El barón rampante, la voluntad hasta las últimas consecuencias
Por Manuel Allasino para La tinta
El barón rampante de Italo Calvino, fue publicado en 1957, y es una de las obras literarias más reconocidas del siglo XX. El 15 de junio de 1767, Cosimo Piovasco, barón de Rondó, en un gesto de rebelión decidió encaramarse a una encina del jardín de la casa paterna; y permanecer fiel a una disciplina que él mismo se impuso, no bajar nunca de los árboles. Ahí comienza la historia. Biaggio, hermano del Barón, empieza a narrar la vida que llevará Cosimo desde que sube a los árboles.
“A la luz de las antorchas todos se pusieron a dar caza a los caracoles por la bodega, aunque nadie los apreciara, pero ya estaban despiertos y no querían, por el bendito amor propio, admitir que se les había molestado por nada. Descubrieron el agujero en el barril y comprendieron de inmediato que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a atraparnos en la cama con el látigo del cochero. Acabamos cubiertos de estrías violetas en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en el mísero cuartito que nos servía de prisión. Nos tuvieron allí tres días a pan agua ensalada cortezas de buey y sopa fría (que, afortunadamente, nos gustaba). Después primera comida en familia, como si nada hubiera ocurrido, todos muy en punto, ese mediodía del 15 de junio. ¿Y qué había preparado nuestra hermana Batista, superintendente de la cocina? Sopa de caracoles, y guiso de caracoles. Cosimo no quiso tocar ni una concha. -¡Comed o en seguida os encerramos en el cuartito! –Yo cedí, y comencé a engullir aquellos moluscos. (Fue una cobardía por mi parte, e hizo que mi hermano se sintiera más solo, de modo que en el acto de abandonarnos había también una protesta contra mí, que le había decepcionada; pero yo sólo tenía ocho años, y además ¿de qué sirve comparar mi fuerza de voluntad, mejor dicho, la que podía tener de niño, con la obstinación sobrehumana que marcó la vida de mi hermano?). – ¿Y bien? –dijo nuestro padre a Cosimo. -¡No y no! –dijo Cosimo, y apartó el plato. -¡Fuera de esta mesa! Pero ya Cosimo nos había dado la espalda a todos y estaba saliendo de la sala. -¿Adónde vas? Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadín. -¡Yo lo sé! –corrió al jardín.
Al rato, por las ventanas, lo vimos encaramarse a la encina. Estaba vestido y peinado con gran propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la colecta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar). Y así trepaba por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con una seguridad y una rapidez producto de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.
Ya he dicho que pasábamos horas y horas en los árboles, y no por motivos prácticos como hacen muchos niños, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos, sino por el placer de superar difíciles protuberancias del tronco y horcaduras, y llegar lo más alto que podíamos, y encontrar buenos sitios donde pararnos a mirar el mundo allá abajo, a gastar bromas y decir cosas a quien pasaba. Me pareció, pues, natural que la primera idea de Cosimo, ante aquel injusto ensañamiento contra él, hubiera sido trepar a la encina, árbol que nos era familiar y que al extender sus ramas a la altura de las ventanas de la sala imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia. –Vorsicht! Vorsicht! ¡Se va a caer, pobrecillo! –exclamó llena de angustia nuestra madre, que nos habría visto de buen grado a la carga bajo los cañonazos, pero a la que preocupaba cualquiera de nuestros juegos. Cosimo subió hasta la horqueta de una gruesa rama donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas colgantes, los brazos cruzados con las manos bajo las axilas, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente. Nuestro padre se asomó al antepecho. -¡Cuando te canses de estar ahí cambiarás de idea! –le gritó. -¡Nunca cambiaré de idea! –dijo mi hermano, desde la rama. -¡Te las verás conmigo en cuanto bajes! -¡Yo no bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra”.
Cosimo crea su propia casa sobre los árboles y consigue comida mediante la caza de animales. Además, crea su propia ropa con las pieles de los mismos. En sus aventuras, conoce a una niña llamada Viola de la cual estará enamorado toda su vida.
La acción fantástica transcurre en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. Cosimo participa tanto de la revolución francesa como en las invasiones napoleónicas, pero sin abandonar nunca esa distancia necesaria que le permite estar dentro y fuera de las cosas al mismo tiempo.
“Aquellos primeros días de Cosimo en los árboles no tenían metas ni programas sino que estaban dominados sólo por el deseo de conocer y poseer aquel que ya era su reino. Habría querido explorarlo de inmediato hasta sus últimos confines, estudiar todas las posibilidades que le ofrecía, descubrirlo planta por planta y rama por rama. Y digo habría querido, pero en realidad lo veíamos reaparecer continuamente sobre nuestras cabezas, con ese aire ajetreado y rapidísimo de los animales salvajes, que a lo mejor se ven parados y agazapados, pero siempre como si estuvieran a punto de dar un salto. ¿Por qué regresaba a nuestro parque? Al verlo pasar de un plátano a una encina dentro del campo visual del catalejo de nuestra madre se diría que la fuerza que lo impulsaba, su pasión dominante, seguía siendo la polémica con nosotros, el preocuparnos o enfadarnos. (Digo nosotros porque aún no había conseguido saber qué pensaba de mí; cuando necesitaba algo parecía que jamás podía ponerse en duda la alianza conmigo; otras veces pasaba por encima de mi cabeza como si no me viese). En realidad, aquí estaba sólo de paso. Era el muro de la magnolia lo que lo atraía, era allá por donde lo veíamos desaparecer a todas horas, incluso cuando la muchachita rubia no se había levantado aún o cuando ya el tropel de ayas o tías había hecho que se retirara.
En el jardín de los De Ondariva las ramas se tendían como trompas de extraordinarios animales, y en el suelo se abrían estrellas de hojas dentadas de verde piel de reptil y ondeaban amarillos y ligeros bambúes con rumor de papel. Desde el árbol más alto, Cosimo, con la manía de disfrutar a fondo de aquel distinto verde y de la distinta luz que se traslucía del distinto silencio, se ponía cabeza abajo y el jardín invertido se convertía en selva, una selva de otra tierra, un mundo nuevo. Entonces aparecía Viola, Cosimo la veía de repente en el columpio, dándose impulso, o en la silla del caballo enano, o sentía elevarse del fondo del jardín la sombría nota del cuerno de caza. Los Marqueses de Ondariva nunca se habían preocupado por las correrías de la niña. Mientras iba a pie tenía a todas las tías detrás; en cuanto montaba en la silla era libre como el aire, porque las tías no montaban a caballo y no podían ver adónde iba. Y, además, su confianza con aquellos vagabundos era una idea demasiado inconcebible para pasárseles por la cabeza. Pero habían reparado en seguida en aquel Baroncito que se colaba por las ramas, y estaban alerta, aunque con cierto aire de superior desdén. Para nuestro padre, en cambio, la amargura por la desobediencia de Cosimo era todo uno con su aversión por los De Ondavira, como si quisiera echarles la culpa a ellos, como si fueran ellos los que atraían a su hijo a su jardín, y le albergaban, y le alentaban en aquel juego rebelde”.
Cosimo recorre muchas partes y se hace de amistades, como un ladrón que era el más buscado del pueblo, el cual le pide libros que él también lee. Se enfrenta a piratas, vive con desterrados españoles en los árboles, además de defender los bosques de ladrones.
“El último intento de capturar a Cosimo lo hizo nuestra hermana Battista. Iniciativa suya, naturalmente, llevada a cabo sin consultar a nadie, en secreto, como hacía ella las cosas. Salió de noche con una caldera de cola de muérdago y una escalera de mano, y untó con esa sustancia pegajosa un algarrobo desde la cima al pie. Era un árbol donde Cosimo solía posarse por las mañanas. Al día siguiente, en el algarrobo se encontraron pegados jilgueros que batían las alas, reyezuelos completamente revueltos entre la cola, mariposas nocturnas, hojas traídas por el viento, una cola de ardilla, y también un faldón arrancado del frac de Cosimo. Quién sabe si se había sentado en una rama y había conseguido luego zafarse, o si en cambio –más probablemente, dado que desde hacía tiempo no le veía llevar el frac- había colocado aposta allí aquel jirón para tomarnos el pelo. En cualquier caso, el árbol quedó asquerosamente embadurnado de cola y después se secó. Empezamos a convencernos de que Cosimo no regresaría nunca, también nuestro padre.
Desde que mi hermano saltaba por los árboles de todo el territorio de Ombrosa, el Barón ya no se atrevía a dejarse ver, porque temía que la dignidad ducal se viera comprometida. Se ponía cada vez más pálido y con la mejillas hundidas, y no sé hasta qué punto su angustia era paterna y hasta qué punto preocupación por las consecuencias dinásticas; pero ambas cosas ya eran una sola, porque Cosimo era su primogénito, heredero del título, y si mal está que un Barón salte por las ramas como un francolín, menos aún puede admitirse que lo haga un Duque, aunque niño, con lo que el controvertido título no encontraría en aquella conducta del heredero un argumento de peso. Preocupaciones inútiles, por supuesto, ya que los ombrosenses se reían de las veleidades dinásticas de nuestro padre, y los nobles que poseían villas por los alrededores lo tenían por loco”.
En esta maravillosa obra, Calvino se enfrenta con el que, según él mismo declaró, es su verdadero tema narrativo: “una persona se fija voluntariamente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros”.
Sobre al autor
Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas, Cuba. A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo, Liguria. Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien lo introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio.
*Por Manuel Allasino para La tinta.