El verde, el amarillo y el horror flamean en Brasil
El ex capitán del Ejército, Jair Bolsonaro, será el nuevo presidente de la potencia latinoamericana. Crónica de unas elecciones que abrieron las puertas al fascismo en Brasil.
Por Milagros Bleger, desde Brasil, para La tinta
Maceió, la capital del tercer estado más densamente poblado de Brasil, amanece húmeda. A las ocho, abren los comicios para iniciar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. El calor es agobiante. El viento sopla con una gran fuerza a la orilla del mar, el aire se vuelve perezoso a medida que se adentra en los edificios de la ciudad.
El tránsito y los peatones están revolucionados, y las calles repletas de gente. Muchas personas dejaron sus trabajos para acercarse al edificio asignado en donde imprimirán su huella digital y, mediante el voto electrónico, definirán el destino de su país.
La propaganda política a favor de la derecha se tiñe de verde y amarillo, los colores de la bandera nacional. El partido liberal tomó esos tonos como propios y, bajo el lema “Brasil es mi partido”, estampó remeras que visten numerosos transeúntes. En la radio, se oyen estrofas de un jingle alegre que promete un cambio. Los carteles en la calle publicitan leyendas que invitan a no votar la corrupción. Volantes, pegatinas y ploteos en automóviles con el rostro de Jair “Messias” Bolsonaro junto al número 17 abundan en la vía pública. Resulta evidente que el ex capitán de la reserva del Ejército brasileño está en todas partes, incluso en el nordeste brasileño.
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Alagoas cuenta con el mayor índice de analfabetismo de Brasil. El abandono del Estado se percibe a simple vista. A pocos minutos de la gran ciudad, se desparraman pueblos que parecen abandonados. Cuatro paredes sin revoque forman un rectángulo y se alzan unas sobre otras, siguiendo la forma de la montaña. Los senderos de tierra se dibujan como laberintos cuesta arriba. Un colectivo repleto de turistas y un camión que transporta bidones con agua bloquean por completo la única calle asfaltada del poblado. Chocaron de frente. Ya nadie puede avanzar. El lujo y la necesidad conviven en un mismo espacio, a la vista de cualquiera.
A sólo 20 minutos de Maceió, el agua potable no es común ni corriente. Estos pueblos no están abandonados, hay trapos que cuelgan de las ventanas con el afán de secarse. Al atardecer, los habitantes del metro cuadrado cubierto salen a la vereda y observan a los autos andar. Esperan que la vida pase. Matan al tiempo haciendo nada y el tiempo los mata a ellos. Según el Instituto Brasilero de Geografía y Estadística, más de la mitad no sabe leer ni escribir.
Son las diez de la mañana y Sandra se dirige caminando entusiasta al Centro Universitario Tiradentes. Su piel negra brilla bajo la luz del día. Tiene el pelo corto y crespo. El sol le pega en la frente, parece que no le molesta. El contacto de sus pies con las ojotas se mezcla con los restos de arena en el asfalto. Habla gesticulando con sus manos y mirándome a los ojos. Parece contenta. Nació y vivió toda su vida en Maceió. Está casada con un italiano, o como se dice en portugués: “esposata”. Se muestra esperanzada con un cambio para el país, dice que está cansada de que los políticos roben. Espera que Bolsonaro diga la verdad. De vez en cuando, dirige su mirada al horizonte.
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El estacionamiento de la Universidad está repleto de vehículos. Las motocicletas zigzaguean entre los autos, buscando un lugar para detenerse. Los que van a pie tienen que atravesar una serie de molinetes que ordenan a las personas en una fila prolija, como si fuera ganado. El edificio privado se encuentra abierto a todo el público para ejercer el derecho al voto. Grandes bloques de cemento cubiertos con azulejos blancos se alzan en el predio. El sol se refleja en el material y entrecierra un poco más la mirada de los presentes. El viento mueve las plantas que decoran al parque. El sonido del roce de las ojotas y el suelo se hace cada vez más alto. Caminan con el rostro alegre, sonrisas claras que contrastan con la piel oscura. La mayoría son negras. Vecinos que se encuentran de casualidad y viejos amigos que se reparten abrazos.
Maceió es la ciudad número 14 en el puesto de las más peligrosas del continente. En Brasil, ocurre un asesinato cada siete horas. Sin embargo, la universidad parece una fiesta. Las conversaciones espontáneas se despiden con un amén. Se escuchan risas. Algunos se sacan selfies. El personal policial no es el único grupo uniformado. El código de vestimenta es claro: los votantes de Bolsonaro optaron por remeras estampadas con alguna frase que contenga las palabras Brasil, familia y honra. Cientos de personas desfilan por las veredas del campus con ropas verdes y amarillas, adornadas con alguna pegatina del candidato de derecha. Otros se atrevieron a portar la camiseta de la selección de fútbol como propaganda.
Luis atiende un negocio al costado de la ruta, son las doce del mediodía y ya fue a votar. Si tuviera que comparar su rostro con el de un animal, se asemeja a un águila. Su nariz baja en forma de curva, sus ojos son rasgados y casi no abre la su boca al hablar. Tuvo que viajar a la ciudad, en su pueblo no hay escuelas. Hace varios años que no vota, pero, esta vez, le pareció importante participar. Apuesta por el Partido de los Trabajadores (PT), el que le dio la oportunidad de trabajar.
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Mientras que en otras partes del país se organizan movilizaciones a favor de uno u otro partido, el norte se encuentra en calma. Está como dopado. A las cinco de la tarde, los colegios electorales cierran sus puertas, a las cinco y media, cae la noche. Los medios y los corrillos de voces comienzan a manejar cifras de la segunda vuelta. La expectativa sobrevuela todo Brasil.
El tiempo es ahora y el tiempo es visual. Los temas de agenda son impuestos por los medios masivos de comunicación hegemónicos, sobre todo, la televisión. La convergencia tecnológica multiplica tanto los canales como la cantidad de información que circula. Las noticias se vuelven datos y lo instantáneo banaliza el contenido de las mismas. La verdad es accesoria.
Para muchos brasileños, el PT es una epidemia a eliminar, un mal a combatir. Para conseguir su fin, a los medios no les importa cuando el odio socava los limites morales y éticos.
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A las siete de la noche y algunos minutos, el triunfo de la derecha es un hecho: Jair Bolsonaro ganó con el 55,1 por ciento de los votos. En las calles de Río de Janeiro, se pueden ver camiones del Ejército cargados de militares que festejan mientras una multitud los rodea. La postverdad cultivó el odio, las ansias de cambio y el “rechazo al comunismo”.
Casi sesenta millones de personas optaron por el candidato de ultraderecha, el mismo que dijo que durante la dictadura militar brasileña el error había sido torturar y no matar; el hombre que dejó en claro varias veces su profundo odio hacia las mujeres, los negros y los pobres. La guerra de desinformación masiva crió a un pueblo que considera más importante la honra de dividir por estratos a quienes pueden y a quienes no.
Entre votos en blanco y nulos, sumaron más de 10 millones. Otras 30 millones de personas se abstuvieron de emitir su sufragio. El pueblo eligió a su dirigente bajo un profundo marco de disciplinamiento social. Ahora, es momento de construir estrategias de emancipación de la región entera o morir en el intento.
Por Milagros Bleger para La tinta / Imagen: Silva Izquierdo (AP)