Monseñor Romero: un santo incómodo para el Papa Francisco
Romero, proclamado santo el domingo pasado, y el Papa Francisco, que lo consagró, han tenido posiciones diametralmente opuestas cuando las dictaduras asolaban sus países.
Por Pablo Solana para Lanzas y Letras
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, a pesar de su origen conservador, supo comprometerse con los oprimidos y terminó apoyando en los hechos al movimiento revolucionario en su país. El Papa Francisco, que por aquellos mismos años era el Padre Jorge Bergoglio, cultivó el buen trato y la complicidad con los militares en el poder, al punto de ser señalado como parte de los “pastores que entregaron a sus ovejas”. Ya sabemos lo que sucedió en cada caso: uno fue asesinado y el otro es jefe del Estado Vaticano, la más antigua monarquía confesional sobre la tierra. Esas diferencias se proyectan hasta nuestros días y definen el rol de una Iglesia desprestigiada que no se logra relegitimar.
El Salvador: Romero en contexto
1980 fue un año determinante para la guerra civil en El Salvador. Meses atrás, los sandinistas, en el país vecino, habían tomado el poder y desplazado a la sanguinaria dinastía de los Somoza. La represión de los militares salvadoreños, fuertemente apoyada por los norteamericanos para evitar el “efecto dominó”, era más indiscriminada que la padecida por el pueblo nicaragüense; aun así, los “nicas” habían podido. “Si Nicaragua venció, El Salvador vencerá”, era la consigna que pregonaba la izquierda continental.
Durante ese año, las organizaciones populares salvadoreñas redoblaron el enfrentamiento a la dictadura. Monseñor Romero tomó partido. Cuanto más firme y combativa era la actitud del pueblo, más jugadas fueron sus posiciones políticas. No buscó mediar entre opresores y oprimidos (algo tan políticamente correcto hoy) sino predicar a favor de estos últimos.
“El conflicto del pueblo y gobierno se trasluce a la iglesia de la arquidiócesis que quiere estar con el pueblo. Entonces, indirectamente, pues hay una ruptura con el gobierno que no sirve al pueblo, sino que lo reprime. (…) Si queremos que cese la violencia y que cese todo ese malestar, hay que ir a la raíz y la raíz está aquí: la injusticia social”. (Mons. Romero, 30 de septiembre de 1979).
Ante la represión y la muerte, ejerció una defensa clara y frontal de la lucha popular. Como tantas y tantos revolucionarios, pagó su compromiso con la vida. Simbolizó lo mejor de una Iglesia que, a diferencia de lo que sucedió en la mayoría de los países del continente y de lo que sucede hoy, en El Salvador de entonces supo acompañar la organización de los de abajo. Ahora será oficialmente santo, pero Romero hace tiempo que ya fue consagrado por el amor de su pueblo, que le otorgó una santidad popular más pagana y menos institucional, a tono con lo que él mismo predicó.
“Que unos hombres sean proclamados como santos y beatos no quiere decir que solo ellos lo sean. Hay otra santidad, la que tenemos cerca, hombres y mujeres que, inspirados en el Evangelio, han dado su vida en servicio del pueblo. Podríamos hablar aquí de una santidad popular”. (2 de junio de 1979).
El asesinato de Monseñor Romero fue un hecho bisagra en un contexto de fuerte conflictividad. Durante ese año, el pueblo y sus fuerzas revolucionarias dieron pasos fundamentales de unidad y combatividad ante un régimen militar marioneta de los Estados Unidos, que solo proponía barbarie y genocidio.
El 11 de enero de 1980 se conformó la Coordinadora Revolucionaria de Masas, integrada por las principales organizaciones populares; diez días después, el nuevo movimiento protagonizó la movilización más grande de la historia de El Salvador, a lo que el régimen respondió con una masacre: años después la Comisión de la Verdad certificaría entre 22 y 50 manifestantes abatidos, sin importar si eran parte de las bases sociales o activistas afines a las organizaciones guerrilleras.
“A quienes caen en la lucha, con tal que sea con sincero amor al pueblo y en busca de una verdadera liberación, debemos considerarlos siempre presentes entre nosotros”. (27 de enero de 1980).
En febrero, Romero dirigió una carta al presidente de los Estados Unidos para exigir el cese de la intervención militar norteamericana. Ya había dicho públicamente que “la ayuda que Estados Unidos pueda hacernos militarmente solo estará reforzando a los opresores del pueblo”. El 18 de ese mes, un atentado con dinamita perpetrado por paramilitares voló la radio del arzobispado.
“Esta semana me llegó un aviso de que estoy yo en la lista de los que van a ser eliminados la próxima semana; pero que quede constancia de que la voz de la justicia nadie la puede matar ya”. (24 de febrero de 1980).
El 6 de marzo el gobierno decretó estado de sitio. El 17 de ese mes, la Coordinadora Revolucionaria de Masas convocó a una huelga general que fue fuertemente reprimida por el Ejército, con la excusa de repeler al extremismo izquierdista.
“Un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se hace respetar. Yo no las llamo fuerzas de izquierda sino fuerzas del pueblo, y su violencia puede ser fruto de la cólera de esa injusticia social. Lo que llaman ´izquierda´ es pueblo, es organización del pueblo y su reclamo son los reclamos del pueblo. Derecha significa cabalmente injusticia social, y no es justo estar manteniendo nunca una línea de derecha”. (19 de marzo de 1980).
Por aquellos días, la de Monseñor era la voz del pueblo más escuchada. Sabía que buscaban matarlo: paramilitares le seguían los pasos, rondaban las iglesias y las comunidades por las que andaba. Aun así, la ofensiva popular contra el régimen lo comprometía sin dobleces. El domingo 23 de marzo de 1980 pronunció, en la Catedral de San Salvador, su última homilía, de una contundencia histórica: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles. ¡Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos! La Iglesia predica la liberación. La Iglesia defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. ¡En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.
El régimen no podía permitir que las palabras de Monseñor lograran influenciar a las bases militares: un quiebre en las fuerzas represivas hubiese brindado las condiciones favorables para la revolución. ¿Eso buscó Romero con sus palabras, dirigidas “a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases del Guardia Nacional”, ordenándoles “en nombre de Dios” que cese la represión?
Al día siguiente, el lunes, cuando daba misa en la capilla del Hospital Divina Providencia de San Salvador, conocido como El Hospitalito, donde tenía su modesta residencia, Monseñor Romero fue asesinado. Durante los días posteriores, el sepelio masivo fue nuevamente reprimido.
Por aquellos meses se estaba gestando la unidad de las organizaciones armadas del pueblo, de buen diálogo con Romero. Las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (FPL), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la Resistencia Nacional (RN), el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC) y el Partido Comunista Salvadoreño (PCS) darían nacimiento, el 10 de octubre de 1980, al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), una de las más sólidas organizaciones político-militares del continente. Monseñor Romero fue resistido por las elites en el poder y por los militares, pero amado por su pueblo y reivindicado por las organizaciones revolucionarias.
De la Teología de la Liberación al combate a la “Ideología de Género”
Este año se cumple medio siglo de la primera reunión de los sacerdotes del Grupo Golconda. En 1968, dos años después de la caída en combate del cura Camilo Torres, que se había sumado al Ejército de Liberación Nacional (ELN), un sector de la Iglesia colombiana, influenciado además por las encíclicas de los Papas Juan XXIII (Paz en la Tierra, 1963) y Pablo VI (Sobre el progreso de los pueblos, 1967), asumió esos lineamientos como un mandato de opción por los pobres; consensuaron una doctrina para la acción que se conoció como Teología de la Liberación. Los influjos de la Revolución Cubana casi una década atrás y la caída, en octubre de 1967, del Che Guevara en Bolivia (un hecho sobre el cual también se elaboraron proyecciones míticas y mesiánicas que emparentaban al Che con la figura de Jesús) fueron parte del contexto de aquellos debates cristianos. Expresiones similares al Grupo Golconda se dieron en toda Nuestra América: el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo en Argentina; el grupo Iglesia y Sociedad en Brasil; la Joven Iglesia en Chile; el Movimiento Evangélico Cristiano en Uruguay; el grupo de Sacerdotes para América Latina (SAL). Desde entonces, las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) jugaron un rol fundamental en el acompañamiento de los procesos de liberación nacional.
Hoy queda poco de ese compromiso revolucionario en la Iglesia: apenas grupos de laicos católicos organizados y algunos curas comprometidos que mantienen su fidelidad con el pueblo. A ese desapego con los proyectos políticos de liberación se suma un desprestigio creciente, ya sea por los innumerables casos de pedofilia encubiertos por el Vaticano (“esas denuncias son cosa de zurdos”, se le escapó a Francisco en Chile), como por la oposición eclesial a la ampliación de derechos que impulsa el feminismo en lo que refiere a disidencias sexuales o políticas de salud pública, como la Interrupción Voluntaria del Embarazo.
La bandera de la lucha contra la mal llamada “Ideología de Género” (es decir, la búsqueda de ampliación de derechos que desafía las estructuras del patriarcado) tal vez sea la más bochornosa causa oscurantista que enarbola hoy la Iglesia, del Papa para abajo, casi sin fisuras. Aunque esa causa no le es exclusiva: también en las políticas reaccionarias el catolicismo viene padeciendo competencias más eficaces.
Evangélicos y neofascistas
Las iglesias evangélicas han sabido ocupar el terreno perdido por los curas católicos. Salvo honrosas excepciones, en general complementan y refuerzan el peor costado del catolicismo. El avance de esos sectores en la política apuntaló de manera determinante a las nuevas derechas continentales.
En Colombia se hicieron notar en la campaña de rechazo a los acuerdos de Paz en 2015; en Argentina hicieron una importante demostración de fuerzas al movilizar más que la Iglesia Católica contra la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, y ahora anuncian la conformación del Partido Celeste, color con el que simbolizan el rechazo al feminismo. Pero es en Brasil donde las iglesias evangélicas neo-pentecostales están logrando inclinar la balanza. Explica el analista Gerardo Szalkowicz que “no se pueden entender los 50 millones de votos (del candidato fascista Jair ‘Messias’ Bolsonaro que tiene grandes chances de quedarse con la presidencia del país) sin la militancia activa que desplegó la poderosa Iglesia Universal del Reino de Dios”, que “ataca en tres frentes simultáneos: en el Congreso, donde ‘la bancada de la Biblia’ controla la quinta parte de la Cámara de Diputados; en la prensa masiva con su multimedio Record, el segundo del país achicándole distancias a la Rede Globo; y en las barriadas populares, donde tiene una penetración territorial que no logra ningún partido”.
La supuesta “Ideología de Género” que denuncian es concebida como la nueva cara del “marxismo del siglo XXI”; cual cruzados, alistan a las familias humildes (y a futbolistas famosos) para resistir “la degradación de la familia y de la moral”.
Francisco, Romero y el intento de recomposición de la legitimidad perdida
La santificación de Monseñor Romero debe leerse en este contexto. El Papa Francisco hace de las críticas al “capitalismo salvaje” y de los gestos de apoyo a movimientos sociales una estrategia para que la Iglesia recomponga la legitimidad perdida en las bases populares.
Muestra de ello es la manera en que suele rodearse de líderes campesinos, dirigentes sindicales y referentes ambientalistas. Eso no le impide mantener una encendida prédica en contra del movimiento de mujeres, a quienes llamó “nazis” y más recientemente “sicarios” por impulsar la legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. (Ya que estamos: de Monseñor Romero no se conocen referencias al tema del aborto, que no estaba en agenda ni era prioridad en aquellos años de violencia en El Salvador; aun así, consultado por el rol de la mujer en la sociedad, tuvo palabras reivindicatorias: “No sé por qué continúa, en un país civilizado, la discriminación de la mujer; ¿por qué no va tener igual sueldo si trabaja igual?”, dijo el 8 de julio de 1979).
Los defensores de Francisco afirman que su giro hacia las causas populares (mientras no se trate de feminismos) es genuino. Mencionan las relaciones que cultivó antes de ser Papa, cuando era arzobispo de Buenos Aires, con organizaciones de base de origen humilde, como los cartoneros. Su formación política peronista, desde ese enfoque, vendría a reforzar la misma argumentación.
Sin embargo, la tendencia dentro del peronismo que lo formó en su juventud fue de derechas, fuertemente anticomunista. La organización a la que adscribió se llamó Guardia de Hierro, bautizada así en homenaje a un grupo paramilitar antisemita rumano del mismo nombre. Aún con llegada a sectores organizados de base, esa marca de origen explica sus límites ideológicos actuales.
Monseñor Romero también había tenido una formación conservadora. Al principio, los sectores progresistas de El Salvador lo tenían como un obispo afín a la oligarquía por su desempeño desde 1944 cuando inició su labor pastoral. Recién hacia 1977 comenzó a comprender de otra manera la situación de su país, y si bien al principio hizo cuestionamientos por igual a la represión del Estado y a las organizaciones populares armadas, con el tiempo, en la medida en que el conflicto se agudizaba, supo tomar partido. No se asumió como parte de la Teología de la Liberación, aunque su práctica se asimiló demasiado a los presupuestos de esa doctrina.
Su compromiso sin especulaciones con las causas del pueblo, reivindicado hoy, no hace más que exponer la falta de compromiso que tuvo el Papa Francisco cuando era Bergoglio en aquellos mismos años, ante terrorismos de Estado similares. El contexto crítico de las décadas de 1970 y principios de 1980 del siglo pasado muestra a las claras la opción de uno y otro, y proyecta consecuencias a la actualidad.
Un poco de historia
Cuando las fuerzas militares dieron el golpe de Estado en Argentina en marzo de 1976, el Padre Jorge Bergoglio era el Provincial jesuita que respondía por el desempeño de los curas Orlando Yorio y Francisco Jalics, ambos activos en las Comunidades Eclesiales de Base en tiempos donde eso era entendido como subversión. Eduardo Mignone, presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Argentina, señaló por primera vez en su libro Iglesia y Dictadura (1986) la presunta responsabilidad de Bergoglio por la entrega a los militares de ambos sacerdotes. Mignone era católico, y la dictadura había secuestrado y desaparecido a una de sus hijas. En el libro dice que el ahora Papa fue parte de los “pastores que entregaron a sus ovejas”. El periodista Horacio Verbistky profundizó la investigación y, aún con la avalancha de desmentidas que provinieron del Vaticano apenas Bergoglio se hizo Papa, mantiene la certeza –documentada- de que esa colaboración con los dictadores fue tal.
Verbitsky señala otro documento “que se conserva en el archivo de la Cancillería, producido a principios de la década de 1980 por un servicio de informaciones bajo el título ‘Nuevo copamiento de los jesuitas argentinos’, (donde se) afirma que ‘a pesar de la buena voluntad del padre Bergoglio, la Compañía en Argentina no se ha limpiado. Los jesuitas zurdos se han cuidado por un tiempo. Ahora, con gran apoyo del exterior y de ciertos obispos tercermundistas han comenzado una nueva etapa’”.
En 1980, mientras Monseñor Romero se jugaba la vida por acompañar a su pueblo, Bergoglio era rector del Colegio Máximo y de la Facultad de Filosofía y Teología del partido bonaerense de San Miguel; según las investigaciones citadas, mantenía excelente relación y colaboración con los militares argentinos, formados junto a los salvadoreños que ordenaron el crimen de Romero en la misma cristiana escuela de genocidas conocida como Escuela de las Américas.
“Coincido con algunas definiciones conceptuales del Papa -señaló Verbitsky, quien en los últimos años debió lidiar con la simpatía que ahora Francisco provoca en el sector político que lo identifica, el kirchnerismo-, pero no admito el blanqueo retrospectivo ni me parece saludable que la política argentina gire en torno de la retrógrada institución eclesiástica y el peregrinaje al Vaticano. A la luz de la conducta previa de Bergoglio me permito dudar de la sinceridad de Francisco y también me pregunto si hay algo más que gestos dirigidos a recuperar alguna credibilidad para la monarquía confesional que conduce, de nefasto rol en nuestra historia”.
San Romero de América, hoy
Es cierto que en algunos aspectos geopolíticos Francisco juega un rol valorable desde un punto de vista democrático y de defensa del medioambiente. Si sus sermones confrontan al neoliberalismo deshumanizante, bienvenido sea. La complicidad de su Iglesia con los curas abusadores de niños y su enfrentamiento con el feminismo serán lastres graves e inocultables, que sin embargo no anulan del todo los efectos de algunas de sus arengas progresistas que llegan a todos los pueblos del mundo.
La figura de Romero, sin embargo, muestra que hay formas más plenas de compromiso, y que testimonios como el que él supo brindar entregando su vida a la causa de los oprimidos son los que perduran en la memoria larga de los pueblos. No caben dudas que, para las y los salvadoreños y para quienes valoramos su legado, su recuerdo perdurará muy por encima de la figura papal.
Que su canonización nos sirva para retomar la reivindicación plena de lo que implica asumir un compromiso sin dobleces con las causas populares, como Romero supo hacer, aun en los contextos más difíciles. En eso, su figura se asemeja más a la del cura guerrillero Camilo Torres que a la del Papa “progresista” que lo hizo santo.
*Por Pablo Solana para Lanzas y Letras