Contra el cine efectista: entrevista con Alejo Moguillansky
El Cineclub Municipal estrena La vendedora de fósforos, una comedia del director porteño Alejo Moguillansky. En diálogo con La Nueva Mañana, el realizador reflexiona acerca de su película, donde desafía los límites entre la ficción y el documental, la creación de imágenes y la vida cotidiana, la comedia y la política.
Por Iván Zgaib para La Nueva Mañana
Hay que redescubrir el cine de Alejo Moguillansky. Quizás sus películas hayan quedado relegadas a un pequeño círculo cinéfilo. Y es posible también que la magnitud del cine de Mariano Llinás, su compañero en la productora El Pampero, haya eclipsado los juegos cinematográficos sutiles de sus propias películas. Pero La vendedora de fósforos, el film de Moguillansky que se verá hasta el martes en el Cineclub Municipal, es la prueba más fehaciente de una obra cinematográfica que atesora cierta sensación de aventura y exploración poco usual. Un cine de riesgo, donde las imágenes abren puentes entre dos mundos aparentemente disímiles. Por un lado, los intentos reales del compositor Helmut Lachenmann por montar una ópera en el Teatro Colón, mientras los trabajadores están en huelga. Por otra parte, la comedia ficticia de una familia que intenta sostenerse económicamente haciendo música.
Con El loro y el cisne y El escarabajo de oro, Moguillansky ya había comenzado a aproximarse a un método de creación liberado de las estructuras más clásicas. La ficción de sus películas no empieza en las páginas vírgenes de un guion sino en los elementos vivos que laten a patadas en la realidad. Puede ser el registro documental de una compañía de danza, el rodaje de una película o el paro en un teatro estatal sindicalizado. Entonces los personajes y el relato se descubren a partir de aquellos sucesos, generando una comunión misteriosa entre el artificio y lo documental. Las preguntas que abren los films de Moguillansky son de carácter meta-reflexivo: cómo se configuran los mecanismos de ficción y hasta qué punto se vuelve indiferenciable la creación de imágenes de la vida cotidiana.
—Quería que me cuentes un poco sobre la génesis del proyecto y cómo pasaste de filmar un documental sobre el Teatro Colón a construir una ficción en torno a eso.
—La película nació como un documental por encargo del Teatro Colón en el año 2014. Empezamos a filmar un sonidista y yo y ahí empezó a pasar algo muy divertido, que era la música en sí misma. Lachemann trabaja con la resistencia del instrumento a producir el sonido para el cual está pensado; es una música muy a contramano del instrumento, en un sentido inverso. Y de repente empezamos a encontrarnos con una especie de comedia. Los músicos del Colón, que están más acostumbrados a interpretar piezas clásicas, estaban haciendo un disparate. Eso era gracioso por un lado. Y por otro lado pasó esto que se ve en la película: había un paro nacional de transporte que influyó en los horarios de ensayo de la orquesta. Eso obviamente generó conflictos entre la orquesta y la dirección del teatro, donde el gremio de la orquesta reclamaba sus derechos. Y en eso había una imagen graciosa y paradójica: verlo a Lachenmann, este compositor que viene del marxismo más radical de la Alemania de los ‘70, enfrentado a una orquesta sindicalizada en Latinoamérica. Esa es una imagen en la cual se organiza el resto de la película.
Después, pasó en esa misma semana, hubo una reunión entre Lachenmann y Margarita Fernández, una de las pocas personas que interpretan la música de Lachenmann en piano en Buenos Aires. Entonces había como dos círculos: uno íntimo, que se había dado en esa reunión entre ellos, y había un círculo político que estaba en las circunstancias mismas de filmar en un teatro estatal. Cuando uno filma en un lugar del Estado, todo va a estar naturalmente atravesado por la política. Entonces yo empecé a editar ese material y a interesarme por eso, sin tener la más pálida idea de a dónde iba a ir. Y empezamos a trabajar junto a la actriz María Villar en la casa de Margarita Fernández, filmando escenas que nosotros considerábamos que podían completar el material de la orquesta, sin tener la más remota idea de guion. Ni siquiera personajes: eran dos personas ahí hablando y Margarita tocando cosas de Schubert.
—¿Eso lo fuiste trabajando a partir de ensayos?
—No, íbamos a filmar. Yo tenía idea de algún texto, pero no mucho más que eso. También sucedía en una circunstancia de creación muy colectiva en rodaje. Todavía no sabíamos bien qué tipo de película estábamos haciendo, así que se fue haciendo con todos pensando, opinando y por un gusto por reunirse a filmar. A todos nos divertía mucho y nos daba mucho goce ir a filmar juntos. Y también empezamos a escribir un relato para que ese grupo siga vigente. Y ahí fue que le inventamos a María, el personaje de una hija, que terminó siendo mi propia hija. Y recién ahí dijimos: “Che, bueno, quizás esto es una película, quizás Marie y Margarita son personajes”. Ahí creamos la idea de una familia y lo llamamos a mi amigo (el actor) Walter Jakob. Pero el relato más bien fue una respuesta a la necesidad de filmar y a unir puntos que nosotros intuíamos que tenían algún tipo de alianza pero que había que sedimentarla.
—¿Cómo fuiste construyendo las escenas con Walter en el teatro? Porque ahí aparece el momento más fuerte donde coexisten ficción y realidad.
—Se fueron dando. Walter tiene la particularidad que él había hecho alguna que otra ópera contemporánea. Eso ya era algo. En un momento pensamos que el vínculo entre Marie y Margarita resultaba ser un vínculo laboral y no se nos ocurrió mejor idea que su marido tenga una relación laboral con la otra mitad de la película, que eran los ensayos. De manera tal que empezamos a ir al Colón con las complicaciones obvias que amerita eso. Entrar al Colón es un círculo interminable de autorizaciones, como sucede en toda institución pública. Pero se logró entrar al Colón con Walter a inventar escenas que sucedieran durante los ensayos que ya teníamos filmados.
—Hay algo que se percibe en la película que tiene que ver con la flexibilidad de la estructura narrativa, que da cierta sensación de estar viendo un laboratorio donde la ficción se construye a medida que avanza la película. ¿Las escenas las llevabas escritas desde antes o había cierto lugar a la espontaneidad?
—Sí, la película es de una flexibilidad constante y una porosidad continua. Al mismo tiempo esa sensación que se puede percibir como algo experimental, para nosotros no era así. Era como la manera más natural y elocuente de hacerlo. Lo experimental hubiera sido sentarse a escribir un guion al borde del abismo y salir a filmarlo con una manera completamente burocrática. Eso hubiera sido lo raro. Esta es una película que está más bien pensada para filmarse y escribirse durante el rodaje. En ningún momento nosotros tuvimos la sensación de que estábamos haciendo algo experimental. Más bien sentíamos que estábamos filmando una historia. Y que estábamos todo el tiempo pensando cuál era la manera verdadera y justa de que esa historia tuviera lugar.
—Pensaba un poco en lo que mencionabas antes sobre la música contemporánea y cierta tensión con los músicos del Colón, que estaban más acostumbrados a tocar piezas clásicas. Tu película, más allá de que cuenta una historia, no está atada a una estructura clásica. ¿Qué posibilidades creés que se abren en tu cine al trabajar de esa forma?
—Es un modo. No es algo pre-planificado, pero yo ya había trabajado de manera parecida en El loro y el cisne. El escarabajo de oro, mi tercera película, es en buena medida un documental sobre sí mismo, una película que narra su propia génesis. Antes de eso filmé una película que se llama Castro, donde había un guion muy premeditado. Pero también había cierta relación con lo documental porque está filmada en la ciudad de Buenos Aires y en La Plata, en ciertos lugares donde lo real desborda por todos lados. Tenía una relación de choque. Estaba esa materia de lo real y adentro se establecían unas partituras muy escritas. Había algo de la escritura y de la caligrafía de la película que estaba generando una especie de borde filoso para con esa materia documental. Después yo tuve la necesidad de borronear ese borde filoso. Y por otro lado fue apareciendo cierto disgusto con la idea del guion, de sentarse a escribir un guion de la nada, en una especie de página en blanco donde uno inventa. Yo le tengo demasiado respeto a la ficción y a la imaginación. Y si la ficción no es imaginativa me parece, justamente, poco imaginativa.
Quizás como respuesta a eso surge la necesidad de fundar imágenes. Imágenes que me convenzan a mí y que sean más imaginativas que cualquier relato que yo pueda escribir con aristas de guionista o de autor. No me siento a gusto con ese rol. Me disgusta mucho verle los hilos a una narración. Todo el tiempo que veo eso percibo ingenuidad, problemas y mala fe. Y en ese sentido, en esta película las imágenes están dadas. Vienen del mundo, no vienen de una especie de creador. Y vos te das cuenta cuando algo es documental y cuando algo es ficción. La película no está intentando marear a nadie, más bien dejando en claro sus reglas. El contrato que tiene la película para con quien la mira, quiero creer, es bastante sincero. Pero también como eran sinceros los policiales negros en la era del cine clásico en Hollywood. Vos ibas, te sentabas a ver una película de Siodmak o Lang y era sincero también. Vos veías un policial y sabías cómo eran las reglas, sabías que tenías un misterio que había que develar, sabías que había un asesino. Había un pacto bilateral entre quien mira la película y la película.
—¿Cómo ves ese “contrato” en el cine contemporáneo?
—A mí me da la sensación que eso se perdió un poco en los relatos más clásicos hoy, donde todo tiene que ver más con buscar el efecto, con sorprenderte, con impresionarte. Como una especie de economía de las impresiones y de los efectos, que no me parece muy buena ni muy noble. Yo prefiero volver a cierto contrato con las películas donde la relación es un poco más armónica, más justa. Donde uno dialoga con la película y la película dialoga con uno, donde uno mira la película y la película lo mira a uno. En vez de que la película sea una especie de objeto tirano que nos manipula de acá para allá, que nos hace creer cosas. No me interesa ese tipo de situaciones y más bien quiero creer que estas películas militan por un tipo de relación a escala humana.
—Eso le otorga cierto rasgo meta-reflexivo, donde la película parece estar pensándose a sí misma. ¿Fue algo que te interesaba explorar?
—Sí, a mí me interesa que las películas puedan pensar ellas mismas. Y que uno pueda acceder a un pensamiento y pensar junto con ellas. La porosidad no es solamente con el material documental sino que es un poco más grande. Son películas que pueden pensar, que generan espacios y tiempos donde existen pensamientos. Incluso sobre su propia condición como película, como relato. Pero sí, es una dimensión crítica y reflexiva para crear ciertas mesetas que no tienen nada que ver con esa idea del cine de autor como algo lento donde el espectador se distancia de la película. No, son películas que invitan a pensar en la misma medida que ellas se piensan a sí mismas.
► La Vendedora de Fósforos. Martes 19 de junio a las 18 hs. en el Cineclub Municipal (Bv. San Juan 49).
*Por Iván Zgaib para La Nueva Mañana.