David Viñas en avenida Corrientes
Hace unos días se cumplió un nuevo aniversario del fallecimiento de David Viñas. Siete años ya. Intelectual incómodo, escritor crítico y comprometido, provocador sin igual. El periodista Leandro Albani lo recuerda.
Por Leandro Albani para La luna con gatillo
Cuando llegué a Buenos Aires en 1999 era común que mi vieja viajara cada tanto desde Pergamino y en un par de días nos cansáramos de caminar por todos lados. Talón de fierro, mi vieja. Teatro, cine, música, la visita incluía todo eso.
En una de esas largas caminatas andábamos por avenida Corrientes. Cuando pasamos por el café-librería Losada me alcanzó una mirada para distinguirlo, sentado en una mesa, con un café a medio terminar, La Nación abierta de par en par como siempre, los bigotes blancos más grandes que nunca. “Ese es David Viñas”, le dije a mi mamá. Ella sabía quién era por lo que alguna vez le había contado sobre ese escritor difícil de encasillar. “Andá a comprarte un libro y que te lo firme”, me apuró mi vieja. Y ahí salimos a buscar, en alguna librería de saldo, aunque sea una página que tuviera las palabras de Viñas. Encontramos un libro -que ahora no me acuerdo cuál es-, volvimos, pero Viñas ya no estaba.
Creo que «Los dueños de la tierra» fue la primera novela que leí de Viñas. Y estoy convencido que las primeras páginas de ese libro todavía me erizan la piel. «Matar era fácil. ‘Pero no así, no’, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos fustazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado de esa loma». Las primeras líneas de la novela abrían un interrogante que se va despejando y llega a su punto de máxima tensión cuando Viñas escribe: “¡Crann!”, y el sonido de los rifles convertido en palabra sintetiza el poder de esos dueños de la tierra que, en la Argentina de hoy, tiene más vigencia que nunca. En esos primeros párrafos, que transcurrían en 1892, se describen los orígenes de la República: terratenientes cazando a pobladores originarios, en pleno desierto patagónico; como en este tiempo lo hace Gendarmería, bendecida por Mauricio Macri y Patricia Bullrich.
Pude escuchar algunas charlas que dio Viñas. En todas siempre polemizaba, metía el cuchillo hasta el fondo, incomodaba.
Cuando ocurrieron los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono en septiembre de 2001, Viñas habló, junto a otras personas, en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Resumiendo, dijo que los autores de ese hecho que cambió para siempre el futuro de Medio Oriente no eran “monos con navajas” y que esa acción había que enmarcarla en la lucha de clases. Revuelo al por mayor. Después se desató la polémica con Horacio Verbitsky, donde usaron munición gruesa para discutir. Lo que Viñas afirmó aquella vez no fue una locura ni una divagación efectista, sino que mostró qué significa ser un intelectual crítico y heterodoxo: apuntar hipótesis, contextualizar los hechos, analizar sus razones y consecuencias, “incomodar”. Por estos días, leo «La gran guerra por la civilización: La conquista de Oriente Próximo», de Robert Fisk, el periodista inglés y corresponsal de The Independent que desde hace décadas vive en El Líbano. Fisk, un observador privilegiado, en su libro recorre la historia (y su historia) de diferentes momentos críticos en Medio Oriente y sus repercusiones mundiales. Uno de los hechos que aborda son las invasiones de Afganistán e Irak después del 11 de septiembre de 2001. En esas páginas, Fisk descifra la política de Washington para convencer al mundo que esas invasiones iban a traer plena libertad a Medio Oriente. Y se pregunta, una y otra vez, por qué nadie (periodistas, analistas, intelectuales, dirigentes políticos) intento, mínimamente, hurgar en las razones que llevaron a los atentados en Nueva York. No son “monos con navajas”, dijo Viñas a los pocos días de los ataques.
En 2003 tuve la suerte de entrevistar a Viñas. Cada vez que pasaba por el Losada miraba hacia adentro. Una de esas veces lo distinguí. Con toda la timidez del mundo me acerqué y le pregunté si podía entrevistarlo. Me dijo que pasara al otro día.
—¿Usted cómo se llamaba?
—Leandro.
—¿Viene de familia radical?
—No.
—Leandro Alem… un suicida-, susurró Viñas, aunque su voz siempre sonaba como salida de una profunda caverna.
Después de esa presentación, le pregunté sobre Rodolfo Walsh. Pocas veces escuché tan fascinado a alguien. Cuando terminó la entrevista le agradecí y volví a mi departamento. La llamé a mi vieja. Le dije que Viñas me había firmado un libro.
*Por Leandro Albani para La luna con gatillo.