valeria flores: “Pienso lesbiana como un espacio epistemológico y de producción teórica”
Por Jorge Díaz y Francisca Palma para La Raza Cómica
valeria flores es una de las más persistentes activistas del feminismo disidente sexual del cono sur. Con una escritura barroca y política que se ve reflejada en varios libros y en múltiples intervenciones públicas, esta maestra lesbiana y autodidacta, como nuestra Gabriela Mistral, trabajó por más de 15 años como profesora primaria en colegios de la ciudad de Neuquén, en el sur de Argentina, estableciendo una pedagogía que desafió la heterosexualización de la enseñanza. Conoce muy bien nuestra cultura porque es una apasionada lectora de las escritoras y activistas feministas locales, con quienes dialoga constantemente en sus talleres, textos y proyectos. Deslenguada, proletaria, masculina, pro−sexo, tortillera, intelectual y poeta son algunas de las palabras que la refieren. valeria flores se define lesbiana pero rechaza la categoría mujer, porque nunca nada es sencillo.
Activista de varios colectivos lésbicos y feministas, actualmente desarrolla talleres de escritura encarnada, realiza performance y su modo de involucrarse con la masividad del feminismo es a partir del «desencanto». Activista que reivindica el derecho a la opacidad y la pausa, no se deja seducir por las redes sociales, abocando su pasión por la escritura y las prácticas de disidencia sexual.
El año 2017, la editorial Palinodia, dirigida por la filósofa Alejandra Castillo, publicó su libro Tropismos de la disidencia, donde se involucra en la importancia de la escritura como tecnología política para la militancia sexual y en las violencias de la heterosexualidad obligatoria en la sala de clases, dos de sus más importantes preocupaciones. En mayo de este año estuvo en Santiago, en su visita y participación en el circuito “Feminismos disidentes” que organizó el Colectivo Universitario de Disidencia Sexual, donde presentó su libro, estableció su posicionamiento en un presente cambiante y compartió con activistas, artistas y feministas de diversas generaciones entre Santiago y Valparaíso.
Con la hospitalidad crítica que la caracteriza y entre medio de una charla, otra entrevista y la presentación de su libro, se dio el tiempo para conversar con nosotras y darnos sus reflexiones siempre atentas y necesarias.
—¿Cómo dialoga tu feminismo disidente y tu práctica de pedagogía queer, en la que llevas ya muchos años, con la masificación de un ideario feminista que cambió por siempre la vida cotidiana en los espacios públicos, las universidades, las casas y las calles? ¿cómo te ubicas en este nuevo vigor feminista?
—Mi feminismo dialoga con la masificación de esta oleada, de esta marea, desde el desencanto, pero pensando en el desencanto no sólo como un tono afectivo, sino como un modo de pensar, el desencanto como una forma de desarmar ciertos consensos en relación a la voz hegemónica del feminismo que se va cristalizando. La voz hegemónica la pienso en términos de construcción del sentido que se arma, de reponer el sujeto mujeres como único sujeto legítimo del feminismo ―casi en términos biologicistas, en términos binarios de pensar varones y mujeres exclusivamente―, bajo una matriz victimista, haciendo ver a las mujeres como víctimas a priori y a los varones como victimarios, desde una lógica punitivista. También creo que, en la misma dirección, se está produciendo una «heterosexualización» del movimiento.
En términos generales, esos son los sentidos que se van cristalizando alrededor de lo que se considera hoy popularmente como el feminismo, entonces claro, desde la disidencia sexual y desde un feminismo crítico y queer, resulta un diálogo problemático en un contexto conservador, represivo y de pánico sexual que estamos viviendo, no sólo en Argentina y en algunos países de América Latina, sino que a nivel global. Que en un contexto conservador también haya una reposición conservadora del feminismo resulta muy problemático. Lo que sucede en Argentina es la instalación de la violencia como único tópico del feminismo a partir de ciertas expresiones como el femicidio, el abuso y la violación; y los efectos políticos que tiene eso es volver interdictas ciertas discusiones como son la producción de placer, o la producción de otros sujetos de enunciación, los que de algún modo ponen en cuestión esa mirada victimista que se va instalando también desde los medios masivos de comunicación. Allí se da una captura de ciertos discursos feministas para relanzarlos de una manera como mucho más higiénica y menos incómoda.
—Frente a ese desencanto y hegemonía de la violencia y el abuso sexual en el actual feminismo, ¿cómo podemos, al mismo tiempo, solidarizar con las víctimas ―porque en cualquier combinatoria de identidad y sexualidad, las mujeres siguen siendo violentadas y asesinadas― pero a su vez salir de este entrampado del victimismo?
—Para mí la solidarización tiene que ver ―por lo menos lo que me enseñó el propio feminismo― con abrir preguntas, con siempre sostener un horizonte emancipatorio que tiene que ver con poner en cuestión también el orden normativo que construyen los propios movimientos emancipatorios. Entonces, creo que la denuncia y la visibilidad de las violencias obviamente es necesaria, urgente, pero el problema es cuando se convierte en el único sentido que se activa desde el feminismo.
Además, el discurso de la violencia que va articulado desde la posición de víctima con el punitivismo, también va avanzando en este contexto neoliberal desde la idea de que sólo tenemos la respuesta del dispositivo penal para la reparación del daño. ¡Qué pobres nuestros imaginarios emancipatorios! ¿no? Eso también se vincula a pensar las políticas del activismo sólo en términos de política de derechos, que es un problema.
Nos urge analizar cómo los discursos se van articulando históricamente unos con otros; entonces, por un lado, es necesaria la visibilidad, pero creo que necesitamos repensar también los mecanismos de denuncia, porque la denuncia no es un fin en sí mismo. En todo caso, es una búsqueda de visibilidad de esa problemática, pero a su vez también está el desafío de construir comunitariamente otras herramientas que tienen que ver justamente con esto de la reparación del daño y que muchas veces no pasa por el sistema penal.
—¿Cuál es tu relación con el «Ni una menos» y con estos mecanismos políticos como las huelgas, estos llamamientos a estrategias que se han aplicado en otros territorios, como España y otros países europeos y que ahora llegan hasta acá como herramienta política del feminismo?
—Mi relación con el «Ni una menos» es una de un debate permanente, desde la propia consigna y desde las figuras que van agitando este movimiento, que son las que van teniendo la voz legítima del movimiento. También tiene que ver con una posición de clase, con un cierto blanqueamiento de los repertorios de protesta y de las figuras más visibles del feminismo…
—Que siempre son heterosexuales…
—…y con una heterosexualización también del discurso, entonces ese diálogo es un diálogo discrepante y de disenso respecto de ciertas estrategias y en la producción de discurso alrededor de los feminismos.
Respecto de la huelga o el paro, creo que por un lado visibiliza cuestiones que tienen que ver con la construcción patriarcal y heteronormativa de la economía, pero por otro lado es una herramienta bastante difícil de poner en marcha en las condiciones de precarización casi abrumadoras que hay, no sólo por una cuestión histórica en relación a las mujeres, los cuerpos feminizados y las identidades no heteronormativas, sino que en estos últimos años de políticas del shock neoliberal ―que en el caso de Argentina se implementaron de manera brutal con Macri― esa precarización se ha acelerado y profundizado, implicando una vulnerabilidad extrema.
Como es difícil ponerla en práctica y llevarla adelante, han surgido algunas voces que van poniendo también en cuestión esa posición de clase desde la cual se piensa el paro o la huelga.
—Claro, no todas las mujeres pueden parar. La pregunta es quién realmente puede…
—Sí. Hay un colectivo que se llama Identidad Marrón, el cual articula las identidades migrantes de países limítrofes y de pueblos originarios, entonces salieron el 8M con algunas pancartas que decían “somos las hijas de las empleadas que no dejaste venir”. Fue una fuerte denuncia también a esa blanquedad y a esa posición de clase que está teniendo hoy el feminismo más hegemónico.
—En relación a tu forma barroca de escritura, tu estrategia escritural, que mezcla experiencia, con poesía y teoría ¿qué posibilidades de diálogo y de proliferación de interpelaciones, de interacciones, de acceso, ves ante este nuevo escenario tan masivo? ¿Cómo poder «estrategizar» posibilidades políticas de cambios y accesibilidades a otras personas, colectivos, activistas y mujeres que se han visto alertadas ante este llamamiento? ¿Cómo hacer política con una escritura de la micro−política?
—A mí este tipo de cuestionamientos a mi forma de escritura siempre me resuena como un llamamiento a escribir de otro modo, más displicente, me suena como una interpelación al modo de escritura «en difícil» que se me adjudica, como que sería un modo que no tiene en cuenta a ciertos receptores, o desde el presupuesto de que una escritura debería ser entendible por todo el mundo. Hay un tejido de supuestos en esa pregunta que habría que desandar, que tienen que ver con qué sería lo entendible, qué es lo que se debería entender, qué sería entender, cuáles son las condiciones de entender y cómo se vincula el pensamiento con la dificultad y el conflicto; en todo caso, con cierto modo de escritura lo que se está interpelando son los modos de lectura.
Siempre recupero algo que dice una pedagoga queer que se llama Suzanne Luhmann, que habla de los límites de nuestras prácticas subversivas. Las prácticas subversivas no son un catálogo codificado de prácticas que pondríamos en acción, si no que la subversividad está dada en un determinado contexto y muchas veces esa subversividad roza los límites de la ilegibilidad, o sea que esa práctica muchas veces no es legible como subversiva porque lo que está alterando son los marcos de lectura de esa situación, de ese ordenamiento.
Muchas prácticas subversivas tienen un nivel de opacidad, de ambigüedad o de contradicción que son más inasibles para ese código que necesita encajarlas en un marco de reconocimiento de la subversividad. Mi apuesta escritural es esa, tal vez sea la opacidad bajo las leyes compulsivas de la transparencia.
Para mí trabajar con las palabras es trabajar sobre cómo se articulan las micro configuraciones del poder, entonces subvertir la relación entre las palabras es un gesto de subversividad al desarticular cierto ordenamiento político, corporal, social, sexual; son como micro gestos de incidencia subversiva. Tiene que ver con la figura del tropismo, que digamos es un pequeño gesto, casi imperceptible, que contempla otra temporalidad que no es la de la inmediatez, de la espectacularización, de la masividad, y sí, casi va a contrapelo de esta exigencia de hipervisibilidad que tenemos hoy, donde tenés que decirlo todo, tenés que mostrarlo todo. Esta es una apuesta mucho más capilar, que seguramente va a resultar más ilegible, pero bueno, eso también es una decisión ética política. Yo creo que es urgente abrir a pensar justamente el lenguaje como territorio político y pensar la escritura como una experiencia estético−política. Subvertir esa concepción del lenguaje como un instrumento de la comunicación, y considerarlo como un dispositivo de subjetivación y un territorio político que es necesario intervenir. Es necesario repensar cuáles son nuestros vocabularios con los cuales activamos. Esta es una invitación a pensar el lenguaje como un modo de acción política y construcción estética del pensamiento. Hay todo un trabajo por hacer que tal vez implica otra temporalidad que no es la vertiginosidad que hoy, casi compulsivamente, te exigen las redes sociales y los medios.
—Muchas veces se dice erróneamente que tu escritura es académica, quizás confundiendo la escritura feminista poética con la academia, pero tú no tuviste una formación universitaria formal, de títulos, posgrados y esas jerarquías académicas.
—La asociación que se hace comúnmente es que el trabajo intelectual es trabajo académico, y eso crea la imposibilidad de ver el trabajo intelectual por fuera de las fronteras de la academia. En mi caso no pude habitar la institución universitaria, tengo varias carreras sin terminar, de las que desertaba, y por eso tengo sólo el título de profesora en educación primaria, de un instituto de educación superior.
Esto me parece que tiene que ver con la dicotomía activismo−academia que históricamente ha cruzado la acción política, entonces todo trabajo intelectual rápidamente es identificado como académico. Esa creencia acentúa la imposibilidad de pensar que muchas de las producciones del activismo de la disidencia sexual, el activismo queer, el activismo feminista, no han pasado por la academia. Por lo tanto, es una negación de la propia producción disidente de saber que se ha producido en nuestras comunidades y que no ha sido en la academia…
Esto me resulta problemático porque mis textos yo sé que entran en la academia, ya sea en los marcos de los seminarios de teoría queer o de feminismos, entonces digo, si rápidamente entran en la academia, cuáles serán los modos de lectura de ese texto. Mi interrogación es esa, cómo entra un texto ahí, cuáles son sus condiciones o posibilidades de activación o desactivación.
—Has planteado mucho la importancia del lugar de la enunciación, de la elección de las palabras para referirse y nombrarse. En ese sentido, ¿qué resguardos hay que tomar, para que estas identificaciones no desembarquen en un lugar de clausura o de clasificación? Cuando te nombras, por ejemplo, desde el lugar de tortillera, ¿cómo hacer para que ese lugar en vez de ser una casilla sea un lugar de expansión?
—Los lugares de enunciación también tienen que ver con una pregunta que me hicieron en relación a esta constelación de categorías con las cuales me presento, que es tortillera, maestra, pro−sexo, masculina.
Esos términos se mueven de acuerdo a los contextos, pero pensándolos hoy, también tienen que ver con hacer política de la memoria, porque esos términos tienen que ver con posicionamientos en ciertos contextos de debates específicos e históricos. Por ejemplo, la categoría pro−sexo que una activa y se presenta en el activismo, son posicionamientos que una va tomando también en los contextos de discusión que va atravesando y que la van interpelando, y que requiere de ciertos nombres, contingentes y precarios, pero nombres al fin, para habilitar ciertas posiciones críticas que disputan hegemonía o un discurso dominante.
Una posible estrategia para que eso no se consolide en una narrativa casi normativa o que clausure la potencialidad o la proliferación de esos términos, tiene que ver con cómo una mueve esos términos en sus propios relatos o escenificaciones discursivas.
Cuando a mí me invitan como maestra lesbiana digo que para mí lesbiana no es una identidad sexual sino que es un espacio epistemológico y un espacio de producción teórica, entonces debo hacer esas pequeñas diferenciaciones o esos pequeños giros en esas instancias. Me parece importante hacer ese gesto porque la expectativa cuando una va como lesbiana a una charla es “bueno, ahora viene ésta a contar todos sus padecimientos como lesbiana”, y bueno no, a mí me interesa el lesbiana como un modo de producir teóricamente, como un modo de generar pensamiento pedagógico, entonces con ese corrimiento me interesa provocar una tensión, porque deshabitás la expectativa de la narrativa identitaria como víctima a un lugar de producción de conocimiento en función de esa experiencia de la corporalidad. Entonces no es sólo largar el término así nomás, sino que darle una espesura contextual, histórica y también política.
—¿Cuál es tu opinión sobre la estrategia del separatismo? En este contexto se entiende que frente a una violencia masculina, las mujeres quieran tener un espacio de separación dentro, para poder, primero, conversar, reunirse, pero luego este separatismo a su vez generó muchas violencias sobre cuerpos que eran catalogados por la heterosexualidad como hombres, por ejemplo, compañeras trans o algunas maricas afeminadas que se les impidió ser parte de la revuelta feminista en algunos espacios. ¿Cómo entender esta paradoja de un espacio que quiere juntar para sobrellevar la violencia, pero que, a su vez, esta misma estrategia de separatismo ejerce violencia sobre otros?
—El separatismo como una estrategia, como vos decís, yo no sé si es primaria, pero es una estrategia que en ciertas circunstancias es importante como un espacio para compartir desde ciertas subjetividades, y eso no significa necesariamente que las experiencias que se pongan a circular sean comunes. En todo caso la posibilidad de que esa narrativa tenga otra condición de la escucha ―y esto lo digo a partir de experiencias hechas con niñas en la escuela, que cuando estaban sólo entre niñas aparecían cosas muy diferentes que cuando estaban con sus compañeros varones― es una estrategia de visibilidad o de construcción de esa voz propia, pero es sólo una estrategia.
El problema es cuando esa estrategia homogeniza toda la acción política. Ahí obviamente estamos en problemas porque genera una variedad de exclusiones y además da por sentado que ese espacio separatista es un espacio seguro, cuando en realidad no necesariamente es así ¿no?, porque también aparece como un espacio puro donde las relaciones de poder ahí no existirían, pero en realidad lo que hace es hacer circular el poder de otro modo, pero las relaciones siguen existiendo. Se convierte en problema cuando se torna en una herramienta política para pensar todos los espacios, porque está presuponiendo muchas cuestiones en relación a esos sujetos que van a habitar esos espacios, como que todos los varones son los victimarios a priori sin poder distinguir otros cruces identitarios. Además, también depende del espacio político que estemos pensando o construyendo, si es en función de una política identitaria o en función de construcción de alianzas políticas o coaliciones corporales, de una demanda que no sea necesariamente identitaria.
—En algunos de tus textos planteas el paso de «lo personal es político» a «lo personal es pedagógico». ¿Cómo entender esta frase, cómo plantear el rol transformador desde lo educativo, desde la pedagogía?
—El rol transformador la verdad es que siempre lo pienso más en términos micropolíticos. Para mí la transformación siempre se piensa en contexto y en términos situacionales. Fue un contexto, en ese caso de la experiencia que conté, donde había ciertas condiciones que posibilitaron el despliegue de estrategias creativas y de desestabilización pedagógica. Pero los contextos van cambiando y las estrategias también, porque el poder se mueve.
Pienso en la tarea docente como en una cartógrafa de posibilidades, de situaciones y de crear ocasiones, pero eso tiene que ver con desarrollar modos de lectura de las dinámicas institucionales, de los grupos con los cuales trabajás, de posibilidades de alianzas con tus compañeros y compañeras con las que puedas ir armando ciertas estrategias. Hay instituciones que son mucho más permeables a los debates y discusiones en torno a géneros, sexualidades, cuerpos, deseos, o a la posibilidad de introducir modificaciones en la práctica, y hay instituciones que son mucho más cerradas y conservadoras, pero una necesita ir leyendo esas condiciones para tensionar y ver cuáles son los límites y las posibilidades de cada contexto. Es imposible pensar en estrategias universales que van a funcionar en cualquier contexto. Tal vez esta estrategia funciona acá, pero en otro contexto no funciona. Tenemos que pensar sobre la contingencia, pero eso en educación es bastante difícil porque en realidad es justamente un ámbito que tiende a la prescripción, al modelo, a lo universal, a homogenizar. Entonces hay que desplazarse de todos esos imperativos que te impone la pedagogía para poder pensar desde la incertidumbre, desde la vulnerabilidad, tal vez desde la intemperie conceptual, porque vas armando situación educativa con lo que hay.
Entonces pensar allí cuestiones de sexualidad, de género y deseo, desde una pedagogía tradicional pareciera que es cambiar un contenido por otro, pero de lo que se trata es de cambiar una estructura de conocimiento, por eso me interesa la propuesta de desheterosexualizar la pedagogía.
*Por Jorge Díaz y Francisca Palma para La Raza Cómica. Fotos: Diego Argote. Bordados: Francisca Palma.