«12 años de esclavitud» el fantasma de la libertad
La incisiva mirada de Nicolás Prividera se posa en 12 años de esclavitud, film del inglés Steve McQueen que le valió el Óscar a mejor película en 2014.
1. Steve McQueen era un actor que se hizo famoso en los años ‘60 gracias a su reencarnación del tipo duro bogartiano (lo apodaban the king of cool), así que no podía ser desconocido para ningún McQueen que por aquellos años tuviera que elegir nombre para su hijo. Sea como sea, el actor murió aun más joven que Bogart y a esta altura ya no es tan recordado como para que un nuevo McQueen lamente la osada elección de sus padres al llegar a Hollywood. Pues este descendiente de afrocaribeñas, nacido y criado en el viejo mundo, iniciado como fotógrafo y “videoartista”, con sólo dos películas en su haber cosechó sendos premios en Cannes y Venecia, y finalmente llegó a la Meca del cine para realizar la tercera, consagratoria, con la que vuelve a las raíces y a la vez conquista América… Pero su mirada sobre la esclavitud denota que, como era esperable, parece haber perdido su libertad.
2. Retrospectivamente, podemos pensar que el tema profundo en la obra de McQueen fue siempre la libertad. Sus dos primeras películas son, en ese sentido, extremas y extremos: en Hunger (sobre una famosa huelga de hambre en las cárceles de Tatcher) se trata de de ganar la libertad aún eligiendo la muerte, en Shame –su contracara– de perderla en los excesos (poniendo en escena el paradójico mandato hedónico del capitalismo). Y ahora 12 años de esclavitud propone una extraña síntesis entre ambas: resistir es entregarse, parece decir. Y en esa clave podemos leer también la trayectoria del mismo McQueen en su llegada a Hollywood.
3. No se puede ser bueno en una sociedad mala: esa es la repetida enseñanza de 12 años de esclavitud, que en su impiadoso retrato del sobreviviente está más cerca del Polanski de El pianista que de la mirada de Spielberg en Amistad o Lincoln, donde la esclavitud era un problema jurídico y político, es decir, un desafío a la comunidad, más que el mero efecto concientizador del testimonio personal de una situación límite (pero en ese punto es precisamente donde todo testimonio encuentra su razón y su límite: entender requiere algo más que comprender). Y es como si McQueen hubiera retrocedido hasta El color púrpura (con su retrato del desenvolvimiento de una conciencia y su superación personal), perdiendo de vista la dimensión colectiva presente hasta en un subproducto como Raíces (miniserie que fue en los ’70 para el tema lo que Holocausto para la conciencia tardía del exterminio nazi).
4. La elección de un testimonio (uno más entre los varios que dejaron, de su mano o dictado, muchos esclavos libertos) no responde sólo a una necesidad dramática sino a una comodidad ideológica, del mismo modo que la elección del punto de vista de un hombre libre hecho esclavo. No es lo mismo perder la libertad que nunca haberla tenido, y esa conciencia “blanca” (en todo sentido) es la que el film reclama para sí: el protagonista sufre como cualquiera de nosotros (de hecho no sólo es letrado sino que se gana la vida como violinista, lugar común del arte elevado), como si su color de piel no importara (el film está más cerca de Martin Luther King que de Malcom X, digamos). Por eso la larga secuencia coprotagonizada por Fassbender –actor habitual de McQueen, y aquí antagonista esencial– es algo más que la puesta (blanco contra negro, literalmente) de una idea del bien y del mal: es el amo quien finalmente reclama su “propiedad” como lo único que está en juego, y tiene razón… No se trata de una cuestión moral, sino de todo un orden que (no) es puesto en duda.
5. En ese sentido, el momento clave de la película es el del conato de linchamiento. McQueen hace que el plano se extienda hasta una secuencia imposible de pensar en cualquier film de Hollywood, porque su duración inquieta tanto como lo que muestra (esa vida cotidiana que sigue en segundo plano, mientras el horror acontece). Pero esa rebelión es apenas una forclusión (o un encapsulamiento, si prefieren) de lo que la película elude, ya que esa conciencia de un orden culpable pronto se ve sobrepasada por escenas de azotes que no desentonarían en La pasión de Cristo, haciendo estallar ese meditado distanciamiento en la pura identificación. Nos identificamos con el esclavo… y nos dejamos dominar (¿puede el instruido McQueen ignorar la “dialéctica del amo y el esclavo” de Hegel, o repite la estrategia de su personaje cuando para sobrevivir finge que no sabe leer…?)
6. Ese paternalismo encuentra su cifra cuando aparece Brad Pitt, productor de 12 años de esclavitud, que no en vano se reserva el personaje salvador (increíble pero real deus ex machina). Es él, finalmente, quien enuncia el credo del film cuando nos habla de la justicia del tiempo que vendrá: el nuestro, suponemos, en que un negro (aunque no cualquier negro, claro, sino uno con la extraordinaria suerte del protagonista) no sólo puede dirigir películas, sino acaso hasta ganar un Oscar por ello… A 100 años de El nacimiento de una nación (pecado original de la mala conciencia del cine norteamericano), ¿dejará pasar Hollywood la ocasión de darle el primer Oscar a un director negro? (¿o al menos se lo llevará el latino Cuarón?)
Posdata: La esclavitud ha sido (guerra civil mediante) un tema que cada tanto reaparece en el cine, y que desde hace algunos años (asunción de Obama mediante) parece estar en pleno revisionismo en Hollywood (tanto que hasta Tarantino se ocupó del tema). Curiosamente, en América Latina no existe una tradición tan visible (salvo en Brasil, por razones obvias). Y que yo sepa no existe ni una sola película sobre la revolución haitiana, primera de América latina, que terminó con la esclavitud al filo del cambio de siglo y fue por eso violentamente reprimida por Francia con ayuda de todas las potencias coloniales, ya que no podían soportar que una revolución de esclavos reivindicara la misma “libertad, igualdad y fraternidad” que había proclamado por la misma época la revolución francesa. No es extraño entonces que esa revolución primigenia y radical haya sido casi borrada también de la historia y de su representación, salvo casos excepcionales –en todo sentido– como la famosa novela El siglo de las luces de Alejo Carpentier y el notable ensayo La oscuridad y las luces de Eduardo Gruner, por poner un par de ejemplos latinoamericanos (dos textos más provechosos que 12 años de esclavitud, aunque demanden –claro– un poco más de atención).
Por Nicolás Prividera para Con los ojos abiertos