El asalto a la Gran Mezquita
A finales de 1970, un grupo fundamentalista tomó, durante dos semanas, a La Meca, el principal símbolo del Islam, situación que conmovió al mundo.
Por Guadi Calvo para La tinta
En la madrugada del 20 de noviembre de 1979, el sheikh Mohammed al-Subayil, imán de la Másyid al-Haram (la Gran Mezquita) de la Meca, el lugar más sagrado del Islam en el mundo, se preparaba para dirigir la Fajr, la primera oración del día a los cerca de cincuenta mil fieles que se habían congregado para orar. El sheikh notó que esa madrugada, en el patio de la mezquita, había más ataúdes para bendecir que de costumbre; iniciado los rezos, debió interrumpir sus plegarias: ruidos extraños se imponían por sobre sus palabras. Algunos de esos ataúdes estaban siendo abiertos y los supuestos dolientes sacaban distintas clases de armamentos, mientras otros corrían a las puertas para encadenarlas. Allí es donde fueron asesinados los dos primeros mutawas (policía religiosa), que solo estaban armados con sus características varas, que utilizan para disciplinar a los peregrinos demasiado apasionados o a alguien que incumpla con algún precepto del Corán.
Juhayman al-Otaybi, el líder de la organización fundamentalista al-Jama‘a al-Salafiyya al-Muhtasiba (Grupo Salafista para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio), o al-Ikhwan (la Hermandad) que realizó la toma, anunciaba que el ansiado Mahdi, el mesías prometido, había llegado encarnado en uno de ellos, Mohammed Abdullah al-Qahtani, su cuñado, para quien pidió obediencia a la multitud. Ellos se habían conocido en la cárcel donde habían llegado por las mismas razones: las denuncias de algunos ulemas que cuestionaron sus vitriólicas prédicas. Al quedar en libertad, comenzaron a predicar juntos su mensaje fundamentalista en diferentes mezquitas del reino, sin que nunca fueran molestados por las autoridades políticas ni religiosas.
Al-Otaybi, antiguo cabo de la Guardia Nacional saudita, se había convertido en predicador y, tras haber sido discípulo de sheikh Abdel Aziz bin Baaz, fanático wahabita que sería el Gran Muftí del reino entre 1993 y 1999, adoptó posturas más extremas de las que le había revelado su maestro. Comenzó a abogar por un regreso a las formas primordiales del Islam, el repudio a Occidente, el fin de la educación para las mujeres, la abolición de la televisión y la expulsión de todos los takfiries (infieles) del Islam. El líder de la toma denunció que los al-Saud, la familia reinante, había perdido toda legitimidad, corrompida por la ostentación de sus riquezas y el acercamiento a los Estados Unidos, destruyendo la religión y la cultura del reino.
La toma de la Gran Mezquita no solo conmovería al islam, ya que, entre los rehenes, había cientos que estaban cumpliendo con la hajj, la obligada peregrinación que todo musulmán debe hacer, al menos, una vez en la vida, a la Meca, sino que también había docenas de fieles provenientes de países no musulmanes. Miles quedaron en manos de los asaltantes.
Al conocerse la toma de la Gran Mezquita, estallaron grandes manifestaciones de aprobación y anti-norteamericanas en varios países de mayoría islámica, como Filipinas, Turquía, Bangladesh, los Emiratos Árabes Unidos, Libia y Pakistán. En Islamabad, la capital pakistaní, el 22 de noviembre, fue asaltada e incendiada la embajada de los Estados Unidos y, el 2 de diciembre en Trípoli, Libia, una muchedumbre también atacó e incendió la representación de Norteamérica.
En el momento de la toma, la Gran Mezquita estaba siendo renovada por una empresa que, justamente, pertenecía al padre de Osama bin Laden, así que fue un operario de esa compañía quien alcanzó a avisar al exterior sobre lo que sucedía antes de que los asaltantes cortaran las comunicaciones con el exterior, dispuestos a resistir en el lugar santo, lo que pudieron hacer por dos semanas.
El objetivo de los al-Ikhwan era entronizar una teocracia que esté preparada para el próximo fin del mundo. El grueso de sus seguidores eran estudiantes de teología de la Universidad Islámica de Medina; otros habían llegado desde Egipto, Yemen, Kuwait, Irak e, incluso, de Sudán.
Gracias a las donaciones de sus ricos seguidores, el grupo de al-Otaybi había logrado un alto nivel de entrenamiento y hacerse con un importante arsenal. Algunos simpatizantes, que eran miembros de la Guardia Nacional, durante las semanas anteriores, habían logrado introducir armamento, municiones, máscaras antigás y provisiones en el recinto sagrado. El número de insurgentes involucrados en la operación nunca fue conocido, pero se calcula en, por los menos, 500 milicianos, incluidas varias mujeres y algunos niños.
Tras la toma, los hombres de al-Otaybi procedieron a liberar a la mayoría de los rehenes, mientras los que quedaron prisioneros fueron encerrados en diferentes sitios del santuario. A su vez, los al-Ikhwan tomaban posiciones defensivas en los altos de la mezquita. Varios francotiradores junto a algunos jefes se colocaron en los minaretes, desde donde se comandaban las acciones. El potente sistema de audio del templo fue utilizado para propagar consignas y mensaje de la organización fundamentalista, alertando de lo sucedido a los vecinos de La Meca.
Nadie fuera de la mezquita conocía ni el número de rehenes que habían quedado en manos de los ocupantes ni la cantidad de muyahidines que participaban de la operación, ni tampoco qué tipo de estrategia tenían preparada; mucho menos conocían cuáles eran sus demandas. Después del mediodía, el poco menos de un millón de habitantes que, por entonces, tenía la ciudad había sido evacuado.
A las pocas horas del asalto, cerca de un centenar de hombres de seguridad del Ministerio del Interior intentaron retomar la Másyid al-Haram, pero fueron violentamente rechazados. Los fundamentalistas les ocasionaron importantes bajas disparando desde las terrazas y torres. Los supervivientes fueron rápidamente incorporados a distintas unidades del Ejército y la Guardia Nacional, ya dispuesto a intervenir.
Para el momento del asalto, dos de los principales consejeros del rey Khalid se encontraban de viaje fuera del país. El príncipe heredero Fahd visitaba Túnez, en el marco de la Cumbre Árabe, y el comandante de la Guardia Nacional, el príncipe Abdullah, integraba una gira oficial por Marruecos. A la cabeza de la crisis, el rey designó a los príncipes Sultán, entonces Ministro de Defensa, y Nayef, Ministro del Interior.
Sultán nombró al Príncipe Turki bin Faisal al-Saud, jefe de la al-Mukhabaraat al-Aammah (inteligencia saudí). Turki se instalaría durante las siguientes dos semanas en un campamento levantado en las proximidades de la Gran Mezquita para dirigir las operaciones.
Una ley religiosa tiene prohibido cualquier acción violenta dentro de la Gran Mezquita, al punto que ni siquiera las plantas pueden ser podadas sin una debida autorización religiosa, por lo que el Rey debió pedir la aprobación a un consejo de ulemas presidido por Abdul Aziz bin Baz, el antiguo guía de al-Otaybi en Medina. El consejo emitió una fatwa de autorización para el ingreso a la mezquita.
Con esa medida aprobada, las fuerzas, a las órdenes del príncipe Turki, iniciaron la operación con un ataque coordinado contra las tres puertas principales, aunque no pudieron romper la defensa de los ocupantes. Al mismo tiempo, desde los alminares, los francotiradores produjeron una gran cantidad de bajas a los militares.
Dado el fracaso de la primera embestida, los militares saudíes probaron ingresar al patio central, trasportando tropas en helicópteros. Apenas aterrizaron, varios soldados fueron asesinados y el resto, tomados prisioneros por los hombres de al-Otaybi. Tras ese fracaso, comenzaron a intervenir los comandos de la unidad de élite pakistaní, llamada Rahbar, que habían llegado de urgencia al reino. Comandada por el general Pervez Musharraf, quien, más tarde, sería presidente de su país entre 2001 y 2008, ellos fueron quienes decidieron inundar los pisos para enseguida liberar electricidad. Esta nueva táctica obligó a los insurgentes a cambiar sus posiciones para evitar electrocutarse, mientras que los comandos pakistaníes se descolgaban desde los helicópteros en diferentes sitios de la Gran Mezquita y comenzaban a capturar a muchos de los asaltantes.
Para el día 27 de noviembre, ya se habían recuperado una gran parte del santuario, aunque las bajas producidas a las fuerzas del gobierno fueron muy importantes. Algunos de los muyahidines que sobrevivieron se refugiaron en el sistema de catacumbas debajo de la mezquita para seguir resistiendo, siendo atacados con gases lacrimógenos. Un número indeterminado de los militantes consiguió sortear los controles de seguridad que rodeaban a la mezquita para infiltrase en la ciudad, tras lo que se provocaron combates esporádicos hasta que, finalmente, en su mayoría, fueron eliminados.
La mezquita no fue totalmente liberada, sino hasta la noche del 4 de diciembre. Las fuerzas saudíes, con el asesoramiento de un equipo de la GIGN francesa (Grupo de Intervención de la Gendarmería Nacional), lograron la retoma y la detención de varios de los atacantes. Entre ellos, al líder del movimiento Juhayman al-Otaybi, además de otros 62 prisioneros: 39 saudíes, 10 egipcios, 6 yemeníes y algunos kuwaitíes, iraquíes y sudaneses. Por orden real, después de un edicto emitido por las autoridades religiosas, todos serían condenados a muerte por decapitación. Las condenas fueron ejecutadas en diferentes ciudades del reino el 9 de enero de 1980, aunque se conoció que otros fueron ejecutados de manera sumaria y secreta en los meses siguientes. El falso Mahdi, Mohammed Abdullah al-Qahtani, había muerto después de una larga agonía por el estallido de una granada.
Una vez finalizada la toma, todas las trasmisiones televisivas del reino fueron interrumpidas para que el príncipe Nayef anunciara que el sótano de la Mezquita Sagrada había sido “purificado de todos los elementos rebeldes”.
La batalla se saldó oficialmente con 255 peregrinos, tropas y militantes muertos, y otros 560 heridos, aunque fuentes extraoficiales dicen que las bajas fueron sustancialmente mayores, ya que, solo entre los militares, hubo 127 muertos y 451 heridos.
1979 fue un año clave para el Islam: la invasión soviética a Afganistán, el triunfo de la Revolución Islámica en Irán y la toma de la Gran Mezquita, hizo que el wahabismo impulsado por Arabia Saudita se pusiera a la cabeza de las reivindicaciones del pueblo musulmán, aunque prolijamente dejaron de lado a Palestina, quizás el pueblo más humillado por Occidente y sus socios sionistas.
El wahabismo aprovechó de su nueva posición en el Estado saudí, donde implementó la aplicación más estricta de la Sharia, retrasando los avances de modernización que se habían logrado por el auge petrolero. Las mejoras en la calidad de vida de la población y una expansión en servicios de seguridad social, donde se instauró la gratuidad en atención médica y se otorgaron subsidios a servicios públicos, a ciertos alimentos, agua y rentas, llevó a la sociedad a una natural liberación. Después de los acontecimientos de noviembre de 1979, esas mejoras fueron cortadas de cuajo, retrotrayendo a la sociedad y, fundamentalmente, a las mujeres, a un estado prácticamente medieval. Se promulgaron leyes para prohibir que viajaran solas o pudieran tener negocios propios, se cortaron las becas escolares para las niñas, fueron despedidas las mujeres que trabajaban como secretarias y administrativas, y, a las periodistas, les fue prohibida la aparición en televisión y hasta se clausuraron los salones de belleza.
La cerrazón del gobierno de los al-Saud habilitó a muchos de los miembros de la familia y su entornó a alcanzar altísimos niveles de corrupción.
Minorías como la chií -asentadas en la región occidental del reino-, inspirados por la Revolución Iraní, se estaban agrupando políticamente, por lo cual fueron violentamente reprimidas. Sectores sunitas laicos de la oposición, como el Partido Comunista, que había sido fundado en 1975 aglutinando sectores de los trabajadores, campesinos, estudiantes y poblaciones nómadas, fue prohibido luego la toma de la Gran Mezquita. En el plan quinquenal 1980-1985 de desarrollo integral, se reinstalaron políticas islámicas como la construcción de nuevas mezquitas y madrassas, lo que también se reprodujo en otros países donde los fondos saudíes comenzaron a fluir para expandir el wahabismo. Fundamentalmente, se utilizó para asistir a los combatientes de la guerra anti-soviética en Afganistán, y las consiguientes operaciones que han llegado hasta nuestros días, encarnadas en las atrocidades de al-Qaeda y el Daesh. Arabia Saudita, además, abusó de su poder económico para extorsionar a Occidente y mantenerlo callado la boca desde entonces.
*Por Guadi Calvo para La tinta