Una muchacha muy bella, festejar las pequeñas cosas
Por Manuel Allasino para La tinta
Una muchacha muy bella es una novela del escritor y poeta Julián López, publicada en el año 2013. Está narrada desde la mirada de un niño que va reconstruyendo su vida con una madre soltera, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en un barrio de Buenos Aires, hasta el secuestro y desaparición de ella. Dos personajes solos, en medio de un paisaje brutal y violento; pero llenos de vitalidad.
La novela no es un testimonio, sino una ficción que logra interpelarnos sobre la última dictadura genocida en nuestro país. El niño narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración ni en los tribunales: “a la picana no le interesa Titanes en el ring ni cómo se hace un traje de extraterrestre; esos datos suelen ser irrelevantes para los jueces”. El niño narrador no recuerda para evocar la vida de una víctima, sino para hacer existir a su madre bajo la luz de su belleza y su mirada amorosa; y, así, poder festejar las pequeñas cosas de la vida.
“La casa era un living con paredes rojas que terminaban en plafones de yeso en los que se escondían los tubos fluorescentes que solían titilar una agonía rítmica más que aclarar el ambiente. Había algunos adornos que colgaban: un sombrero mexicano, de plata, del tamaño de la palma de una mano pequeña, un sol azteca de bronce, con gesto agrio y una barba de colores tejida que terminaba en un puñado de cascabeles, una foto enmarcada de Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant que había mandado mi tío desde París, una foto del Che, a quien mi madre llamaba ´mi novio´, pegada con una chinche, la reproducción de un grafito de Alonso -una mujer sentada en el suelo, con la espalda encorvada y que parecía desnuda- y unas pocas tarjetas. A mi madre le gustaban las postales de Holanda en época de tulipanes, ella misma las compraba, les escribía el dorso con pequeños relatos de viaje y las metía en el buzón para que yo las recibiera, más o menos 40 días después. Entonces nos juntábamos en la cocina a tomar el té y comer budín inglés y a que ella me contara todo lo que no había podido escribir en el poco espacio de la tarjeta. Mi madre adoraba describirme los pormenores del periplo: los valles rojos en los que crecían espontáneas las amapolas, las comodidades mesuradas del camarote del tren que llegaba desde los Urales, bordeaba el Danubio o la hacía conocer primero Pest y luego Buda, o los deliciosos caramelos de violetas que vendían en la patisserie Sachel, en Viena. La fascinación agrandaba las pupilas oscuras de mi madre, que aprovechaba el relato para instruirme en materias diversas: desde una especie de geografía de ensueño hasta una antropología de imprecisas exageraciones europeas. Hasta entonces por lo menos, mi madre no había salido del país y solo conocía Chapadmalal, Embalse Río Tercero, en Córdoba, Necochea, Tandil, La Reja, la ruta 12 y El etrusco, un hotelito en Paraná. Sin embargo, cada vez que por algún motivo visitaba un barrio nuevo volvía a casa como una Marco Polo agotada por la excitación de la travesía a contarme las extrañas costumbres de los vecinos de Floresta o de Villa Real, los tipos de árboles que tenían las aceras, si había visto jaurías callejeras, o descubierto bibliotecas o museos o algún viejo orinando en un cantero. Adorábamos viajar y yo aprovechaba para sacar los pedacitos de fruta abrillantada del budín y mirar por los agujeritos que quedaban mientras mi madre, en plena posesión de sus relatos, los recogía con la destreza asombrosa y se los comía sin darse cuenta y sin retarme”.
La madre es todo un misterio fascinante para el protagonista. Es un tejido simbólico a descifrar. La voz que narra la novela es la de un niño fanático de los detalles, construido por el adulto que aparece sorpresivamente en el relato para dar zarpazos y desbaratar la ternura ingenua de la niñez.
“Esa tarde mi tío no me trajo nada; cuando lo escuché corrí desde mi cuarto hasta el living para saludarlo y lo encontré con la cara seria, me saludó bastante apurado, la miró a mi madre y le dijo como con una furia seca que hacía rato que estaba enfrente de casa pero que la persiana estaba baja. Mi madre pareció despertarse de golpe, se levantó del sillón de un salto y me dijo que me quedara en mi habitación, que ella le iba a hacer unos mates al tío y que necesitaban tener una charla de grandes. Me quedé en la habitación tratando de desentrañar de qué podía hablarse en una charla de grandes, qué cosas no podía escuchar un chico; yo ya había visto un choike despanzurrado por el filo de un cuchillo, una comunidad de serpientes ciegas que se morían de a poco fuera de su hogar en las entrañas del ñandú, había soñado con las hienas y con las masas prohibidas de la Casa Suiza, habían amenazado con volar mi escuela antes de que pudieran llegar los aliens amigables; ya sabía que los niños del mundo se morían con la panza gorda de hambre, que no debía preguntar por mi papá, que el Niño Jesús era un miserable mentiroso por el que se robaba y se mataba. ¿Cuál sería la temática impropia para un niño de mi edad? Pocos minutos después escuché que mi tío Rodolfo se iba y mi madre entraba al baño y con la puerta abierta se lavaba la cara con agua fría y se ponía una gomita en el pelo para hacerse una cola de caballo. Súper apurada se ponía el saco de los botones dorados y me decía que tenía que salir, que iba a ver si estaba Elvira para que me viniera a cuidar durante el rato en que ella estuviera fuera. Elvira no contestó a la puerta, ni al timbre ni a los golpes ansiosos de mi madre, que volvió, lanzó un sollozo delante de mí y me dijo: -No te puedo llevar –En un santiamén se enjugó las lágrimas, solo dos, una de cada ojo, prendió la tele con el volumen bajísimo, me sentó en el sillón, me arropó con el poncho, me dijo que la esperara ahí, viendo los dibujitos, que no saliera de ahí por nada y que si sonaba el timbre no contestara y no le abriera la puerta a nadie. Ni siquiera a Elvira. Vació la lata en la que guardábamos los ahorros, me dio un beso en la frente, salió y echó dos vueltas de llave a las dos cerraduras que tenía la puerta. Mi madre nunca cerraba tanto. Era casi de noche cuando me quedé solo, ¿qué dibujito iba a ver? Los programas a esa hora eran para grandes y a mí los noticieros me asustaban. Me desenvolví del poncho como en un peligroso acto de desobediencia, me levanté del sillón, fui a la cocina, me agarré una flautita de la bolsa de tela detrás de la puerta, abrí la heladera y saqué la mantequera, agarré un cuchillo y la azucarera. Volví al living, partí al medio el pan, lo llené de manteca y de azúcar, cambié de canal y me quedé como hipnotizado, sentado en el borde de la mesa del living, a escasos centímetros de la pantalla. Mi madre no tardó en volver. Mucho antes de lo que pensaba abrió, cerró y apoyó su espalda sobre la puerta, tenía los ojos hinchados. Así permaneció unos instantes y yo pude verla, con el sonido de la tela detrás, como dormida con los ojos abiertos, menos irritada, más cansada. En un momento se espabiló un poco, cruzó el living para dar con la biblioteca y llegó hasta la lata de los ahorros, la abrió, metió la mano en el bolsillo, sacó el puñado de billetes hechos un bollo y lo devolvió a la lata. Del otro bolsillo sacó mi libreta de estampillas de la Caja Nacional de Ahorro y Seguro y también la devolvió a la lata. No había visto que se la había llevado y sentí una mezcla de indignación y pena pero no dije nada. Todavía trataba de capturar la brisa del paso de mi madre por delante de mí, pero ese aire no tenía el olor metalizado que solía tener cuando volvía de sus salidas. Intenté aspirar muy profundo sin que ella lo notara, el mío era un acto de extrema intimidad, una manera de abrazarla sin mostrarme dependiente. Esa vez el aire a su alrededor olía a aire, nada especial. Bajó la persiana completamente y las rayitas de luz que a esa hora venían del farol de la calle se oscurecieron por completo”.
En Una muchacha muy bella, hay una mirada transgresora, articulada desde el imaginario infantil, sobre ciertos tópicos de la dictadura y la militancia revolucionaria de los años setenta. Julián López pincela con poesía la evocación a una época muy dolorosa.
Los protagonistas principales de la novela, madre y niño, no tienen nombre. Están rodeados de unos pocos personajes más, entre ellos, Elvira, una buena vecina, y Rodolfo, el tío materno que es la única referencia familiar. A su vez, la época está recreada con minuciosidad por las marcas de golosinas, los juguetes y los programas de televisión.
“En la pantalla había unas letras, pero yo veía todo al revés en la imagen del espejo, no podía leer. Ahora lo que mostraban estaba quieto, era un paredón con esas letras debajo. Me acordé de mi tío Rodolfo. Me acordé de cuando se ponía serio, se tocaba los bigotes y me hablaba. Me acordé de cuando me decía que tenía que estudiar, que tenía que ser curioso y que no tenía que perder nunca la alegría. Me acordé de cuando me regaló un rectángulo de vidrio rojo y un cuaderno, de cuando me enseñó a parar el vidrio justo en el medio de una hoja, con un dibujo de un lado y el otro libre para poder copiar el reflejo que daba sobre el vidrio y se proyectaba sobre el papel en blanco. Me levanté a buscar el cuaderno y el vidrio, busqué un lápiz y anoté con dificultad las letras que la tele reflejaba en el espejo, yo sabía que había idiomas que se escribían al revés, me lo había enseñado mi tío, pobres chicos, tener que aprender a escribir las palabras de atrás para adelante y tener que entender todo dado vuelta. Eran 16 letras. De pronto se encendió la luz de la cocina y llegaron los ruidos del agua y de la pava, la puertita de la alacena y la lata de saquitos de té. La cucharita al costado del plato y la alacena de arriba donde guardábamos la azucarera. La puerta de la heladera. Si estábamos en casa a mi madre le encantaba el té bien negro, con el agua bien caliente pero no hirviendo, con una cuchara gorda de azúcar, con un chorrito de leche cruda y fría. Eran 16 letras de un lado de la hoja del cuaderno y puse el vidrio rojo. Elvira llegaba desde la cocina en el murmullo de las cosas que tomaba para preparar el té, pero no aparecían ni su voz ni la fricción de sus pasos en la tela de sus chinelas. Ahora en el golpe del agua en el fondo de la taza y el remolino que inundaba el saquito y hacía engordar a las hebras. Ahora era la cucharada de azúcar en punta, cayéndole a la taza como un médano que se disuelve. Ahora era la cucharita tocando el fondo y raspando los costados de la loza. Me puse a copiar en la parte blanca. Eran 16 letras. Elvira pasó por el reflejo del espejo llevando una bandeja con la taza de té humeante, la apoyó en la mesita. Prendió la lámpara de pie al lado del sillón, esa que mi madre usaba para pasar las tardes en los libros. Apagó la tele y apareció la sombra de nuestro arbolito que estaba perdido en el reflejo. De pronto me dieron unas ganas enormes de que fuera mañana, de pronto tuve una confianza enorme en que aunque fuese la mentira más escandalosa de Occidente la Navidad nos iba a llenar de alegría y que íbamos a reírnos del plumetí y de los adornos horribles que habíamos hecho para nuestro arbolito”.
Una muchacha muy bella de Julián López es una novela que refleja la mirada amorosa y extasiada de un niño hacia su madre en tiempos de la última dictadura militar. “Mi madre era una muchacha muy bella”, repite el narrador como un mantra a lo largo de todo el relato. Y, con esas repeticiones, recupera a su madre desaparecida desde lo más profundo del amor.
Sobre el autor
Julián López nació en Buenos Aire, en 1965. En 2004, publicó el libro de poemas Bienamado. Integra diversas antologías de poesías, entre ellas, Lo humanamente posible, editada por El fin de la noche. Desde 2006, codirige el ciclo de lecturas Carne Argentina.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Oswaldo Guayasamín.