Té de burro; teatro ambulante en Traslasierra
Mediante el teatro foro y el humor distintas comunidades participaron de una experiencia para reflexionar sobre yuyos, saberes y prejuicios al pie de las Sierras Grandes. Con una obra del grupo Les Yuyeres, relatos e historias de la zona de Nono regresaron a su lugar transformados en escenas, en una presentación donde el público pudo actuar y debatir sobre su propia realidad.
Por Lucía Maina para La tinta. Fotografías: Joaquín Appela.
El zorro mira y se queda inmóvil, con una pierna delante, la otra atrás y la cabeza girada en dirección al patio de la escuela, como si lo hubieran agarrado desprevenido, como si lo que viera le hubiera congelado el paso. Su gesto y su actitud indican que es un visitante frecuente de la escuela rural de Los Algarrobos, una casa de tejas rojas y ventanas de metal que permanece desde hace casi 100 años en la cima de esta loma enfrentada a las Sierras Grandes, a 8 km. del pueblo de Nono. La construcción tiene solo un aula, que alcanza y sobra para los doce niños y niñas que aprenden en el lugar. Pero hoy su patio, una pendiente de jardinería muy cuidada y un algarrobo centenario en el medio, se ha transformado en un gran teatro: hay banderines colgados de los árboles, telas de colores cubriendo el pasto, actrices que se trasladan de un rincón a otro, unas treinta personas que deambulan en espera y hasta una muestra de fotos sobre los muros del edificio. Son las 11 de la mañana del sábado 29 de abril y antes de que empiece el estreno de la obra Té de burro. Teatro ambulante el zorro se aleja hasta perderse entre los yuyos.
— ¿Usted qué es? ¿Hippie, gaucho, nativo, yuyero, turista, china o no sabe? —le preguntan las dos presentadoras de la obra a mujeres, hombres, niñas y abuelos que van llegando desde sus casas desperdigadas en este paraje para ver la función anunciada en la escuela. La gente, desprevenida, se mira entre sí, suelta alguna sonrisa vergonzosa, una que otra carcajada y arriesga una respuesta ante la mirada fija de las presentadoras, que inmediatamente le van pegando a cada espectador o espectadora un cartel en el pecho con la respuesta elegida.
Durante el mismo fin de semana la situación se repite sin repetirse en cada función: en la comuna de Las Calles, bajo el sol de la siesta que aplasta la plaza del lugar; en el paraje de Ojo de Agua, entre reflectores dispuestos en el frío del anochecer que invade la casa de un poeta en la montaña; y en la tibieza de tarde de otoño que cubre la plaza central de Nono. En cada lugar los carteles de papel se estampan en el pecho de distintas personas de Traslasierra, muchas de las cuales alimentaron con sus palabras esta obra, creada a partir de charlas y entrevistas realizadas en la zona durante los últimos meses.
La experiencia que se dio el 29 y 30 de abril en Traslasierra surge de un proyecto de Les Yuyeres, un grupo interdisciplinario de docentes, egresadas y estudiantes de la Universidad Nacional de Córdoba que recupera voces de vecinos de las sierras cordobesas sobre el uso de hierbas medicinales y otras problemáticas sociales y ambientales de la comunidad. La propuesta se da en el marco del Programa Universitario de Historia Argentina y Latinoamericana (PUHAL) de la Secretaría de Políticas Universitarias de la Nación. En su primera etapa, en el año 2016, el grupo realizó y presentó la obra Los yuyos que perdieron su libro en la región de Calamuchita. Ahora fue el turno de Traslasierra, con Té de burro.Teatro ambulante, una obra que habla de yuyos -de la peperina, el burro, el cedrón, la marcela- y también de la diversidad que existe en ese lugar; de sus gentes, sus maneras de curar, vivir y convivir.
Los yuyos, como las culturas ancestrales y la sensibilidad de la gente del campo, son la parte olvidada del paisaje. Los yuyos, como la filosofía y las preguntas sin respuesta, son las malas hierbas que molestan a las flores de adorno y los cultivos de exportación. Los yuyos, como el arte y el teatro, son el crecimiento hacia ninguna parte: detalles que no valen la pena entre tanta causa perdida y tanta noticia del apocalipsis. Y sin embargo, algunxs se empecinan en cultivarlos, conocerlos y cosecharlos como hierbas capaces de curar y alimentar al mundo.
Mate con yuyo
Dos viejitas son asaltadas por personajes que interrumpen su tranquilidad serrana. Un superhéroe combate a los villanos que dañan el medio ambiente. Tres tejedoras conversan sobre el poder sagrado de las arañas. Un gaucho, una china, una hippie, una nativa, una yuyera, una turista y una que no sabe se gritan sus prejuicios para terminar reconciliadas en un show televisivo. Espectadores y espectadoras queman sus etiquetas en un fogón para calentar un té de burro.y celebrar el lugar donde viven.
Las mismas escenas se repiten acá y allá, y en cada lugar nace a la vez una nueva obra gracias a las técnicas del Teatro Foro, una propuesta nacida del Teatro del Oprimido del brasilero Augusto Boal que invita al público a participar para hacer del escenario un espacio de debate y transformación social. Así, en comunidades a las que el teatro llegó unas pocas veces, o ninguna, personas y personajes, espectadores y actrices empiezan a encontrarse, a mezclarse y a crear nuevas realidades que se despliegan sobre el paisaje devenido en escenografía.
Así transcurre, en Los Algarrobos, la primera escena: dos viejitas son acosadas por una turista que les saca el poleo que estaban usando en el mate, una hippie les pide aloe vera para una quemadura y una antropóloga verborrágica las atosiga a preguntas. Al terminar, las presentadoras invitan al público a charlar sobre lo ocurrido.
— ¡Les piden demasiado! —grita un nene.
— Les piden de mala forma —agrega una mujer.
— No se ponen en el lugar del otro… —dice un hombre.
Después de debatir y probar otras formas de relación entre los personajes, Dionisio, un señor mayor del lugar, toma la palabra. Por iniciativa propia, él ha traído unos atados de poleo para aportar al encuentro, por eso ahora explica con orgullo para qué se usa ese yuyo y cuenta que antes, como no había médicos, su mamá se lo daba cada vez que le dolía la panza.
— ¡¡Buenos días!! ¿¿Llegó a tiempo?? Encantado, soy Domingo Chávez —grita de repente desde la entrada un vecino de unos 70 u 80 años que interrumpe la función mientras avanza a la velocidad que se lo permite su bastón por el parque de la escuela.
— ¡Sí! ¡Pase, pase! Mucho gusto ¿Usted toma algún yuyo Domingo? —le responde una de las presentadoras retomando el debate.
— Mire, yo tomo todos los yuyos. Lo único que no tomo es la barba de piedra… bah, la uso para hacer gárgaras, para la garganta.
— Bien, vamos a ponerle a Don Domingo un cartel como a todos. ¿Usted se siente gaucho, turista, hippie, yuyero…?
— Hippie no, hippie no, pero gaucho y turista sí —responde Domingo y una carcajada general estalla en el público silenciando a los loros que cantaban de fondo. Con su etiquetado de «Gaucho turista», el nuevo espectador se acomoda en una silla.
Cuando cae la noche le toca a la comunidad de Ojo de Agua buscar soluciones al asalto continuo que sufren las dos viejitas. La función en este caso se da ante unas 25 personas en el parque de El Ara de la Poesía, un centro cultural que es también la casa del escritor Carlos Tapia y que se encuentra subiendo varios kilómetros por un camino de tierra desde el pueblo de Nono. Malena, una espectadora de unos 20 años con cartel de hippie, opina que la antropóloga tiene que callarse y escuchar, hasta que, empujada por la invitación de las presentadoras y los aplausos de la gente, se anima a reemplazar a la actriz. En su rol de antropóloga, Malena cumple su propuesta a rajatabla: entra a la escena, se arrodilla al lado de las señoras y permanece ahí, en un silencio absoluto. Pasan varios segundos que la ansiedad y la oscuridad transforman en minutos, las personas del público ni siquiera se mueven, se escucha a un caballo relinchar desde algún lugar de la montaña, hasta que la actitud de la espectadora invierte la situación y obliga a las viejitas a romper el hielo: «¿Quiere un matecito? » —le preguntan.
Duendas en Las Calles y gauchos en la Sierra Embrujada
Doña Mechi, una yuyera bien bajita de pelo corto y colorado, llega con su bastón a la plaza de Las Calles para ver la función. Viene bajando de su casa en Arroyo Seco, donde hace unos meses recibió a algunas de las actrices para enseñarles la ruda, el cilantro, la manzanilla y tantas otras plantas que cosecha en su huerta. «Las plantas no tienen que tocarlas otras personas, solo la dueña de casa, que sino se secan», explicaba en aquel momento y contaba que ella desde chica salía a juntar yuyos para hacer algún té curativo. «Acá también tenía muchas gallinas -decía doña Mechi- pero el zorro me las ha comido a todas…».
En la plaza, al lado de Mechi se ubica Anabela, una mujer de pelo canoso y largo hasta la cintura que vive en Buda, una comunidad conformada por algunas familias llegadas de grandes ciudades o de otros lugares del país que cuenta con construcciones ecológicas, sistemas de energía sustentable y una ecoposada para sus visitantes. Desde allí, ella lleva adelante el emprendimiento de hierbas medicinales Mamitas de las sierras. Aunque se crió en la ciudad de Córdoba, a Anabela los yuyos la acompañan de nacimiento: cuando era bebé tuvo un problema grave de salud que su abuelo curó a té de burro. Su abuela, que vivía rodeada de rosas en su jardín de barrio Matienzo y no conocía el centro de la capital, terminó de alimentar su amor por las plantas: «Era como una duenda», decía Anabela.
Ahí están ahora las dos vecinas, que se conocen poco y se parecen nada, con un cartel de «yuyera» clavado en el pecho moviendo sus sillas juntas para esquivar el sol y mirar la función. Durante la obra permanecen en silencio, y cada tanto murmuran entre ellas, pero al momento de debatir las presentadoras las obligan a salir de sus halos de humildad y las invitan a contar sobre los yuyos que usan para curar frente a niños y jóvenes de la comunidad.
Como todos los domingos, Fermín y Amalia están en la plaza de Nono atendiendo su puesto de yuyos, una pequeña mesa cubierta de bolsitas transparentes con menta, romero, peperina, agenciana, cedrón. Alrededor de las cinco de la tarde, cuando el público empieza a amontonarse en el centro de la plaza, los dos abandonan el puesto y se sientan a unos metros de allí a mirar la función. Fermín es un gaucho de sonrisa permanente que trabajaba construyendo las cloacas de la ciudad de Córdoba y que hace diez años decidió instalarse aquí junto a Amalia, nativa de Traslasierra. Ahora vive rodeado de los aromas exquisitos de las plantas que cosecha para vender en la casa que construyó junto a Amalia.
La casa de Fermín y Amalia queda en la Sierra Embrujada, un grupo de montañas ubicadas a varios kilómetros de Las Rabonas, donde recibieron hace tiempo a las integrantes de Les Yuyeres. Allí, entre empanadas y té a las brasas, la familia mostró al grupo los cueros y tejidos que realizan, los yuyos que cosechan y contó la leyenda que da origen al nombre de esas montañas. Ahora, meses después, la pareja escucha sus propias palabras en una escena donde tres tejedoras trabajan la lana mientras conversan sobre la historia de la Sierra Embrujada y vuelven a tejer éstas y otras leyendas que se cuentan en este rincón de la provincia de Córdoba.
Super Walterio
Desde arriba de una piedra, una casilla de gas o una medianera, en Los Algarrobos, en Las Calles, en Ojo de Agua y en Nono, una manta cae al piso y hace su aparición Super Walterio: el superhéroe defensor del medio ambiente, capaz de combatir a los villanos responsables de incendiar el monte nativo, controlar el negocio del gas o la electricidad y contaminar las fuentes de agua de la zona. Lleva una camiseta blanca con una S y una W bordadas con puntillas rosas, unas bombachas de gaucho y una capa dorada que se sacude en el viento. Unos gritos invaden el lugar y dos fans se avalanzan sobre la estrella, mientras él hace las demostraciones de sus armas de combate, conformadas por unas espuelas, una boleadora y un poncho.
Super Walterio es actuado y representado por su propio creador: Daniel Pedernera, trabajador de la Municipalidad de Nono que también es escritor y desarrolló en un libro la historia de este personaje oriundo del Valle de Traslasierra. Aunque nunca se imaginó que Walterio iba a cobrar vida, y que iba a hacerlo a través de su propio cuerpo, cuando el grupo Les Yuyeres lo invitó a ser parte de la obra, Daniel se dispuso inmediatamente a debutar en el escenario.
El superhéroe hace su aparición en el medio de la obra y, con la mediación de las presentadoras, escucha las problemáticas que el público le pide combatir en cada comunidad.
— ¡Hay que arreglar los caminos! —dicen algunos
— ¡Frenar el desmonte! —sueltan otros
— Que los turistas que vienen no arranquen los yuyos y las hierbas medicinales… —dice una señora en Los Algarrobos, que se queda pensando y agrega:— Bueno, los nativos también los arrancamos a veces…
Super Walterio saca su libreta del bolsillo y va tomando nota.
— Las crecidas de los ríos
— La carneada de vacas ajenas —dice otro, y el superhéroe escribe mientras en voz alta traduce: «cuatrerismo».
— ¡Que se recicle la basura! —pide un nene en Las Calles
— ¡La pachorra! —grita un vecino de Ojo de Agua y Walterio lo mira con la lapicera en la boca, como dudando si el pedido entra entre sus competencias.
La rueda de los prejuicios
—¡Es machista! ¡Sólo sirve para cuidar los chicos! ¡Vive colgada de una nube! ¡Es irrespetuosa!
Llegando hacia el final de la obra, un gaucho, una china, una hippie, una nativa, una yuyera, una turista y una que no sabe se encuentran en una ronda y empiezan a gritarse lo que se dice de ellas. Frente a las actrices, los espectadores escuchan los prejuicios circular con su cartel en el pecho. La tensión aumenta, las presentadoras se ponen nerviosas: «¡¡Nos van a echar del pueblo!!», dicen e intentan poner orden para reconciliar a los personajes invitándolos a conversar sobre cómo utilizar y recuperar los yuyos y saberes del lugar.
Después de recomponer un poco las relaciones en escena, todo el público es invitado a sumarse a la ronda para realizar un juego. La consigna es simple: responder a una serie de preguntas de las presentadoras moviendo su cuerpo por unos segundos hacia el centro del círculo.
—¿A quién le gusta la noche más que el día?, ¿Quién canta cuando se baña?, ¿Quién vio alguna vez un quirquincho?, ¿Quién se sintió sola o solo alguna vez?
El círculo empieza a deformarse, la gente a mezclarse. Dionisio, Domingo, los niños de Los Algarrobos, Mechi, Anabela, algunos turistas de paso, Malena, Fermín, Amalia, Carlos Tapia y hasta Super Walterio, todos se van acercando al centro, se miran a los ojos y rompen cada tanto el silencio soltando algunas risas, mezcla de simpatía con vergüenza. «El teatro es eso: ¡el arte de vernos a nosotros mismos, el arte de vernos viéndonos!», decía el creador del Teatro Foro Augusto Boal.
Llega entonces el momento de la despedida. Espectadores y actrices se ubican alrededor de un fuego, se arrancan los carteles del pecho y uno a uno los van tirando a las llamas mientras sueltan una frase sobre el lugar donde viven.
— Los Algarrobos es un lugar lindo y donde quiero morir —dice un nene de unos 9 años.
— Yo me he criado con mucha gente de acá, hemos visto llegar el turista, hemos aprendido muchas cosas de las sierras, de los yuyos y hay muchas formas de defender este lugar. Yo lo defiendo desde un personaje que es Super Walterio —dice Daniel, intentado que el fuego no queme su capa.
— Yo vivo acá, elegí este lugar y lo elijo todos los días -dice el poeta Carlos Tapia.
— Yo después de muchas vueltas caí acá y pude renacer en los pensamientos sanos, en la gente que no miente, o miente mucho porque vive en una fantasía eterna —dice un periodista en Ojo de Agua.
— Si hubiera más lugares como estos todos seríamos más felices —opina una mujer.
— Soy nacido y criado aquí, y de aquí no me muevo más hasta que no vaya al ceeementerio —dice Dionisio con tonada transerrana caminando hacia el fuego—. También hay que decir que acá el zorro no deja tener gallinas, pero bueno… —agrega despertando las risas una vez más.
Las letras de las etiquetas se consumen en segundos alimentando las llamas, que se estampan contra una olla para cocinar el té de burro que terminará compartiéndose en la ronda.
Por Lucía Maina para La tinta. Fotografías: Joaquín Appela.