El fetichismo de la marginalidad en el cine y la televisión
“¿Por qué se le teme al realismo en el cine?” preguntaba Louis Aragón en 1930. El enigma arde de vigencia y la confusión se expresa en cada renovada cartelera. Todas las semanas sale una nueva película o serie televisiva, que se presentan como representaciones de dos crueles escenarios de la realidad, como lo son la cárcel o las villas miseria de Argentina. Pareciera entonces que en el tratamiento de esos temas tenemos una sobre abundancia de curiosidad y de formatos realistas, pero lo cierto es que se nos ahoga con burdas copias deformadas y manipuladas de la realidad. Nos incitan (y excitan) a que clavemos nuestros ojos a imágenes donde se hace un uso productivo en términos monetarios de la misma miseria que produce el capitalismo.
Por César González
“Las cosas están ahí y no hace falta manipularlas” decía Rossellini. Pero lo que se nos aparece en la pantalla con la máscara del realismo, son borradores de tratados zoológicos sobre los marginales en la pobreza. Escritos con la lengua de lo bizarro y lo circense. La prehistórica tauromaquia pictórica de las cuevas de Altamira, sigue siendo una mimesis más honesta y moderna, que lo que hacen muchos artistas a la hora de retratar la marginalidad, la pobreza o el mundo carcelario. Dichos espacios son utilizados como un territorio para explorar el goce libidinoso y una natural vía rápida de crecimiento patrimonial. Nada más “cine-capital” (Deleuze) que las películas sobre pistoleros, robos, tiroteos, o tumberos. Decir que es el morbo el que tienta y hace caer a los artistas en el trastorno del microfascismo sería una postura magnánima. Hacer una película sobre marginales, es casi tan rentable como el hallazgo de un pequeño pozo de petróleo.
Podríamos imaginarnos a There will Be Blood (2007) del brillante Paul Tomas Anderson reemplazando toda referencia al petróleo por los pobres de cada sociedad en el país que se nos ocurra, y nos asustaran las mismas perturbaciones espirituales ante tan provechoso descubrimiento. Obviamente no alcanza con hallar el pozo, es necesaria la presencia y el trabajo de la ingeniería para concretar la explotación económica. Allí llegan las cámaras de cine como allá las excavadoras de petróleo.
Marx en un texto breve llamado Elogio del Crimen (New York Daily, 1860) nos dice que el delincuente “produce riqueza”. Enumera distintas categorías de la economía que se ven beneficiadas con la actividad marginal (Sistema judicial-policía-maquinaría tecnológica, periodismo, etc. Una idea que como sabemos retomará Foucault). También remarca que el ladrón produce arte y menciona a La Culpa de Mullner, Los bandidos de Schiller, pasando por el Edipo de Sófocles y Ricardo III de Shakespeare, donde los delincuentes marginales cumplen roles determinantes en las tramas de dichas obras clásicas. Por lo tanto la marginalidad es una reserva renovable de productividad artística e inmediato beneficio salarial.
La definición de fetichismo nos habla de una “forma de creencia o práctica religiosa en donde se considera a los objetos como poseedores de poderes mágicos o sobrenaturales”. Eso es lo que hacemos los individuos con las mercancías según Marx y eso hacen los artistas con la marginalidad. Es decir se la aborda desde una perspectiva mitológica por ende no realista. Si nos enfocamos ahora en lo que se refiere solo al cine (o a la televisión) podemos verificar que muchos cineastas son adictos a representar la marginalidad, como un carnaval canibalístico de bestias desgarrándose la carne entre ellas, feroces perros mutilándose las patas por obtener un hueso. Homogéneas piedras que no se dejan erosionar por el amor, entes cuasi humanos, simios insubordinados, criaturas extraviadas del orden natural, analfabetos que no pueden firmar el contrato social. Se busca del espectador una onomatopeya; ¡Guauuuuu!
Al igual que en muchos de los relatos mitológicos griegos, en donde hallamos mujeres con cabezas llenas de serpientes, cuerpos mitad hombre mitad toro, sirenas, etc, vemos a los pobres como entidades pseudo-animales. Un eslabón en la cadena de la evolución humana que se estancó en los tiempos del Homo erectus. Esta doctrina es desplegada en la Argentina por realizadores como José Campuzano. Donde el falso progresismo es delatado por las propias formas ultra narrativas de filmar, con personajes representados de una forma ultra naturalista. En esa especie de new deal cinematográfico donde se invaden los territorios de la pobreza para saciar las fantasías antropológicas del artista.
Hay miles de formas de retratar la marginalidad y todo retrato tiene su sentido político. Pero se nos rebosa la conciencia con un cliché del retrato marginal, usado y agotado hasta la vergüenza, que encuentra una renovación deviniendo en “parodias del cliché” (Deleuze). Y el dilema no es generado por el hecho de que el objeto (la marginalidad en la pobreza) es representado artísticamente por un burgués invasor, extranjero al territorio proletario donde ejecutará su obra y que por eso se ve incapacitado de capturar y olfatear la esencia del lugar.
Nanook el esquimal (1922) no fue filmada por esquimales, sino por Robert Flaherty, un norteamericano blanco y como mínimo de clase-media. Pero nada en Nanook es para fortalecer los prejuicios y amplificar los estigmas sobre los esquimales. Hay una objetividad que emana humanismo, que nos hermana y ensambla emocionalmente con los protagonistas. Otro sólido transistor de la empatía en cine fue Jean Rouch, francés y blanco pero autor de películas más negras que el propio Spike Lee. En su prólogo del film Yo, un negro (1958) nos dice; “los negros son tratados como sino sirvieran para nada (por los blancos) pero sin embargo nos sirven para un montón de cosas (a los blancos)”.
“El problema no es con Jane sino con la función de Jane”, nos dice Godard sobre una foto tomada a la actriz Jane Fonda en territorio vietnamita (Carta a Jane, 1972), en plena guerra y con un rostro que aparenta preocupación. Sin fuera de campo, como se pretende la globalización, según Slavoj Zizek. Ella la occidental, la famosa, la blanca, ella la normal en primer plano y en foco, la guerra contra los amarillos enrojecidos anormales de fondo, todos anónimos y en fuera de foco. Por eso nos dice Godard que en cine “ni el foco es inocente”. La función de Jane es que los espectadores no vean nítidamente el fondo y centralicen su atención en el rostro compasivo de ella. El primer plano como trampa y señuelo del capitalismo. Godard ubica el origen de este engaño en la imagen cinematográfica, a partir del New Deal Roosveltiano (EE.UU 1933-1938), donde aparece la derecha piadosa y reguladora del mercado como forma de gobierno en Estados Unidos. En las grandes asambleas y en los pequeños detalles del ciudadano, el aparentar compromiso será más importante que comprometerse y los discursos de solidaridad serán más importantes que las acciones que garanticen la igualdad.
Esta fórmula es usada en exceso por muchos cineastas que hacen películas sobre la marginalidad, haciendo, repetimos, un uso productivo en términos económicos de la violencia. Usan a la muerte, al encierro, a las personas que sufren adicciones, el dolor aglomerado de las villas o barrios pobres, como un decorado-pasivo, detrás y alrededor de los personajes vedette- activos, como por ejemplo en Leonera (2008) y Elefante Blanco (2012) ambas de Pablo Trapero. La obscena injusticia de esas situaciones encubierta con el semblante cinematográfico.
“¿Hablar de los obreros? Me gustaría, pero no los conozco lo suficiente”. (J.L Godard en Cahiers du Cinema Diciembre 1962). En muchas películas nos intentan impregnar con una moraleja jesuita, todo gira en órbita a una hermenéutica de la compasión (Tomás Abraham). Bajo el traje de la piedad nos preñan con un mensaje moralista subliminal. Los oprimidos son sobre todo violentos u obedientes que deben esperar el paraíso y en la tierra perdonar al opresor, tragarse la saliva, sentir el terror de rebelarse, resignarse a doblar la espalda. En el cine, salvo en Eisenstein, o casos anomalíacos similares, siempre habrá un límite para las aspiraciones de emancipación de los pobres. Sufrir es necesario, se nos dirá entre líneas, con algunas escenas de matices, en films como Metrópolis, Fritz Lang (Alemania. 1927), Las Uvas de la ira (John Ford EE.UU. 1940), Our daily Bread (King Vidor, EE.UU. 1931), Ciudad de Dios (Fernando Mereles, Kátia Blund, Brasil, 2003) etc. Películas en las cuales se nos invita a sentir lastima o rechazo por las clases más bajas, hechas con esa misma sustancia ridícula con la que los curas confeccionan su misa. “El paternalismo es el método de comprensión para un lenguaje de lágrimas o de mudo sufrimiento” nos indica Glauber Rocha en el texto Estética del hambre (1965).
Jacques Rivette en el texto De la abyección (1961) destroza al gran Guido Pontecorvo por la “estetización del horror” que según el francés emplea el italiano en la película El Kapo (1960). Sobre todo en la escena final cuando la cámara hace un primer plano de la protagonista quedando electrocutada entre los alambres de un campo de concentración nazi, durante la segunda guerra mundial. Rivette escribe que si bien “todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos (…) hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento”.
Uno de los elementos que arrojaría unas migajas de dignidad, a los artistas con el falo transpirado por la marginalidad, sería volver al nacimiento mismo del cine, a esa criatura saliendo de la panza que son las primeras filmaciones de los hermanos Lumiere; obreros saliendo de la fábrica. Godard pronuncia en una de sus clases en Montreal, Canadá, que a pesar de que eran sus propios obreros los Lumiere se colocaron a una distancia “prudente” para hacer su toma porque: “filmar una fábrica sin ser obrero es casi imposible”. Entonces en la primera mañana del cine tenemos un signo sagrado; la prudencia. La distancia y respeto-temor por las personas filmadas engendraron a este arte. La seriedad ante lo filmado y por los filmados fue su génesis.
Herzog dice que a la hora de filmar odia el turismo pero ama el “caminar a pie”. Nos relata que en Diamante Blanco (2004) los pobladores le pidieron no filmar el ritual secreto detrás de la cascada y el hizo caso, filmó la cascada pero no el ritual. Circulación del poder de mando en la puesta de escena. Nada de imponer, nada de registrar si o si por el bien de la patria documental.
Otro elemento refrescante podría ser la propuesta de Jean Louis Comolli de un “Cine Pobre” donde el equipo técnico no puede estar formado por más de 3 personas. Es lo más ético y coherente filmar de una forma pobre allí donde hay sobredosis de pobreza. Irrita el cinismo de esos directores que desembarcan en las villas con maquinarias de millones de dólares para hacer “sus películas”, para contar “sus historias” ante la mirada desconcertada de los nativos. Además quien escribe considera que un cineasta-nuevo, que nos traiga nuevos pulsos pasionales al cine, puede ser aquel que se atreva a crear con la herramienta entre sus propias manos, como un pintor con su brocha, como un bailarín con su cuerpo. ¿O alguien imagina que los cuadros de Rembrandt, Goya o Pollock, fueron dirigidos por ellos pero no pintados por sus manos?
El cineasta nuevo debería no solo filmar sino también editar con sus propias manos. La artesanía manual enaltece a la obra, las vértebras del cineasta cansadas por filmar y editar el mismo hacen que la potencia de la imagen incremente sus voltios. Van Gogh comía pintura de color amarillo para entenderlo y pintarlo mejor, por eso hizo esos girasoles y ese trigo. Jesús pasó 40 días sin comer en el desierto. Basquiat llegaba a pintar 23 cuadros a la vez. Entonces ¿cómo puede existir, aún hoy en día, cineastas que no se animen a filmar y editar incrustando en la imagen su propia fibra muscular?
Bajo la excusa de que el cine debe hacerse entre muchas personas y con muchas herramientas a veces se dispersa “la atmosfera en la puesta en escena” (Bela Balázs). Como en un set cualquiera puede opinar, como luego el editor edita según un criterio en serie, ¿será por eso que casi todas las películas se parecen? Es hora de un cine con ciertos votos espirituales y éticos-políticos, en cada rodaje debe sobrevolar la mística de un ritual milenario y no la esquizofrenia de una jornada laboral. Todos persuadidos por el deseo y no por el deber. Si esto no está presente en un rodaje, aunque se lo enmascare con el resultado final de la película, con el prestigio o popularidad que esta logre obtener, provoca que se esfume algo y es la chance de encuadrar la metafísica en el cine. Detrás de la cortina del colectivismo es probable encontrar una batalla de egos elegantemente camuflada. Lo colectivo si es un deber ser evapora en segundos su sentido.
Vuelvo a aclarar que nadie está inhabilitado para filmar a los pobres. En la historia del cine tenemos obras maestras sobre el tema y no tan solo bufonadas opulentas. Entre otros films hay que enumerar a Las Hurdes (1932) y Los Olvidados (1950) de Luis Buñuel. A todo lo que hicieron los rusos vanguardistas Sergei Eisenstein y Ziga Vertov en la eufórica década del 20. El Neorrealismo italiano (Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Giuseppe De Santis, Luchino Visconti). Raymundo Gleyzer (Argentina), Charles Burnette (EE.UU), Abbas Kiarostami (Irán), Ousmane Sembene (Senegal). En la contemporaneidad a directores rebeldes como Larry Clark (EE.UU), Jia Zangke (China), Amat Escalante (Méjico), Hermanos Dardenne (Bélgica), Aki Kaurimaski (Finlandia), Brillante Mendoza (Filipinas), Sergey Dvortsevoy (Kazajistán), Ken Loach (Gran Bretaña), Abderrahme Sissako (Malí), etc.
“Queremos dejar de ser representadas para empezar a ser”, nos dice una personaje rodeada de sus compañeras, reclamando por los derechos de la mujer durante la recreación del breve sitio revolucionario de la comuna de París (Marzo-Mayo 1871), en la obra maestra con más de 6 horas de duración de Peter Watkins La Comune (2000). Esa posibilidad para las minorías de ser en cámara más que ser representadas en ella, es una puerta hacia lo sublime con la que nos provoca la facilidad de acceso a los medios de filmación digitales.
Se podría “volver ficción algo demasiado real” nos dice Ranciere. Pero los artistas están obsesionados en trabajar con esta fórmula invertida y disfrazan de real algo que es una tibia ficción. Dicen mostrar la realidad de la villa o la cárcel, cuando partieron desde el primer centímetro desde una atroz mitología y ni siquiera saben representar sus delirios con decencia. Invaden los territorios marginales no para hacer arte sino para tener orgasmos de misericordia. Presentan fenómenos y no personajes. Producen fabulas morbosas, y por culpa de ellos circula un rígido malentendido sobre el tratamiento realista de la pobreza y la marginalidad. Se nos quiere convencer de que ese realismo (y todo realismo) es el refugio que delata una escasez de imaginación del artista. Que la originalidad está solo del lado del espejismo y la alucinación (Mellies, Lynch, Cronenberg, Tarcovsky) o de la grandilocuencia técnica de “a mayor cantidad de costo de producción más posibilidades de innovación” (de David Griffith a Steven Spielberg). Que las cosas re-voladas son más bellas que las cosas reales. Pero ni el formalismo ni el realismo son un bien en sí mismos. Un concepto debe convivir, relevar y hacerle el amor al otro. Balázs decía que esas películas que “dan la impresión de ser una galería de cuadros en movimiento son un peligro. Ya que justamente por su composición bella adquieren algo vuelto por sí mismo y estable”.
Por eso la novedad está en que las minorías no se conformen exclusivamente con filmar, ni se mientan creyendo que todo el mérito está en reproducir las formas del MRI (Modo de Representación Institucional, Noël Burch, realizador, crítico e historiador de cine acuñó el término de MRI en el año 1968 en su libro Praxis du cinema). Las minorías tienen que crear-denunciar-hacer catarsis, según sus propios criterios estéticos no calcando lo general del estilo masivo. En un acontecimiento el formalismo nunca puede quedar afuera. Pero simultáneamente a la forma debe brotar la conciencia de clase, origen de toda libertad. Tomar los medios de producción es el primer paso a lo inconmensurable, pero no alcanza con que las minorías tomen las cámaras con sus manos si es para filmar lo que ya vimos como ya lo vimos.
Es una pena, pero los hechos nos atormentan exhibiendo que la condición de ser pobre, estar preso, pertenecer a cualquier minoría y tomar las herramientas, no es condición determinante para desenmascarar al capitalismo. Podes ser pobre, estar preso, ser mujer o transexual y no animarte a levantar la mirada ante el verdugo. Podés igual replicar alguna de sus costumbres. En las villas y en las cárceles los discursos reaccionarios también pueden domar las conciencias. Más que “denunciar o decir que concientiza el arte puede desgarrar la cartografía del presente y devolverle fuerza de germinación a la vida”. Una micro-política del arte, nos propone la brasilera Suely Rolnik.
“Necesitamos una sintaxis negra, donde los negros hablen su propio lenguaje, ¿Por qué los negros debieron aprender el lenguaje de los blancos y nunca los blancos se esforzaron en aprender el lenguaje de los negros?” Nos dice un representante de las panteras negras en Simpatía por el demonio y en 1 PM (1974) de Godard (1968). El cine algún día deberá rendir cuentas por ser parte en esa imposición del silencio a las minorías. Un ápice de justicia sería “dejar de contar historias y que las historias se cuenten” dice Comolli. “Nada menos artístico que hacer arte con la cuestión privada del artista” declara Deleuze en el Abecedario (Entrevista de1988).
Y si nos enfocamos en lo estrictamente carcelario, la desgracia es aún más honda que en la efigie de los pobres. La cárcel es el depósito ideal de las perversiones más brutas en el imaginario de la burguesía. La mayoría de los directores pertenecientes a dicha clase o reproductores “involuntarios” de ella, no pueden escapar al simplismo de representar a la cárcel como el coliseo de las violaciones. De homogenizar a los presos bajo el salvajismo y la homosexualidad.
Hay un cine-lombrosista. Hay muchas películas en la historia del cine nacional y mundial, que multiplican las “enseñanzas” de ese profeta de lo reaccionario que fue Césare Lombroso (1835-1909), médico italiano que decretó como una teoría central de la criminología que a los criminales se los puede descifrar bajo un determinado aspecto físico-facial-estético. Los malos se pueden identificar bajo la estricta apariencia de lo “feo”.
La evolución de estas ideas hoy nos expone el tratamiento del delito como “patología” y ya no como violación de las leyes, nos dirá Foucault en Vigilar y castigar (1975). Los presos ahora son también enfermos mentales. “La agenda neurocientífica de la pobreza” (Telam, 12 de julio del 2016) declara que hay una evidente discapacidad cognitiva en los pobres, debido a la escasa alimentación que tuvieron durante la infancia. Los pobres, al no comer normalmente, nos dicen, han sufrido una reducción de la masa cerebral, poseen menos neuronas, por ende tienen menos capacidad de análisis. La neurociencia declara que en la villa esta causa remite efectos de maltrato y carencia de afecto. Muchas películas y series televisivas transforman en práctica estas teorías. Materializan estas infamias. Es imposible y actuar de necio si negamos las consecuencias nefastas que tiene el hambre en las personas. Pero ubicar a los archipiélagos de la pobreza y el hambre como el monopolio de la ignorancia es un chiste a la razón. En las villas miseria hay mucho más amor, lucidez, inteligencia y actitudes comunitarias de la que se cree. Lamentablemente negar estos datos, accesibles en la realidad para cualquiera, ha sido uno de los constantes esfuerzos de la ciencia, el cine y la televisión. La moral no es simplemente un múltiple choice que equilibra la guerra cotidiana, puede surgir allí atrás de un disfraz de agente solidario. Se puede esconder el peor moralismo bajo el antifaz de creativo.
Por suerte existen los autores que rechazan caer en la reproducción vulgar y el retrato exótico sobre los marginales. Tenemos varios ejemplos de obras maestras. Entre muchas otras (que no podré abarcar en el presente texto) tenemos un film fundacional en el mediometraje Cero de Conducta (1933) de Jean Vigo. Excelso cuadro impresionista de los jóvenes que son depositados en las instituciones de encierro y que durante el film atacan con toda su infancia, ametrallan con juegos, risas, y rebeldía a todas las autoridades que se le cruzan por el camino. Lindsay Anderson hará un cover más sangriento del film de Vigo en If (1968). Esta vez los ridiculizados no son los internos sino los profesionales, los guardias, los maestros. Los jóvenes, presos en Vigo y estudiantes en Anderson, están más avispados que todos aquellos que se presentan como técnicos de la civilidad, la reinserción o el trabajo social. Y si parece que los pibes obedecen es por supervivencia y no porque se hayan creído el cuento del castigo como redención ante una sociedad delictiva desde sus cimientos (¿qué es acaso la plusvalía sino un robo legal?).
Otro clásico que irá por este camino es Sciuscia (1946) de Vittorio De sica. Los 2 niños protagonistas son veteranos de la calle, su edad no se condice con la cantidad de miseria que han vivido. Adultez infantil, pero lejos de resignarse, quedarse a la espera de milagros o entregarse a una salvación intangible, hacen lo que sea necesario para sobrevivir. Están más despiertos que muchos de aquellos que los triplican en edad. En la calle aprendieron los trucos más complejos del hampa, las manías y los caprichos más abstractos de la economía. Observan con suma atención e intentan imitar a los señores de las finanzas, administradores de la muerte de millones. Sueñan lo imposible: comprarse un caballo. Un engaño que le hacen los adultos hará que estos dos pequeños callejeros, Giussepe y Pascuale, terminen encerrados. Veremos todo el trabajo que hace la sociedad y las técnicas de las instituciones disciplinarias sobre los cuerpos (Foucault) de estos niños. A pesar de que la película se ancla en el contexto de la post-segunda guerra mundial en Italia, mirarla hoy no nos aleja de su presente, las escenas del film hierven de actualidad, ya que se repiten cada día en los rancheríos latinoamericanos donde se amontonan de a miles los jóvenes sin futuro. Lo mismo podemos sentenciar a partir de Tire Die (1960) del santafecino Fernando Birri, 56 años después de dicho mediometraje se multiplican los niños mendigando ante los trenes del progreso.
Un condenado a muerte se escapa (Robert Bresson 1956) transcurre también en una cárcel y nos regala otra derrota a los clichés y sus parodias sobre la marginalidad. El realismo científico de Bresson, su geometría cronometrada, introducida en el ambiente claustrofóbico de la cárcel, dio como resultado un sublime lirismo. Se puede sentir y lamentar el encierro hasta quemar la piel. Otra apuesta valiente, que genera una ruptura en la comodidad y en la pose progresista sobre la cárcel es Cesar debe Morir (2012) de los hermanos Taviani. Donde vemos a Julio César la obra de Shakespeare, representada por los mismos presos en un formato que se mueve entre el límite de la ficción y el documental. Aunque sabemos que el documental no existe y que como dijo Cristian Metz (1977) “Todos los films son films de ficción”.
Lo importante de la película de los Taviani radica en mostrar, a los supuestos monstruos de la sociedad, siendo humanos y realizando una empresa nada fácil: atravesar todos los estados emocionales y ejecutar de una forma muy potente la complejidad que exige Shakespeare para sus personajes teatrales. Sí, aunque pocos lo digan o muestren, los presos también sienten, lloran, se frustran, creen, extrañan, aman y pueden ser actores del gran teatro. Sí, también pueden ser sutiles, sensuales, románticos, ilusos, poetas. Sí, también desparraman sus piernas durante el ocio. Presentándolos objetivamente como personas, se combate a toda esa insistencia publicitaria de caer bajo los flacos estereotipos, que nos imponen a los presos como máquinas de matar y violar.
Larry Clark se levanta como otro baluarte, una insignia que acomoda al cine en su misión originaria. Un justiciero en nombre de los millones de jóvenes bastardeados por este maldito capitalismo. Cada uno de su films es una proclama, se lo suele valorar por la pubertad y frescura de sus personajes, lo cual es verificable a simple reflejo, pero esa etiqueta es una limosna, frente a los verdaderos tratados sociológicos y políticos que son cada uno de sus trabajos. Wassap Rockers (Larry Clark 2006) sigue a un grupo de jóvenes inmigrantes provenientes de El Salvador, que vagabundean re-territorializando al instante (como los personajes del Neo-realismo italiano según Deleuze) por un pueblo del sur-oeste de Estados Unidos. Lejos del prototipo clásico, con el que el cine hollywoodense acostumbra representar a los jóvenes marginales latinoamericanos, en la película estos son amantes del género punk y del skate. Odian al hip-hop y a los negros del pueblo, y los negros los odian a ellos por no parecerse al modelo básico de centroamericano. Vemos una pequeña guerra entre las mismas minorías discriminadas por la casta blanca.
Estos jóvenes salvadoreños son como un colectivo subjetivizado o una subjetividad colectiva. El lema “todos para uno y uno para todos” se ajustaría perfecto con el estilo de vida que llevan. Luego de verlos tocar mucho punk y en los detalles de su cotidianidad, toman la decisión de “ir a pasear” con sus tablas a la zona residencial de Los Ángeles, no tan lejos de su pueblo. Al rato de pisar, ya vemos la humillación que sufren, cuando las miradas de la clase media blanca huelen su procedencia. Un policía intenta arrestarlos y promete deportarlos inmediatamente, se escurren y escapan del uniformado y pasean anárquicamente por Bevery Hills. Caen en una fiesta glamorosa organizada por un artista de élite, quien con eróticos gestos los llevará a recorrer muy gentilmente la lujosa vivienda. En el interior de la misma intentará abusar sexualmente a uno de ellos y se desencadenará la tragedia, metáfora perfecta del encandilamiento y uso perverso de los artistas frente a lo marginal. Pero la escena central de la película es la valiente caricaturización de ese famoso y adorado carnicero llamado Clint Eastwood (en estos días confeso militante de Donald Trump lo que reivindica la postura visionaria de Clark en el film que ya tiene 10 años de antigüedad). Los jóvenes huyen de la fiesta y del pederasta saltando entre las mansiones.
El más gordito de ellos se cansará y mientras fracasa intentando atravesar una pared bastante alta, es ejecutado por la espalda, con un certero disparo en la nuca, por un personaje idéntico a Clint Eastwood, quien sale por sorpresa de una de las casas, por donde los jóvenes corrían escapándose.
La frutilla del postre a esta escena revolucionaria es que el encuadre utilizado por Clark es similar al legendario encuadre del western de Sergio Leone. Acá también el fascista Clint es “el pistolero más rápido del oeste”.
Como no mencionar a la película de Ettore Scola Feos, sucios y malos. Por suerte Scola se niega también a hacer pedagogía, no busca ser peronista en su cine, ni tampoco social-demócrata. No propone soluciones mágicas, no intenta adoctrinar con la lastima, ni hace propaganda católica. Nos muestra la belleza del mundo bárbaro y arcaico. Allí entre cuerpos apilados surge sin forzar nada el color. Pasolini lo decía, en los confines de la escala económica más baja, donde el capitalismo o el bienestar liberal son tardíos, sobrevive lo arcaico. Resisten los gestos de la humanidad más primitiva, donde los problemas no se solucionan en un diván, sino con coraje, fuerza y sin mirar hacia atrás, ni hacia adelante, en puro presente del presente, la queja es un privilegio que nadie se puede dar. Donde todo se sabe y nada se caretea. Allí donde la muerte más busca instalarse más se endurecen los cueros, más emerge y brota solitaria la vida. Allí, donde sobrarían motivos para suicidarse casi nadie lo hace. Allí donde todo es incómodo se manifiesta la única esperanza que vale la pena; la que sueña tener todo eso que no tuvo.
Pero los títulos de las películas mencionadas son excepciones y no la regla. A la hora del tratamiento de la marginalidad dos conceptos usurpan la inmensidad de la imagen; show y culpa. Hace unos años atrás en la televisión argentina se emitió un programa llamado Cárceles (Endemol, 2007) en el cual en cada capítulo el conductor entrevistaba a distintos presos y los obligaba a que digan que estaban arrepentidos y todos los entrevistados al unísono asentían la cabeza como marionetas fotocopiadas y respondían que por supuesto lo estaban. Hasta lloraban a cámara con un piano melancólico de fondo pidiéndole perdón a la “sociedad”. La hipocresía es que nunca vimos un programa, donde los políticos del neoliberalismo sean obligados a pedir perdón llorando por arrastrar a tantos seres humanos a la esclavitud. Tampoco vemos periodistas o conductores que les pregunten a ellos si están arrepentidos. Nunca nos recuerdan que a la cárcel van solo los pobres que cometen delitos, que los empresarios y políticos corruptos que no roban a particulares sino en simultaneo a poblaciones enteras, nunca pisarán una cárcel, y si la pisan no habitaran los pabellones putrefactos, inundados de enfermedades, hambre, virus, roedores, ausencia de agua, sobre población, etc. Tendrán a su disposición pabellones aislados del resto de la población “común”: los famosos vips, adonde las condiciones de detención, comida y los beneficios son mucho mejores.
O también ese programa llamado policías en acción, donde la banalización de la desigualdad es más explícita. Allí es bien claro que con la sangre misma que chorrea de la realidad se puede montar un espectáculo que genere amplios ingresos (Endemol es la productora también, una empresa que podríamos a esta altura llamar la multinacional del moralismo bizarro sobre los pobres). “En la vida real nadie dice que le gustan los policías pero amamos las películas policiales” dice Godard. Las numerosas penurias de las villas miseria argentinas son entreveradas entre los cimientos del formato show. El pesado gris del desamparo se transforma en una sátira forzada, puertas precarias que estallan al ritmo del pop, las pocilgas del subdesarrollo transformadas en comedia, a veces hasta con el fondo de las torpes carcajadas habituales de las tiras norteamericanas. Todo vale si total los pobres no saben quejarse y serán encerrados si llegan a reclamar y quienes los encierren serán los policías, provenientes de la misma clase social.
Vemos en cámara como se entra a la villa de cacería al estilo del film La Regla del Juego (Jean Renoir, 1939), con la diferencia que los conejos esta vez son humanos, aquellos bautizados por la doxa sirva como negros de mierda. Pero la misma noche después de los toscos allanamientos hay familias enteras de la villa alienadas a mirar este tipo de programas televisivos. El plan se cumple con precisión quirúrgica. Los pobres se ríen de los chistes que hacen sobre ellos. Los mismos pobres sienten vergüenza de su condición, aceptan que merecen ser pasteurizados con la ley por el solo hecho de ser pobres. Se naturaliza en el prime time de la TV que hay un sector de la población que no tiene derechos y merece ser castigado. Se le señala con símbolos grandes a la sociedad quiénes son los malos. El cine y la televisión son más eficaces que el pizarrón escolar para la moral dominante. Y a la hora del examen que comprueba el nivel de racismo, casi ningún ciudadano desaprueba.
También resulta vomitivo el estilo de una serie como Prison Break (2005), reciclando a la cárcel bajo el género de la ciencia ficción. Cuanta hipocresía pornográfica del país adonde hay hasta un mercado de prisiones, donde muchas cárceles son privadas, explotadas comercialmente y los presos están obligados a trabajar sin goce de sueldo para grandes empresas (Loic Wacquant). De eso ni una sola reflexión en la serie, todo es acción, aventura y cuento de hadas. Es para destacar, el esfuerzo de la maquinaria del entretenimiento en colocar constantemente en la vidriera productos que nos impidan pensar en profundidad los porqués de la existencia de la cárcel, la inseguridad, la marginalidad, etc. Quieren que veamos a los pobres como un objeto de estudio. Como una pieza arqueológica que inspira las loas a la civilización. Como el hueco adonde depositar el semen de la corrección política, siempre excitado ante los grupos sociales que considere pasivos y necesitados de su ayuda divina.
Es hora de que el cine vuelva a ser digestivo y no tan solo triturador gástrico. Estamos obesos de clichés. Pero el mismo cine nos curará el empacho. Aplastará el monumento que se ha edificado a los directores enmascarados de mediocre realismo al filmar una villa o una cárcel. Vivimos saturados de películas y series que nos alimentan hasta la gula todos los prejuicios más rústicos y los estereotipos más groseros sobre los pobres. Estamos cansados de ese cine que hace ver para no ver, que hace películas (o series de TV) con la miseria material (perceptible para todos) con los ojos del espectáculo y del capitalismo oriental. Ese que sincroniza sus mantras al ritmo del “el que quiere puede”. La práctica del yoga sobre una fashion colchoneta de cadáveres y hambrientos sobrevivientes.
Por César González