El futuro de Julian Assange
Lenín Moreno entregó al periodista australiano y fundador de WikiLeaks para acercarse a Washington y despegarse del legado de su antecesor Rafael Correa.
Por Santiago O’Donnell para Página/12
Se vienen horas cruciales para Julian Assange. Ayer a la mañana fue expulsado de la embajada de Ecuador en Londres. El presidente Lenin Moreno se encargó del anuncio. Más allá de la justificación basada en supuestos incumplimientos de un protocolo imposible de cumplir (no solo Assange no podía opinar de nada sino que el medio que fundó, WikiLeaks, tampoco podía opinar de nada), fue detenido por razones estrictamente políticas, ya que Moreno quiere acercarse a Estados Unidos y Gran Bretaña y despegarse del legado antiimperialista de su antecesor Rafael Correa.
La detención en Gran Bretaña no debería durar mucho. Está acusado de un delito excarcelable, violar las condiciones de su libertad condicional, basada en una orden de captura del gobierno sueco por una investigación de presuntos delitos sexuales que ya fue archivada y en la cual Assange nunca fue acusado. Si Estados Unidos no hubiera intervenido, el fundador de WikeLeaks hubiera quedado libre tras presentarse ante el juez, declarar y pagar la multa. Pero Estados Unidos pidió la extradición de Assange para enfrentar cargos de traición y espionaje por la megafiltración de cables diplomáticos conocida como Cablegate. Un Gran Jurado convocado en Alexandria, Virginia, acaso el distrito donde conviven más militares, espías y policías por metro cuadrado en todo el país, ha presentado una acusación en contra de Assange por supuesto complot con su fuente, Chelsea Manning, para extraer los cables y darlos a conocer. Manning fue condenada a 35 años por eso y perdonada por Barack Obama después de siete años. Gran parte del juicio a Manning giró alrededor del tema de si WikiLeaks había sido un receptor pasivo de los cables o si se había confabulado de alguna manera para obtenerlos.
Si bien es cierto que es muy delgada la línea entre el periodismo de investigación y el terrorismo a través del robo de información secreta, así como es muy delgada la línea entre el espionaje y la diplomacia, sería una hipocresía mantener que los periodistas somos meros receptores pasivos de secretos que nos quieren contar. Explicarle a una fuente cómo hacernos llegar un material de forma segura y anónima no es lo mismo que urdir un plan criminal para hundir a un gobierno. Así, al menos lo entendió el fiscal general de Obama, Eric Holder, y por eso se negó a avanzar con la acusación en contra de Assange. Y le dijo al Washington Post que no podía juzgar a Assange sin entrar en conflicto con la primera enmienda de la Constitución estadounidense que garantiza la libertad de expresión. Con el gobierno de Donald Trump las cosas arrancaron bien, porque las publicaciones de WikiLeaks sobre Hillary Clinton le dieron una gran mano para ganar la elección. El hoy presidente llegó a tuitear “Amo a WikiLeaks”. Pero las cosas cambiaron rápidamente cuando el sitio de Assange publicó “Vault 7”, la mayor filtración de documentos de la CIA en la historia de la agencia. A partir de entonces, el gobierno de Trump definió a WikiLeaks no como un medio de comunicación, sino como un “servicio de inteligencia hostil, no estatal”, y la investigación de Alexandria cobró impulso con nuevas medidas y citaciones de testigos, incluyendo a Manning, quien se negó a declarar y por eso volvió a prisión hace un mes.
Trump se animó a pedir la extradición de Assange y a impulsar un juicio histórico y seguido por todo el mundo. Será un capítulo más en la pelea que Trump viene llevando con los medios de su país y las organizaciones de derechos humanos y libertad de expresión. A nadie le escapa que prácticamente todos los medios del mundo publicaron la información por la que Assange ha sido acusado y que varios de esos medios, incluyendo el New York Times, The Guardian, El País y Página/12, fueron socios de WikiLeaks en distintos proyectos de publicación.
Más aún, dicho juicio servirá para general un gran debate acerca de qué significa ser periodista en la era de internet, redes sociales, concentración mediática y megafiltraciones, cuáles son los límites al derecho a informar en sociedades democráticas, qué significa la noción de privacidad en la era de la hipertransparencia.
Trump está dispuesto a dar ese debate. Todo parece indicar que es el tipo de pelea que más le gusta. Y sabemos que Assange se viene preparando para este momento desde hace mucho tiempo.
Más allá del ajedrez geopolítico, en un día así uno no puede dejar de pensar que más allá del icono está el ser humano. Un tipo tierno, vivaz, tímido a su manera, obstinado, mandón, ingenioso, amante del queso francés y el malbec argentino, que para poder publicar no tuvo miedo a enfrentarse al Pentágono ni a quemar puentes con China, Rusia y la Unión Europea hasta quedar completamente aislado; que pasó seis años y diez meses en un encierro atroz, vigilado, espiado, de a ratos incomunicado. Aprendí mucho de él. Una vez nos quedamos hablando catorce horas seguidas -¡catorce horas!- con él y su padre John Shipman en la sala de conferencias de la embajada. En otra ocasión me tiró una frase que nunca olvido: “Conseguir información es fácil -me dijo-. Lo que es difícil es publicarla”.
*Por Santiago O’Donnell para Página/12