kong, que ha sido replicado en algunos otros lugares del mundo, no hay demasiada organicidad en las revueltas. Aunque sí existen varios denominadores comunes: la juventud de los manifestantes, su inmediatez, la virulencia de las formas, la represión estatal sin miramientos, la falta de liderazgo claro, entre otras cuestiones. Como en El Joker, es la sociedad misma la que empuja a los manifestantes a la calle. A diferencia de la película, el caos general tiene una finalidad clara: transformar las estructuras sociales de países con una desigualdad sangrante. Mientras esta no sea resuelta, aquella vieja frase de Eduardo Galeano que dice “si no nos dejan soñar, no los vamos a dejar dormir” adquiere una relevancia casi profética.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta