Modelos de Seguridad o ‘hay que dejar de decir Seguridad es incluir a les pibes por lo menos por dos años’
Por Lucas Crisafulli para La tinta
En el debate político y en los medios de comunicación, suele describirse de forma simplificada el problema de la seguridad y, como consecuencia, sus soluciones. En estos debates, se han propuesto dos modelos. A uno lo podemos llamar el paradigma de la mano dura. Al segundo, un progresismo bienintencionado.
La mano dura
El paradigma manodurista ha consistido en aumentar drásticamente la cantidad de Policía, dar mayor poder a las fuerzas de seguridad (profundizando aún más el autogobierno policial), deteriorar aún más las condiciones de detención, helicópteros merodeando la ciudad, aumentar los controles a ciudadanos utilizando Gendarmería e, incluso, la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) haciendo controles al boleo en la ciudad y no en aeropuertos. Este paradigma no escatima en utilizar picanas eléctricas en forma de pistolas Tasser, aclamar por la baja de la edad de punibilidad, aumentar las penas, expulsar inmigrantes de países pobres que todavía no han sido condenados (y, por lo tanto, son inocentes según nuestra Constitución Nacional). Incluso, es un modelo que felicita a las fuerzas de seguridad cuando asesinan personas por la espalda e intenta, mediante decretos de necesidad y urgencia, o meras resoluciones, modificar el Código Penal como el caso de la extinción de dominio o el protocolo del uso de armas para las fuerzas de seguridad. Es un modelo que criminaliza la pobreza y la protesta.
No es casual en el mundo que este modelo manodurista sea utilizado por gobiernos neoliberales, es decir, restringen derechos sociales a través de la restricción de los derechos civiles. El espacio que antes el Estado ocupaba en garantizar derechos sociales, lo ocupa ahora castigando. Lo hizo en su momento Ronald Reagan en EE.UU., Margaret Teacher en Inglaterra y lo están haciendo Mauricio Macri en Argentina y Jair Bolsonaro en Brasil. Avanza el Estado Penal al tiempo que se retrae el Estado Social.
Es un modelo que restringe derechos sociales y civiles con el único objetivo –inalcanzado por cierto– de obtener mayores niveles de seguridad. A las claras, también ha sido una forma de gestionar la pobreza: el Estado restringe derechos sociales produciendo pobreza que luego es gobernada mediante la mano dura.
Este modelo es criticable no solo porque implica la violación sistemática de los Derechos Humanos, sino también porque es totalmente ineficiente en disminuir los niveles de violencia. Ningún país del mundo pudo disminuir la violencia social aumentado la violencia institucional. Por regla, las violencias se suman y hacen de esas sociedades espacios inhabitables o, por lo menos, lugares de altas conflictividades en los que nadie quisiera vivir. Las violencias no se contrarrestan.
Asimismo, el modelo manudurista se sustenta en su propia ineficacia: aumenta la mano dura, pero como no disminuye la inseguridad (o el delito), acusan que no fue suficiente la mano dura y vuelven a la carga con más políticas represivas, así hasta que el límite entre Estado de Derecho y Estado de Policía está totalmente desdibujado.
Este paradigma sobrecriminaliza los sectores vulnerables al tiempo que los subprotege, es decir, los mismos sectores, a quienes más se los encarcela, sufren la mayor cantidad de delitos por falta de protección estatal.
Bajo el paradigma neoliberal de la seguridad, ésta, antes que un derecho, se transforma en una mercancía que se vende en un mercado privado cada vez más lucrativo y que se alimenta precisamente de la ineficiencia de la seguridad pública. Como toda mercancía, sólo puede ser comprada por quien tiene el suficiente dinero para hacerlo: country, seguridad privada, alarmas interconectadas con la Policía, bancos con cajas de seguridad y toda una parafernalia de seguridad privada que ha hecho del sector todo un próspero segmento.
Cuando este paradigma dice -no ingenuamente- que combatirá el narcotráfico, aumenta los controles en la vía pública y persigue el narcomenudeo, toda una estrategia política que produce la impunidad del verdadero narcotráfico, aquel que mueve millones de dólares que son blanqueados a través de los principales bancos en el mundo.
En este modelo, se sanciona ferozmente el robo calificado con armas (nuestro Código Penal tiene penas absurdamente altas para los delitos contra la propiedad), pero jamás implementa políticas que tiendan a investigar y prevenir el mercado ilegal de armas, pues, para el paradigma neoliberal de la seguridad, solo los pobres cometen delito.
No es extraño que bajo la implementación de este modelo de seguridad, el Estado tercerice la tortura y homicidio a través de los llamados linchamientos. Muchas veces, se dice que los linchamientos son justicia por mano propia. Nada más lejano a cualquier concepto de justicia que los homicidios calificados cometidos por muchos en contra de uno solo, sin juicio previo y sin derecho de ninguna defensa. El Ojo por Ojo, Diente Por Diente de la Ley del Talión, implementada hace treinta y seis siglos en el Código de Hammurabi, fue incluso más civilizado que los linchamientos, pues establecía un tipo de proporcionalidad entre la falta y la respuesta, proporcionalidad que no existe en el linchamiento a un pibe que robó un celular.
El progresismo bienintencionado
Existe otro paradigma con el que se ha abordado la cuestión de la seguridad al que podemos llamar progresismo bienintencionado. Nunca se implementó en la práctica, pero ha tenido cierto éxito desde lo discursivo. Ha consistido en plantear que, para que haya más seguridad, es necesario que haya más inclusión social, confundiendo la seguridad con los derechos sociales. Pese a sus limitaciones, fue una estrategia de resistencia frente al avance en el terreno de las políticas y prácticas de seguridad del paradigma manudurista que restringió derechos sociales y civiles.
Pese a las buenas intenciones de este paradigma, podemos hacerle algunas críticas. En primer lugar, sigue creyendo que solo los pobres cometen delitos, pasando por alto los delitos de cuello blanco y las economías delictivas complejas. Pensemos un segundo, ¿las redes de trata de personas se debe a la falta de inclusión? Los empresarios que blanquean dinero de dudosa procedencia, ¿tienen problema de educación? Las empresas que contaminan ferozmente el medio ambiente, ¿tienen problemas familiares?
Hay que incluir a personas que las políticas neoliberales han expulsado y es una obligación constitucional del Estado reconocerles y garantizarles derechos sociales como educación, trabajo, salud y seguridad social. Pero ello como parte de una política social y no como parte de una política de seguridad, por lo tanto, “Seguridad no es incluir a los pibes”. La seguridad es otra cosa.
¿Y qué es entonces?
Bueno, frente a ambos paradigmas, es necesario construir una alternativa en materia de seguridad que, al tiempo que respete derechos humanos, sea eficiente en la disminución de los delitos. Un paradigma que dé respuesta al ciudadano que ha sido víctima de un delito –y que, obviamente, se encuentra ofuscado– intentando arrebatarle una conciencia al manodurismo, es decir, respuestas estatales que convenzan a ese ciudadano víctima para evitar que la mano dura sume otro aliado.
La complejidad de esta alternativa es que no existe una respuesta mágica y única frente al fenómeno delictivo, pues, bajo la categoría delito, se aglutinan un montón de situaciones que no tienen absolutamente nada que ver. ¿Se podrá prevenir de igual modo un homicidio en ocasión de robo que la emisión de cheques sin fondo? Nunca, pero el Estado les da a ambos el mismo tratamiento de delito.
Para elaborar políticas de seguridad, hay que pensar primeramente en un modelo de gestión de la conflictividad que cuenta con diferentes niveles de intervención estatal: prevención, conciliación y reacción. En un primer lugar, hay que elaborar políticas públicas que intenten prevenir conflictos. En segundo lugar, hay determinados conflictos que, no pudiendo ser prevenidos, sí pueden ser conciliados para evitar que escalen aumentando la violencia. Y, por último, reservar una cuota de poder punitivo para aquellos conflictos extremadamente graves que no pudieron ser prevenidos ni conciliados.
Ello garantizará que conflictos menores no tengan como única respuesta el sistema penal, dejando la prisión solo para casos extremadamente graves (genocidios, femicidios, homicidios calificados, hechos cometidos con altos niveles de violencia, etcétera).
En segundo lugar, es necesario romper la relación causal entre pobreza y delito. No existe relación directa entre pobreza y delito, sin embargo, sociedades más igualitarias tienen menores niveles de violencia. En contraposición, sociedades fuertemente estratificadas (social, cultural, racial, simbólica y espacialmente) producen mayores niveles de violencia. Hay que incluir, pero no porque queramos disminuir el delito, sino porque todos se merecen ser parte de una sociedad y tener garantizado los niveles mínimos de comida, vestimenta, salud, trabajo y educación.
En tercer lugar, urge elaborar políticas públicas para transformar a las fuerzas de seguridad (policías provinciales y federal, gendarmería, prefectura, servicios penitenciarios provinciales y federal) que fueron creados en los albores del siglo XX a imagen y semejanza de las fuerzas armadas. No es casual que hayan sido tan participativas en los golpes militares y en todas las maniobras represivas ordenadas en democracia. Las fuerzas de seguridad han demostrado ser instituciones esencialmente violentas y estructuralmente corruptas, y no se trata de la acción de tres o cuatro uniformados, sino de una práctica sistemática de cómo han sido diseñadas y cómo se les ha permitido participar de la vida política. Ello permitirá combatir con instituciones profesionales y no tan fácilmente corrompibles las economías delictivas complejas como el narcotráfico, la trata de personas, el mercado de armas o la venta de autopartes de vehículos robados.
Reformar las policías, discutir socialmente las violencias a prevenir, intentar políticas focalizadas según dichas violencias, dar participación a otros actores (organizaciones sociales, poder judicial, universidades) y gestionar de forma eficiente y democrática los conflictos son algunos primeros y difíciles pasos para adentrarse en el complejo entramado de la (in)seguridad.
Tenemos un enorme desafío por delante: convencer a la ciudadanía que con más cárcel, pena de muerte o linchamientos no se soluciona la inseguridad. Pero, en este desafío, también debemos convencer a los propios que siguen creyendo que la inclusión es una política de seguridad.
* Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imágenes: Colectivo Manifiesto.