Los Chalecos Amarillos en su casa
Los Chalecos Amarillos en Francia despertaron simpatías, polémicas y análisis variados que intentan caracterizar a un movimiento que pone en jaque al gobierno.
Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
A pesar del transcurso de las semanas, las protestas de los Chalecos Amarillos en Francia no cesan. Lo que comenzó como una serie de revueltas en Paris sosteniendo una serie de reclamos puntuales, se ha extendido al resto del país como síntoma de un malestar mucho mayor con el sistema predominante. Sin embargo, a pesar de la simpatía que muchos sectores progresistas latinoamericanos o argentinos sienten por las protestas, no todo es tan sencillo como parece. Y el rechazo visceral que sienten los manifestantes no necesariamente es hacia el capitalismo per se ni a la globalización en el sentido estrictamente económico, sino también a la idea del multiculturalismo. Sumado a un fuerte sentimiento reivindicativo de “lo francés”, debido al temor que les genera el avance inmigratorio, especialmente árabe y africano. Está muy extendida la idea de que Francia es “su casa” en contraposición a los que consideran “intrusos”.
El escritor galo Michel Houellebecq editó, a comienzos del presente año, su última novela, Serotonina. En 2015, ya había estado en el centro de la polémica por Sumisión, que imaginaba una Francia gobernada por musulmanes, salida a la venta el mismo día en que un grupo de islamistas extremistas irrumpió en las oficinas de la revista Charlie Hebdo asesinando a doce personas. En Serotonina, el autor de Las partículas elementales describe una Francia rural que detesta a la Unión Europea (UE) y a las élites burguesas de las capitales. Sin embargo, no por ello son “progresistas”, como se entiende el término por estas latitudes. Los protagonistas tienen posiciones xenófobas, anti-minorías y, especialmente, anti-liberales en todo el sentido de la palabra: tanto en lo económico como en lo político y lo social.
Este escenario no podría ser el más propicio para que una dirigente como Marine Le Pen sueñe con comenzar a acercarse realmente al poder. Para las elecciones para el Parlamento Europeo de mayo, su Agrupación Nacional encabeza todas las encuestas. Ella no será candidata, sino un joven de tan solo 23 años que ya parece ser la nueva promesa de la extrema derecha europea. Jordan Bardella tiene un discurso prácticamente calcado al de su mentora, que vienen suavizando en los últimos años, a medida que se aproximan cada vez más a gobernar el país. Algo que, si hace una década lo hubiera escrito Houellebecq, hubiera sido acusado de poco verosímil. Nadie ha podido capitalizar tanto, como Le Pen, hasta ahora, el descontento social que se vive en Francia a partir del estallido de la crisis. Todos condenan la violencia de los manifestantes, pero lo que las élites no entienden, escribe el novelista, es “la cólera y la desesperanza de los agricultores”.
En su lanzamiento de campaña, la líder derechista se refirió al presidente Emmanuel Macron diciendo que este tiene “desprecio de clase” frente a los manifestantes. Lo cierto es que muchos de ellos coinciden con esta mirada. El mandatario proviene de un sector que representa absolutamente todo lo que ellos detestan. Al ser parte de la élite intelectual y financiera del país, Macron es un académico reconocido en el campo de la filosofía, pero también trabajó para la banca Rothschild. Es un fiel exponente de esas élites supuestamente amables a las diversidades sexuales, raciales, que favorecen la inmigración y que suelen gustar especialmente en las clases medias urbanas con títulos universitarios. Pero que se mantienen completamente ajena a lo que sucede realmente tanto en las periferias de las grandes capitales como en el interior rural del país. Parte de los “oligarcas parisinos”, como suele adjetivarlos Marine Le Pen.
En Europa, paradójicamente, parece ser la derecha quien capitalizó la capacidad de movilización y de defensa de las conquistas de los trabajadores, que históricamente fue de la izquierda, que hoy está más concentrada en la defensa de las minorías. Macron, incluso, ha dicho en una reunión ministerial que Le Pen “ha sido la que mejor ha estado y eso debe interpelarnos”.
La vitalidad del movimiento de extrema derecha en el mundo, pero especialmente en Europa, no podría ser tal si no existieran tantas personas afuera de las lógicas de producción y consumo impuestas por la globalización. Por ello, no debería sorprender que, entre los Chalecos Amarillos, la Agrupación Nacional goza de un 40 por ciento de apoyo, mientras que Francia Insumisa de Jean-Luc Melechón, de izquierda, solo cosecha un 20 por ciento. Es preocupante si se tienen en cuenta los episodios xenófobos protagonizados por los manifestantes en las últimas semanas, tanto contra judíos como contra inmigrantes. Un caso resonante fue el del filósofo francés Alain Finkielkraut, atacado al grito de “Francia es nuestra”.
No obstante los meses de protesta que ya hubieran derrocado a cualquier presidente y los índices de aprobación más bajos de los que se tenga memoria en un mandatario francés, Macron parece inamovible. El apoyo que le brinda tanto la UE como las élites financieras y los grupos mediáticos es inestimable. Por ahora, es una de las únicas esperanzas que tienen los partidarios de la globalización, más aún tras la caída en desgracia del canadiense Justin Trudeau. Si Francia “cae” en manos de los nacionalistas, euroescépticos y extremistas comandados por Marine Le Pen, poco quedará de la Unión Europea tal y como la conocemos. Mientras tanto, los Chalecos Amarillos vienen haciendo mucho para que algo así suceda. Además de gritar “Macron dimisión”, una de las consignas del movimiento suele ser “estamos en nuestra casa”. Por ello, también, son saludados constantemente por el italiano Matteo Salvini, quien no soporta a Macron y ve en Le Pen a una aliada más que importante en su cruzada anti-UE, pero, especialmente, anti-inmigración.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta