La casa de los conejos: secretos, miedos y encierro

La casa de los conejos: secretos, miedos y encierro
25 abril, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La casa de los conejos es la primera novela de Laura Alcoba. Fue publicada originalmente en Francia y en el 2008 se editó en Argentina. Alcoba narra su experiencia infantil en una casa operativa de Montoneros en los años ’70. Ella vive en La Plata con su madre, que debe evitar la calle: tiene pedido de captura y su foto aparece en los diarios. Su padre es un preso político. Con la mudanza a La casa de los conejos, la infancia de esa niña declina con el terror de los adultos, comienzan los secretos, el miedo y el encierro.

En el nuevo hogar se crían y venden conejos. Ésa es la fachada pública, porque en verdad es una casa clandestina de Montoneros, una de las más sensibles. Los nervios, miedos y ansiedad se aplacan limpiando pistolas y fusiles. Los compañeros mueren o desaparecen en las calles. La inocencia de esa niña se evapora al mismo tiempo que la Argentina se hunde en la violencia.

“Mi madre se decide finalmente a explicarme, a grandes rasgos, lo que pasa. Hemos tenido que dejar nuestro departamento, dice, porque desde ahora los Montoneros deberán esconderse. Es necesario, ciertas personas se han vuelto muy peligrosas: son los miembros de los comandos de las AAA, la Alianza Anticomunista Argentina, que <<levantan>> a los militantes como mis padres y los hacen desaparecer. Por eso debemos refugiarnos, escondernos; y también resistir. Mi madre me explica que eso se llama <<pasar a la clandestinidad>>. <<Desde ahora viviremos en la clandestinidad>>. Esto, exactamente, es lo que dice. Yo escucho en silencio. Entiendo todo muy bien, pero no pienso más que una cuestión: la escuela. Si vivimos escondidos, ¿cómo voy hacer para ir a clase? Para vos, eso será como antes. Con que no digas a nadie dónde vivimos, ni siquiera a la familia, suficiente. Todas las mañanas te vamos a subir a un micro. El micro para justo en la puerta de los abuelos. Ellos se van a ocupar de vos durante el día. Y ya veremos la manera de pasarte a buscar a la tardecita o a la noche”.

En La casa de los conejos, funciona la imprenta del periódico Evita Montonera, órgano de prensa fundamental de la organización revolucionaria. Comparten la casa junto a la pareja “Cacho” y “Didí” (Daniel y Diana). La convivencia nunca es un problema, lo importante es lo que se vive ahí adentro, el “embute”. El ingeniero, hombre fascinado con Edgar Alan Poe, y en especial con el cuento La carta robada; es quien construye el muro falso en la casa para el embute, que funciona con un control que dejan a la vista de todos para no generar sospechas. La casa es visitada por César, el responsable político del grupo, el ingeniero y el obrero, estos últimos no conocen la ubicación de la misma y llegan tabicados.

Si Cacho tantas veces está ausente, es porque todavía tiene la suerte de trabajar, y por lo demás, usando su verdadero nombre. Nadie sabe que milita en Montoneros, y menos aún se lo sospecha de Diana, que tiene toda la apariencia de ser la esposa de un ejecutivo sin más preocupación que su trabajo. Por lo general, Cacho parte a Buenos Aires temprano en la mañana y no vuelve hasta muy tarde en la noche. Trabaja en un estudio donde ocupa un puesto importante, creo; en todo caso, siempre está de punta en blanco. Salvo los fines de semana, usa un traje azul oscuro, una corbata también azul ligeramente más clara que el traje y una camisa de una blancura irreprochable. Con su maletín de cuero negro y sus bigotes estrictos, en verdad no tiene nada de un <<revolucionario>>. Esto divierte enormemente César, el responsable del grupo, que llega, en su caso, casi siempre a pie o en colectivo. Fuera de las personas que viven en la casa –esto es: de Cacho, Diana, mi madre y yo-, César es el único miembro de la organización que sabe dónde queda. Por esta  razón él puede venir a vernos más libremente, una vez por semana, a presidir las reuniones. César es un poco mayor que los demás. Debe de tener unos treinta años. Sus pequeños anteojos le dan un falso aire profesoral. Tiene, como Diana, ojos que parecen sonreír, y un pelo lacio y ligeramente alborotado, como de poeta. Nada incompatible, pienso: bien podría suponerse que es un profesor poeta. <<Che Cacho, ¿no se te va la mano a vos?>>, dice entre risas. <<Esa corbata, francamente… Podrías, de vez en cuando, qué sé yo, permitirme un toquecito de locura… ¡una corbata gris perla, aunque sea!>>. César hace siempre los mismos chistes, pero igual nos divierte. Es por todo esto que Cacho y Diana fueron escogidos: por un lado, para cobijar en su casa a dos personas como mi madre y yo, pero sobre todo, para custodiar un embute particularmente sofisticado, y que la organización precisa ocultar fuera de todo riesgo. Vigilado por un matrimonio modelo, a salvo de toda sospecha, y que además espera un hijo. Una pareja como tantas otras, a la que suele visitar un profesor poeta. En cuanto a mi madre y a mí… estamos allí de paso, por un tiempo. Como sea, mi madre es una mujer tímida y muy discreta, que prefiere, aparentemente, no mostrarse demasiado. Desde que se inició la excavación, hace ya unos diez días, el Obrero ha llenado decenas de bolsas de tierra y escombros. Al fin de cada jornada, antes del anochecer, Diana vuelve a llevar al Obrero y al Ingeniero –a veces no viene más que uno de ellos, el Obrero, ya que el trabajo del Ingeniero es mucho menos absorbente- siempre ocultos bajo la vieja frazada polvorienta. Y también en plena noche Cacho y Diana salen a deshacerse, en obras o terrenos baldíos (hay muchísimos en el barrio) de algunas de esas bolsas colmadas durante el día. A veces, también, salimos de a uno a la vereda, a la vista de los vecinos. Y es que oficialmente aquí sólo se hacen trabajos a fin de acondicionar el galpón que dará albergue a centenares de conejos. Esas bolsas visibles justifican, o así lo esperamos, las innumerables idas y venidas de la pequeña furgoneta gris. Nosotros afectamos la agitación que podría explicar el modesto proyecto de construir un criadero, así como la compra de tantos materiales. Pero detrás de esa construcción se levanta una obra absolutamente diferente, inmensa y de una importancia única: la casa que habitamos ha sido elegida para ocultar en ella la principal imprenta montonera”.

La casa de los conejos, es una novela autobiográfica. Alcoba cuenta su vida de niña que, a los siete años y tras el golpe de estado en Argentina, se vio obligada a vivir en la clandestinidad. Pero lejos de buscar explicaciones y juzgar los hechos, se limita a plantearlos desde la inocente mirada de una niña; y deja en manos del lector la interpretación, reflexión y valoración de lo sucedido.

“Ayer fui a ver a mi padre en la cárcel, por segunda vez. Así fue como ocurrió: muy temprano por la mañana, salimos, mi madre y yo, de la casa de los conejos a tomar uno de los colectivos que llevan al centro de la ciudad. Cerca de una plaza adonde de pronto creo haber venido ayer, y nunca antes, nos bajamos. En un banco un poco apartado, lejos del lugar de juegos que ocupa el centro de la plaza, ya esperaban mi abuela y mi abuelo paternos. Ellos apenas si cambiaron algunas palabras con mi madre, sólo para confirmar la hora y el lugar de otra cita, el mismo día, al anochecer. Después mi madre se fue, dejándome con ellos, no sin antes entregarles mi cédula de identidad, aquella en que figura mi nombre verdadero, el que llevaba antes de mis flamantes documentos falsos. Subimos al auto de mi abuelo. Debíamos esperar al momento en que no nos viera nadie en la plaza o en las calles circundantes; y como a esta hora de la mañana es poquísima la gente que está fuera de sus casas, casi en seguida mi abuelo se volvió hacia mí y empujándome muy suavemente por la cabeza me dijo. –Agachate y tapate con una frazada que hay ahí, abajo del asiento. No había necesidad de decir más: yo sabía lo que tenía que hacer. Entonces mi abuela empezó a hablarme a mí, que estaba a sus espaldas. Bajo la frazada, el sonido de su voz se oía apenas comprensible, como con sordina, porque no sólo ella hablaba en otra dirección, sino que yo, el vientre contra el piso, apretaba con todas mis fuerzas la cabeza entre los brazos. Así y todo, llegaba a distinguir algunos sonidos. – Tula… contenta… Yo no pedía explicaciones. Sin saber adónde estábamos ni adónde nos dirigíamos, seguí esa posición, esforzándome por permanecer tan inmóvil y silenciosa como, seguramente, irían el Obrero y el Ingeniero, escondidos bajo otra manta vieja, en la furgoneta de Diana. Después de un largo rato, escuché detenerse el motor, y mi abuela me destapó. –Ya está. Llegamos. Me haría falta un cierto tiempo para reconocer el lugar completamente inundado de sombra. Permanecí en el asiento trasero, toda entumecida, esperando que viniera a buscarme. Mi abuela es la primera en bajar del auto y la que me abre la puerta. Entonces reconocí el garaje de su casa. -¿Viste? Te estaba esperando. Y era Tula, la perra que me habían regalado cuatro o cinco años atrás y que había quedado con ellos, porque ya entonces, para nosotros, todo era bastante complicado. Daba vueltas y vueltas alrededor de mí, moviendo la cola. Contenta, sí. Rarísimo, sí, pero me había reconocido. Como si yo fuera la misma de siempre.

Laura Alcoba, con una prosa conmovedora escribió una novela que hilvana de manera natural el drama de un país y el accidentado despertar de una niña a un universo que apenas comprende pero que está obligada a vivir. La casa de los conejos describe de manera brillante pero jamás sentimental, la emocionante odisea de alguien que ve como avanza el cerco de la muerte, y un día descubrirá que esas marcas, esos olores y aromas, se han vuelto parte esencial de su pasado y también de su presente.

Sobre la autora

Laura Alcoba nació en La Plata, y vive desde los diez años en París. Se licenció en letras en l´Ecole Normale Supérieure, y es especialista en el Siglo de Oro español y traductora. La casa de los conejos es su primera novela, y fue publicada originalmente en Francia por Gallimard.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

 

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