Si querés shorar, shorá
Tengo una teoría: creo que miramos los Juegos Olímpicos igual que miramos el Bailando por un Sueño. Esperamos que pase algo que haga que alguien llore. Es que lo único que podemos hacer como ellos -los protagonistas-, el único lugar donde nos podemos encontrar es en el llanto.
Lo cierto es que en la mayoría de los deportes olímpicos no sabemos nada. O sabemos bien poco. No sabemos cómo se gana al judo ni qué tienen en cuenta los jurados de nado sincronizado, o si el cartelito que levantan hace justicia. No hemos visto, en toda nuestra vida, una prueba de 10 metros de rifle de aire de tiro. Conocemos, hasta ahí nomás, algunas reglas del hockey sobre césped.
Entonces nos sentamos desarmados frente al televisor a ver cómo gira ese planeta que quizás se llame Bonadeo. Pero no observamos para entender. Digo: no aprendemos. Lo miramos como si estuviéramos mirando el Bailando por un Sueño: no nos interesa tanto la danza. En realidad estamos agazapados esperando que pase algo que haga que alguien llore. Empatizamos desde la emoción. En algún momento alguien va a llorar y ahí vamos a conectar. Ahí vamos a estar nosotros para cazar todo ese torrente sentimental.
Eso pasa con los Juegos Olímpicos. No importa si esos que están en pantalla salen últimos, medalla de oro, plata, platino o acero al cromo-níquel. Nos damos cuenta, eso sí, de que las cosas que hacen los que están ahí quedan fuera de nuestro alcance. Sistemas solares distintos, esa distancia. Tenemos una certeza: en el único lugar donde nos encontramos nosotros con ellos es en el llanto. Una democracia de moco tendido y carilina.
A Del Potro le habíamos hecho el check in para tomar el avión de vuelta apenas el sorteo le señaló a Djokovic para el primer partido. Pero resulta que le gana y llora. Y después gana 3 partidos más -Nadal incluido- y pierde dignito mi alma en la final contra Murray. En todos esos partidos también llora. Y entonces sí: Solita Silveyra levanta un cartelito con un signo de pregunta y nosotros, el gran pueblo argentino salud, levantamos un cartelito que de un lado dice “10” y del otro lado dice “exonerado”. Porque a Del Potro le cargamos la culpa de haberle hecho perder a la patria la Copa Davis en 2008. Y encima sin llorar. Todo bien, Delpo, ahora estamos a mano.
“Quedaste 20, chiquita”, le dice Bonadeo a Fernanda Russo que tiene 16 años, es cordobesa y acaba de terminar la prueba de 10 metros de rifle de aire de tiro, pero hasta ese momento no sabe en qué posición quedó. Fernanda empieza a llorar y se abraza a su mamá. Lo que sigue es un minuto reloj de un primerísimo primer plano de la nuca de la madre abrazada a su hija que llora y algunas palabras sueltas y sentidas. O sea, Bonadeo es el jurado diciéndole a una debutante del Bailando que está bien, que para ser la primera vez “quedaste 20” está muy bien.
La escena, por cierto, conmueve. Pero yo quería verla tirar. Necesito certificar que ese ser hundido en brazos de su madre es una atleta olímpica de 16 años y no la abogada hot quebrándose en el programa de José María Listorti. Quiero ver cómo es su rifle, algo. La busqué en YouTube. En un par de segundos, tenía más de dos decenas de opciones para ver a Fernanda llorando su emoción sobre el hombro de su madre mientras Gonzalo Bonadeo nos apuñalaba a silencio limpio para que todos lloremos con ella. Demoré días en encontrar el video de Fernanda disparando su rifle en Río de Janeiro. Fernanda será para siempre, en YouTube y en la carpeta de recuerdos que lleva por título “Río 2016”, la chica que nos emocionó cuando Bonadeo le dijo que había terminado vigésima.
El español que es locutor oficial de la final de judo femenina le da “rec” a la cámara de video de su celular. Paula Pareto gana y él anuncia entre sollozos la medalla de oro. Todo filmado en clave selfie. Viralización garantizada o le devolvemos su dinero. Es decir: un tipo al costado del escenario principal emocionado hasta las lágrimas con la actuación de una chica rubia con la que, en principio, no tiene nada que ver. El tipo, a priori, no tiene un papel central, pero llora y se transforma en protagonista. Sumale una bandana y es el fan de Wanda.
Necesitamos creer que estamos cerca de nuestro atleta olímpico. Tender un lazo entre sus pretensiones de récords mundiales y nuestra preocupaciones de lavarropas rotos. Tiene que haber algún lugar donde nuestros mundos se toquen. Ese lugar, creo, es esa fibra sensible que se activa tanto cuando vemos un certamen de baile amateur televisado o la final de vela olímpica.
Entonces, ahora que estamos más cerca, le pedimos: volvé. Volvé a esta bolsa de gatos que somos todos nosotros y vení, lloremos. Porque es lo único que podemos hacer juntos. Después ganá un Grand Slam, hacele un waza-ari a una coreana o saltá 5 metros con una garrocha, ponele. Y olvidanos, como te vamos a olvidar nosotros. Pero ahora, papito, ahora agarrate. Ahora vení y llorá y sé argentino, carajo.