Reloj sin manecillas, la fragilidad de la existencia
Por Manuel Allasino para La tinta
Reloj sin manecillas es la última novela de Carson McCullers, publicada en 1961. Ambientada en los años cincuenta del siglo XX, relata los destinos cruzados de cuatro personajes: el Juez Fox Clane, un patriarca sureño de los Estados Unidos, su nieto adolescente, Jester Clane, un chico negro que logra una enorme atracción sobre ambos, Sherman Pew, y J. T. Malone, quien descubre que el verdadero peligro no es morir sino perderse a uno mismo. Carson McCullers narra con compasión las injusticias sociales y la naturaleza confusa del amor por la que atraviesan los personajes.
Carson McCullers es una de las grandes escritoras estadounidenses. Cruzó y rompió fronteras a raíz de su primera obra publicada en 1940, El corazón es un cazador solitario; y desde entonces sus textos son reeditados una y otra vez.
Reloj sin manecillas es para muchos críticos la más inteligente de sus obras debido a que reúne las principales características que han hecho única a esta autora. La novela presenta un abanico de personalidades muy dispares entre las cuales: los choques, las discusiones y las divergencias, serán el detonante para conocer muchos secretos.
“A la mañana siguiente, temprano, Malone ingresó en el hospital y permaneció allí tres días. La primera noche se dio un sedante y soñó con las manos del doctor Hayden y con el cortapapeles con que había jugado el médico sobre su escritorio. Cuando despertó se acordó de la vergüenza dormida que le había preocupado el día antes y recordó el origen de aquella tenebrosa angustia que había sentido en el gabinete del médico. Además, por primera vez se dio cuenta de que el doctor Hayden era judío. Surgió el recuerdo, y era tan doloroso, que se impuso la necesidad de olvidarle. Se trataba de aquella vez que le suspendieron en la Facultad de Medicina el segundo año. Era una facultad del Norte y había en su curso muchos judíos empollones que subían de tal modo el nivel de las notas que un estudiante corriente, normal, no tenía una oportunidad justa. Aquellos empollones judíos fueron quienes obligaron a J. T. Malone a dejar la Facultad de Medicina, dando así al traste con su carrera de médico…, de modo que tuvo que pasarse a Farmacia. Al otro lado del pasillo se sentaba un judío llamado Levy, que jugueteaba con una navaja de afilada hoja y le distraía impidiéndole aprovechar las explicaciones de las clases. Un judío empollón que siempre sacaba matrículas de honor y estudiaba todas las noches en la biblioteca hasta la hora de cerrar. Y Malone tenía la impresión de que también le temblaba el párpado de vez en cuando. El hecho de darse cuenta de que el doctor Hayden era judío le pareció de tal importancia, que se preguntaba cómo lo pudo ignorar durante tanto tiempo. Hayden era un buen cliente y un amigo… Habían trabajado en el mismo edificio muchos años y se veían diariamente. ¿Por qué no lo había advertido? Quizá porque el nombre de pila le había desorientado: Kenneth Hale. Malone se dijo que no tenía prejuicios, pero cuando los judíos usaban aquellos viejos nombres anglosajones y sureños le parecía que no estaba bien del todo. Recordó que los niños de Hayden tenían la nariz ganchuda y que había visto además un sábado a la familia en las escuelas de sinagoga. Cuando el doctor Hayden pasaba visita, Malone le observaba con temor…, aunque durante años había sido cliente y amigo suyo. No se trataba tanto del hecho de que Keneth Hale Hayden fuera judío, como de que él y los de su profesión vivían y seguirían viviendo gracias a que J. T. Malone tenía una enfermedad incurable y moriría dentro de un año o quince meses. Malone lloraba a veces cuando estaba solo. También dormía mucho y leía en sinnúmero de historias policíacas. Cuando le dieron salida, el bazo había disminuido, aunque los glóbulos blancos apenas cambiaron. Era incapaz de pensar en los próximos meses e imaginar la muerte”.
En Reloj sin manecillas, el Juez Fox Clane, es el paradigma de las falsas virtudes y los defectos racistas y sociales. Discute mucho con su nieto Jester. Esas discusiones, son el espejo de dos miradas y realidades, por un lado, la testaruda y beligerante de ese sur derrotado en busca de recuperar una supuesta gloria arrebata; y por otro, una juventud sensible, abierta, dinámica y desprejuiciada, que cuestiona esas costumbres y plantea nuevos caminos a transitar. Lidiando con esos dos personajes, encontramos a Sherman Pew, un joven huérfano, que sufre el aislamiento por el racismo imperante de la época; y cuyo pasado está ligado al de los Clane. La mentira es su arma para luchar contra la frustración. Por su parte, la historia de J.T Malone, tiene un matiz netamente existencial. Malone, es un farmacéutico desahuciado por los médicos. Con la muerte pisándole los talones a causa de una leucemia, se lamenta por haber desaprovechado su vida. Sólo confía su enfermedad al Juez Clane, quien a su vez, recuerda en diálogos con Malone a Johnny, su hijo, que se suicidó después de un acontecimiento crucial.
“El juez dirigía miradas furtivas y apenadas a Malone, pero cuando el farmacéutico se volvió hacia él, evitó sus ojos y empezó a acariciar otra vez el bastón. –A cada hora, toda alma humana se acerca más a la muerte, pero ¿cuántas veces pensamos en ella? Permanecemos aquí sentados tomando nuestros whiskys y fumando nuestro cigarro y a cada hora nos acercamos a nuestro último término. Grown Boy come su helado sin haberse preguntado jamás nada. La muerte y yo hemos tenido una escaramuza y la escaramuza ha terminado por estancarse. Soy un enemigo herido por la muerte en el campo de batalla. En los últimos diecisiete años, desde la muerte de mi hijo, he esperado. <<Oh, muerte, ¿dónde está pues tu victoria?>> La victoria se produjo aquella tarde de Navidad en que mi hijo se quitó la vida. –Pienso con frecuencia en él –dijo Malone-, y he sufrido por usted. -¿Y por qué? ¿Por qué lo hizo? Un hijo tan guapo, que prometía tanto; no había cumplido los veinticinco años y era licenciado, galardonado, por la universidad. Ya era abogado y se abría ante él un espléndido porvenir. Con una esposa hermosa y un niño en camino. Tenía una posición acomodada, puede decirse que era rico. Constituía toda mi fortuna. Como regalo de licenciatura le di Sereno, por el que pagué cuarenta mil dólares el año anterior, unas cuatrocientas hectáreas de tierras inmejorables para cultivar melocotoneros. Era el hijo de un hombre rico, mimado por la suerte, afortunado en todos los sentidos, en el umbral de una brillante carrera. El muchacho pudo haber llegado a presidente… Pudo haber sido lo que quisiera. ¿Por qué había de morir? Malone dijo cautelosamente: -Tal vez fue un ataque de melancolía. –La noche en que nació, vi una asombrosa estrella fugaz. Era una noche radiante y la estrella describió un arco en aquel cielo de enero. Miss Missy pasó ocho horas con dolores y yo me arrastraba al pie de su cama, rezando y llorando. Entonces, el doctor Tatum me cogió por el cuello, me empujó hasta la puerta y me dijo: <<Sal de aquí, viejo desatinado y turbulento; emborráchate en la despensa o sal al jardín>>. Al salir al jardín y contemplar el cielo, vi aquella estrella fugaz; y en aquel momento fue cuando Jhonny, mi hijo, nació”.
Reloj sin manecillas, la última novela de McCullers, es un claro ejemplo de cómo la ficción puede interpelar profundamente sin la necesidad de recurrir al sentimentalismo. Pasión, misterio, realidad y sueño, se entremezclan en esta obra que sigue resultando moderna, por su estilo, las temáticas que abordada y su sensibilidad.
“Los días de eneros tenían tonalidades doradas y azules; estaban pasando por una época de calor. Incluso parecía una falsa primavera. J. T. Malone, mejorado por el cambio de temperatura, creyó que estaba realmente mejor y planeó un viaje. Solo, y sin decir nada a nadie, iba al Johns Hopkins. En la primera visita al doctor Hayden, éste había calculado que le quedaban de doce a quince meses de vida, y ya habían transcurridos diez. Se encontraba mejor, hasta tal punto que se preguntaba si los médicos de Milan no se habrían equivocado. Le dijo a su mujer que iba a Atlanta para asistir a un congreso farmaceútico; la sensación de secreto y de engaño le complacía tanto que estaba casi alegre al emprender el viaje hacia el norte. Como se sentía culpable y despilfarrador, viajó hacia en coche cama, pasó el rato en el bar y pidió dos whiskys antes de comer un plato de mariscos (a pesar de que el plato especial del día era el hígado). A la mañana siguiente, llovía en Baltimore y Malone tenía frío y notaba la humedad, mientras le explicaba a la recepcionista de la sala de espera lo que deseaba. –Quiero el mejor médico de este hospital, porque los médicos de mi pueblo, Milan, están tan poco al día que no me fio de ellos. Siguieron los reconocimientos, que ahora ya le eran familiares, y la espera del resultado de los análisis, y finalmente llegó el veredicto: el mismo de siempre. Enfermo de rabia, Malone regresó en el autocar diurno a Milan. Al día siguiente, fue a la tienda de Herman Klein y colocó su reloj sobre el mostrador. –Este reloj atrasa aproximadamente dos minutos cada semana –dijo impertinentemente al relojero- . Exijo que mi reloj señale la hora exacta, como los de las estaciones del ferrocarril. –En el limbo en que vivía, esperando la muerte, Malone vivía obsesionado por el tiempo. Siempre agobiaba al relojero, quejándose de que su reloj atrasaba dos minutos o adelantaba tres. –Repasé este reloj hace solamente una semana. ¿Y adónde va, pora tener que llevar la hora exacta como los ferrocarriles? Malone apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron, y juró como un niño dominado por la ira. -¡Qué diablos le importa adónde voy! ¡Qué coño le importa! El relojero le miraba, atónito ante aquella ira que no tenía sentido. –Si no puede atenderme bien, buscaré otro sitio. Recogió el reloj y salió de la tienda, dejando a Hernan Klein boquiabierto. Habían sido leales clientes uno de otro cerca de veinte años. Malone pasaba por una época en que se veía sujeto a estos ataques de ira. No podía pensar directamente en su muerte, porque le resultaba irreal. Pero esa ira, irreflexiva, que le sorprendía a él mismo, se apoderaba a menudo de su ánimo, en los momentos más tranquilos. En cierta ocasión, estaba cascando nueces con Martha, para adornar una tarta o algo así, cuando, de pronto arrojó el cascanueces al suelo y se pinchó violentamente con la aguja de limpiar las nueces. Tropezó con una pelota que Tommy había olvidado en la escalera y la tiró con tal fuerza, que rompió un cristal de la puerta principal. Pero aquella ira no le aliviaba. Cuando cedía, Malone quedaba con la sensación de que algo terrible e incomprensible iba a ocurrir. Y de que él no tenía poder para evitarlo”.
Reloj sin manecillas, es una novela que ilumina la fragilidad de la existencia humana. Carson McCuller describe con maestría la soledad espiritual y las injusticias en el difícil sur estadounidense de los años cincuenta.
Sobre la autora
Carson McCullers nació en Columbus, Georgia, en 1917, y murió en Nueva York, en 1967, de un ataque al corazón, a la temprana edad de cincuenta años. Su producción narrativa comprende los siguientes títulos: El corazón es un cazador solitario, Reflejos en un ojo dorado, Frankie y la boda, La balada del café triste y Reloj sin manecillas. Póstumamente ha aparecido su autobiografía, Iluminación y fulgor nocturno. El aliento del cielo incluye todos sus cuentos. Está considerada, junto con William Faulkner, como una de las mejores representantes de la narrativa del sur de Estados Unidos.
*Por Manuel Allasino para La tinta.