Assange: siete años en streaming
Esta nota pretendía ser publicada el 19 de junio, en lo que hubiera sido el séptimo aniversario del exilio de Julian Assange en Ecuador. No pudo ser. A días de la expulsión del periodista de la embajada ecuatoriana en Londres y su encarcelamiento, analizamos tres producciones audiovisuales de la industria del cine estadounidense que aleccionan bajo el mantra de que filtrar secretos gubernamentales pone en peligro la vida de agentes norteamericanos alrededor del mundo.
Por Facundo Iglesia para La tinta
Todos conocemos y comentamos la existencia del cable kilométrico que atraviesa gran parte del territorio estadounidense, de la línea de fibra óptica que transmite directamente desde los lúgubres subsuelos de Washington D.C. y Langley a los luminosos estudios de Hollywood en Los Ángeles. Aunque la conexión sea por momentos opaca, clandestina y no siempre lineal -como es de suponer que lo sea el hilo que se tensa entre la trastienda de la realpolitik de un imperio y una factoría de fantasías-, no hace falta vestirse de conspiranoico para verla con claridad. Podemos alimentar la sospecha viendo Rocky IV (1985), filme en que el héroe epónimo boxea contra Iván Drago, encarnación de todos los males que suponía la Unión Soviética hacia el final de la Guerra Fría, o mirando El rostro del Führer (1943), un corto animado en el que el Pato Donald se enfrenta al mismísimo Adolf Hitler, en medio de la Segunda Guerra Mundial. O, ya que estamos, podemos leer más sobre la alianza entre ideología dominante e industria cultural en Para leer al Pato Donald.
¿Y ahora? ¿A quién le pegarían Rocky o Donald? “Nuestros enemigos no tienen bandera ni uniforme”, dice M (Judi Dench), la líder del servicio secreto británico ficticia en las películas de James Bond. La muy real doctrina estadounidense de inseguridad nacional le da la razón: las “nuevas amenazas” las constituyen el narcotráfico y el terrorismo. Las guerras son preventivas. La información –la buena y la otra- es crucial y abundante, ya que, desde la invención de los teléfonos inteligentes, todos tenemos un pequeño James Bond en nuestro bolsillo: las conversaciones se graban masivamente y con las redes sociales ponemos millones de horas/ hombre de trabajo gratuitamente a disposición de la CIA.
Como John le Carré puso en boca de su personaje el superespía Bill Haydon, los servicios de inteligencia de un país son “la única expresión real del subconsciente de una nación”. Entonces, las películas y series de espías vendrían a ser los sueños febriles producidos en el teatro psíquico de un país. Además, si como dice el crítico cinematográfico Roger Ebert, una película es tan buena como su villano, el antagonista de un filme de espías sería el punto justo donde hay que punzar para interpretar esas representaciones deformadas de los valores y miedos que atraviesan los intereses particulares de un estado.
Sí, son los villanos, porque los héroes aburren; son siempre los mismos, siempre el mismo. Hasta son tocayos de iniciales: se llaman James Bond, Jason Bourne y Jack Bauer; son agentes o exagentes, más o menos torturados por dentro, y todos ellos son los protagonistas de sus respectivas sagas del cine o la tevé. Para ahorrar algo de tiempo, los podríamos sentar a los tres juntos en el mismo diván, porque todos se enfrentan a una misma pesadilla recurrente: el trío compartió, en sus respectivas ficciones, como enemigo a Julian Assange, el hacktivista y periodista australiano recientemente encarcelado luego de estar siete años asilado en la Embajada de Ecuador en Londres, tras una persecución judicial que se desencadenó coordinadamente luego de que la plataforma que comandaba, Wikileaks, difundiera información que comprometía, principalmente, al gobierno estadounidense. Parte de ella, sobre crímenes de lesa humanidad: más de un millón de documentos publicados sobre ejecuciones extrajudiciales, corrupción, torturas de civiles… Claro que Assange no aparece con su propio nombre y rostro en las series y películas de los agentes JB, porque su propia historia también se presenta deformada. ¿Cómo podría ser de otra forma? En los sueños –y en las pesadillas–, nada nunca es lo que parece.
Esta sesión de interpretación de sueños fue un ejercicio simple -y placentero, por qué negar la proeza técnica y artística que se logra a fuerza de inyecciones millonarias en las industrias culturales-. Vimos, en orden cronológico, dos películas y una temporada de una serie, y, entre los tiros, la urgencia de la bomba a punto de estallar, y el debate seguridad/privacidad con anabólicos, intentamos descifrar los símbolos oníricos. Y le preguntamos a los JB: ¿A qué le temen los que le temen a Wikileaks?
Goldhair
En Skyfall (Sam Mendes, 2012), Daniel Craig interpreta estoicamente al espía más longevo que haya prestado servicio a la corona británica (llevaba 50 años combatiendo a los enemigos de la reina cuando se estrenó esta, su vigésimo tercera entrega), enfrentado a un “ciber-terrorista” de cabello rubio platinado, hipersexualizado y frustrado con el servicio secreto de Su Majestad por cuestiones estrictamente personales.
La película comienza cuando un sicario que trabaja para la primera representación onírica de Assange, Raoul Silva (un Javier Bardem, teñido, amenazante, medido, desbocado, delicioso), roba un disco duro que contiene información clasificada sobre los agentes de la OTAN infiltrados en organizaciones terroristas, dejando para ello un reguero de cadáveres – que James Bond se salva, por muy poco, de engrosar–. El plan de Silva consiste en hacer públicas las identidades de esos agentes, de a cinco por semana, para que sean asesinados por los miembros de los grupos criminales en los que están encubiertos. “Me cansé de guardar secretos”, dirá Silva. Cruel, ¿no?
El hecho de que las filtraciones de archivos clasificados resultarían en muertes es un recurso narrativo que se repite en todas las iteraciones de los cripto-Assange y que va en línea con las declaraciones que hizo el Departamento de Estado de los EE.UU. en 2010, cuando aseveró que la publicación de los cables diplomáticos por Wikileaks “pondría en riesgo las vidas de incontables individuos inocentes”. En 2013, funcionarios estadounidenses declararon bajo juramento que no contaban con información de ninguna de las publicaciones de la agencia que hubiese desencadenado daños a alguna vida y, en 2013, el ex secretario de Defensa Robert Gates admitió que la reacción gubernamental a las filtraciones de Wikileaks fue “significativamente sobreexcitada”. El relato es espectacular y atractivo, para el cine y para más de un funcionario jerárquico.
¿Una escena? Atado a una silla, Bond es acariciado contra su voluntad por Silva, que esgrime una sonrisa lasciva en medio de lo que el guionista de la cinta John Logan llama “un acto de intimidación sexual”. En el mundo real, cuatro meses después de que Wikileaks publicara un video en el que se ve cómo soldados estadounidenses disparan a un periodista y a otras nueve personas desde un helicóptero Apache, la policía sueca ordenó el arresto de Assange acusándolo, sugestivamente, de violación.
Hacker, renegado, ex agente del MI5, Silva forma parte de “los enemigos desconocidos para nosotros” a los que, en la ficción de Skyfall, se refiere M, la líder del servicio secreto. Lo dice ante una audiencia pública en la que tiene que responder ante el gobierno por los modos de la agencia que representa: “(Nuestros adversarios) no son naciones, son individuos. Miren alrededor, ¿a qué le temen? ¿Ven un rostro? ¿Un uniforme? ¿Una bandera? No. Nuestro mundo ya no es transparente: es más opaco. Está en las sombras y ahí debemos batallar”. Toda una declaración de principios, pronunciada apenas meses antes de la megafiltración de Edward Snowden sobre la red de vigilancia masiva a ciudadanos emplazada por la CIA y la NSA, y a menos de 7 kilómetros de la embajada en la que Assange comenzaba su exilio. Si se hubiera asomado por la ventana por aquellos días, podría haber visto emerger de la estación de Westminster a su par cinematográfico, huyendo de Bond, que a toda velocidad trataba de evitar el tiroteo que Silva perpetraría en esa audiencia, un ataque que terminaría de darle la razón a la paranoia de M.
Un año después del estreno de Skyfall, todavía exiliado en la sede diplomática londinense, Assange le brindaría una entrevista al periodista Santiago O’Donnell. Describiendo un sistema informático que permite grabar “todas las llamadas telefónicas de un país de tamaño mediano” utilizada por 175 agencias de inteligencia, el fundador de Wikileaks parece haber descubierto que, tras el asesinato de M en la ficción, los servicios secretos del mundo real llegaron a una solución con los mismos propósitos, pero con mejor ratio costo/beneficio: “Ya no se trata de elegir a un activista en particular para seguir sus llamadas. Ahora se interceptan correos electrónicos y llamadas de poblaciones enteras y se almacenan de forma permanente, porque es mucho más barato tener archivos permanentes de poblaciones enteras que seguir a ciertos individuos”.
De relojería
24 (creada por Joel Surnow y Robert Cochran) fue una serie estrenada en 2002 que se alimentaba de la paranoia pos-11 de septiembre para narrar historias de amenazas terroristas de lo más variopintas, frenéticas y urgentes (cada episodio de una hora representaba una hora en el universo de la serie, cada temporada tenía 24 episodios que componían un día). El protagonista, Jack Bauer (un Kiefer Sutherland siempre al borde) era un agente de la ficticia CTU (Unidad Anti Terrorista, por sus siglas en inglés). La filosofía de Bauer –resumible en “el fin justifica los medios”- a menudo lo enfrentaba por derecha a un gobierno que no quería “ensuciarse las manos” para derrotar a los malos. ¿Qué significaba “ensuciarse las manos”? Torturas, asesinatos y dos (¡dos!) ingresos ilegales a embajadas extranjeras para extraer a sospechosos de terrorismo. No, ninguna fue a la de Ecuador: las incursiones fueron a las sedes diplómaticas de China y Rusia en Los Ángeles.
La serie terminó en 2010, días antes de las primeras filtraciones masivas de Wikileaks, pero volvió con una temporada individual y zombi en 2014, llamada 24: Live Another Day (24: Vive otro día), ambientada y filmada en Londres, cuando la serie generalmente estaba situada en Los Ángeles. Y aquí entra el segundo cripto-Assange, el del sueño de Bauer: se llama Adrian Cross (un encantador Michael Wincott) y comanda una organización de nombre Open Cell, famosa –como Wikileaks– por difundir masivamente documentos del gobierno. El líder de Open Cell está en pareja con Chloe O’Brian (Mary Lynn Raskjub), una exanalista de la CTU que solía ser amiga de Bauer y que se unió a Cross luego de que su esposo e hijo murieran en un supuesto intento de asesinato por parte del gobierno de Estados Unidos.
En una discusión entre O’Brian y Bauer, en ese momento ambos prófugos de los servicios secretos, aparece nuevamente el mantra de que filtrar secretos gubernamentales pone en peligro la vida de agentes norteamericanos alrededor del mundo:
Chloe: «El presidente es parte del mismo sistema que nos jodió a los dos. Al menos yo hago algo para luchar contra él»
Jack: «¿Cómo? ¿Filtrando información clasificada, secretos militares? La gente está muriendo en el campo, Chloe»
Chloe: «Las agencias de inteligencia mantienen secretos porque lo que hacen es criminal»
Jack (se ríe): «Eres más lista que eso. Puedo ver cómo hablas, pero lo único que oigo es a Adrián Cross»
Open Cell irrumpe, en los primeros momentos de esta temporada, como un jugador tangencial, bienintencionado, pero mal asesorado, en una trama que incluye una plétora de villanos extraídos directamente del catálogo de enemigos del FBI: extremistas islámicos, diplomáticos rusos y agentes de inteligencia chinos. Cross es un outsider cuyo interés es sencillamente “adquirir información y diseminarla”. Sin embargo, la trama se espesa con el correr de las horas y la cripto-Wikileaks se convierte en un actor fundamental: descubrimos que un exmilitante del grupo está detrás del hackeo de un dron estadounidense en Afganistán, para que la nave dispare contra soldados aliados. Primera exculpación al gobierno estadounidense: sucesos muy similares sucedían en el mundo real, ya que, en los Diarios de Guerra de Afganistán publicados por Wikileaks, hay 148 cables clasificados como “fuego amigo” y revelaron que el programa estadounidense de drones había asesinado a miles de personas (entre los cuales, cientos eran niños) en Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia, en clara violación de la ley internacional. Que nosotros sepamos, ninguna de esas masacres involucró a un hacker de Wikileaks.
Segunda exculpación del gobierno estadounidense: casi al final de la temporada, Cross revela que se encontró con documentos que revelaban que el gobierno norteamericano nunca quiso matar a Chloe, sino que las muertes de su esposo e hijo habían sido un accidente de tránsito (la ex CTU se une a Open Cell por esta razón). Cross, quien durante toda la temporada se define como un activista de la verdad, es refutado por Chloe, quien ve la luz: “Sí, la verdad cuando tú decides contarla”.
Asimismo, la revelación de Open Cell como uno de los malos de la película (a dos episodios del final de temporada) se concreta luego de que Cross/Assange admita que el grupo se financia con la venta de información clasificada estadounidense a la inteligencia china. Un giro en la trama impredecible sólo para quienes no venían siguiendo qué decían los medios masivos afines al gobierno sobre Assange. Fue el filósofo cultural Slajov Zizek quien aseguró que la actual prisión del hacktivista es parte de una campaña de difamación cuyo primer paso fue ligarlo con Rusia y Vladimir Putin. El propio Lenin Moreno lo acusó de ser “un agente ruso”. Es que, en el mundo de 24, una fantasía que, al parecer, tiene sus creyentes en el mundo real, no existen los outsiders, ni hay periodismo independiente: existen aliados “nuestros” y de las potencias enemigas. ¿Cómo sabemos los espectadores cuáles son los malos? Los chinos –y los extremistas islámicos- matan a sus socios. Así muere Cross y así moriría Assange si los sueños de Jack Bauer se hicieran realidad.
Amnesia
Jason Bourne (Paul Greengrass, 2016) es la quinta entrega de la trilogía Bourne, una especie de revival de una serie de películas que inició, como 24, en los prolegómenos la paranoia post-11/9 y que, también como 24, volvió unos años después de su conclusión. Sin embargo, a diferencia de la serie protagonizada por Jack Bauer, esta saga se presentó desde su aparición como una crítica a la política exterior adoptada por los EE.UU. después de la caída de las Torres: su protagonista, un agente de operaciones clandestinas de la CIA con amnesia (Matt Damon), se cuestiona cómo llegó a ser una máquina de matar: “¿Acaso sabes por qué debes matarme? Mira en lo que nos convirtieron. Mira lo que te hicieron entregar”, le dice, ya arrepentido, a otro sicario de la CIA. ¿Cómo termina la saga original? Con Bourne ingresando al despacho del jefe de la CIA, robándole los archivos de las operaciones ilegales y difundiéndolos a la prensa. Era 2007, 3 años antes de que Assange sacrificara su libertad por difundir sus publicaciones y 6 antes de que Edward Snowden arriesgara la suya para revelar los programas de vigilancia masiva.
Por eso, cuando se anunció que, en 2016, regresaría con una nueva entrega y que esta cinta contaría con un personaje basado en Julian Assange -aquí se llama Christian Dassault, el más homófono de las tres analogías de Assange entre los JB-, uno podría pensar en que este personaje sería un aliado natural de Bourne. El pobre Dassault/Assange (¿Dassange?) también incurre en ese error: le ofrece a Bourne “trabajar juntos” para “derribar a las instituciones corruptas que controlan la sociedad”. “No estoy de tu lado”, le dice Bourne, tajante.
Interpretado por el alemán Vinzenz Kiefer de forma caricaturesca, casi como un vampiro que se alimenta de información, Dassault no se inmuta cuando le comunican que una compañera del grupo hacktivista que lidera fue asesinada. “Ella conocía los riesgos”, afirma, ante la acusación de haberla “explotado” que le hace Bourne. A Assange, una diputada islandesa lo acusó de “autoritario”. La caracterización coincide con la evaluación de Zizek, que afirma que el periodista fue víctima de “un esfuerzo significativo para deshumanizarlo, deslegitimarlo y apresarlo”. El filósofo asegura que la campaña anti Assange que culminó con su arresto se hundió a un “nivel sucio y personal”, en la que se lo pintó como “paranoico” y “arrogante”.
Cuando lo dejamos en 2007, el exagente Jason Bourne había difundido archivos de operaciones secretas. Cuando lo volvemos a ver en 2016, nos enteramos de que esa acción había conllevado a que al menos un agente de la CIA fuera capturado y torturado por terroristas. La ficción -el sueño– se había adelantado a la realidad. Pero cuando la realidad le alcanzó el paso, a las películas no les quedó otra que retroceder.
Ficción
Esta nota pretendía ser publicada el 19 de junio, en lo que hubiera sido el séptimo aniversario del exilio de Julian Assange en Ecuador.
No pudo ser.
Una diplomacia en las sombras fomentada por un cambio político en Ecuador y una campaña a las luces de los estudios televisivos y cinematográficos propiciaron la expulsión del periodista de la embajada ecuatoriana en Londres y su actual encarcelamiento. Si bien Wikileaks cambió el panorama de lo que es decible en las redes y animó a muchos a publicar documentos gubernamentales, el futuro es incierto para él y para todos los que defienden la libertad de expresión. Pero ni siquiera durante esos siete años de encierro, Assange dejó de ser la pesadilla del establishment: un hacker australiano que podía revelar –cual psiconalista– qué se cocinaba en el subconsciente de un imperio que, de tan desesperado para que nada se sepa, llegó a contratar a tres agentes con las mismas iniciales para que el fundador de Wikileaks también ahuyente nuestros sueños. Si fuera una película, sería poco creíble.
*Por Facundo Iglesia para La tinta.