Autogolpe y contragolpe en Perú
El país sudamericano está en plena crisis social, política e institucional, luego de la destitución del presidente Pedro Castillo. El futuro de la nación andina es, otra vez, un manojo de incertidumbres.
Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
Mientras la oposición denunciaba un golpe de Estado, Pedro Castillo decidió anunciar, en un mensaje a la Nación, la disolución del Parlamento del Perú. “Tomamos la decisión de establecer un gobierno de excepción orientado a establecer el Estado de Derecho (…) Disolver temporalmente el Congreso e instaurar un gobierno de emergencia excepcional”, expresó el entonces presidente.
La pregunta principal es: ¿tenía otra opción? Lo cierto es que la gobernabilidad en el país andino es prácticamente nula, debido al gran poder que ostenta el Congreso. En ese contexto, se aproximaba un nuevo intento de destitución contra el mandatario, que ya había podido salvarse de, al menos, dos de ellos. La tercera moción de censura se iba a realizar el miércoles 7 de diciembre. Por esta razón, el presidente se adelantó y decidió hacer su movida con antelación. El ahora ex jefe de Estado estaba acusado de “inhabilidad moral” para ejercer el cargo e “ineptitud”, además de supuestos delitos de corrupción de diversa índole. Si bien no es el primer presidente peruano en disolver el Congreso cuando le es adverso, esta vez, decidió ir un paso más allá y, al mismo tiempo, convocar a elecciones para llevar adelante una reforma constitucional. En su mensaje a la Nación, pidió expresamente: “Convocar en el más breve plazo a elecciones para un nuevo Congreso con facultades constituyentes para elaborar una nueva Constitución en un plazo no mayor de nueve meses”. Esta jugada era muy audaz, ya que no tenía término medio: podía significar la consolidación de su liderazgo y un verdadero cambio en la política del país, o su final definitivo al frente del gobierno. Finalmente, fue lo segundo.
El Congreso no reconoció su propia disolución y destituyó a Castillo por 101 votos. Inmediatamente, el ex presidente fue detenido por las fuerzas de seguridad peruanas. Castillo, en este marco, anunció un “gobierno de emergencia excepcional”, que incluía un toque de queda a partir de las 22 horas del mismo miércoles pasado. Durante el mensaje del presidente a sus compatriotas, se encontraban en el Congreso algunos legisladores que se opusieron a la medida, calificándola de inconstitucional e, incluso, pidiéndole a las Fuerzas Armadas que intervengan.
Las preocupaciones respecto de la continuidad de Castillo en el cargo eran concretas desde hacía tiempo. Quienes empezaron a soltarle la mano después del anuncio presidencial fueron varios de sus propios ministros y funcionarios de distintos organismos internacionales, quienes presentaron sus renuncias. La más sonada fue la del ministro de Justicia, Félix Chero, que se expresó de esta forma en su cuenta de Twitter: “Respetuoso de la institucionalidad democrática y ante el anuncio del cierre del Congreso y la conformación de un Gobierno de emergencia nacional, renuncio irrevocablemente a mi cargo de ministro de Justicia y Derechos Humanos”. Inclusive, la por entonces vicepresidenta, Dina Boluarte, se despegó rápidamente de lo hecho por Castillo, denunciando lisa y llanamente un “golpe de Estado”. Boluarte ya es la jefa de Estado del país, convirtiéndose en la primera mujer en acceder al cargo.
Castillo había llegado a la presidencia con el objetivo de cambiarlo todo, de ser un parteaguas en la historia del Perú e, incluso, de América Latina. En un mapa de gobiernos progresistas de distintas características y extremadamente heterogéneos, empezando por el México de Andrés Manuel López Obrador, el mandatario peruano parecía un soplo de aire fresco a la región. Sin embargo, demostró ser incapaz de sortear la inestabilidad, la cual ya es una regla en su país. De la misma manera, Castillo pareció ser un fiel representante de esta ola de gobiernos progresistas que no terminan de hacer pie ni de “desempatar” el “empate hegemónico”, que parece imposible de romper en el continente por estos días. A diferencia de los gobiernos surgidos durante los primeros años de la década del 2000, esta vez, aunque muchos se reivindiquen de izquierda o progresistas, se han mostrado incapaces de llevar adelante reformas estructurales en sus propios países y, mucho menos, lograr constituir liderazgos regionales de peso. Esto puede cambiar con el regreso de Lula da Silva al Ejecutivo del Brasil, aunque las expectativas tampoco deberían estar tan altas, ya que el histórico dirigente vuelve al frente de una coalición tan amplia como impredecible a la hora de gobernar, muy diferente al clima político que lo hizo mandatario por primera vez, tanto en lo nacional como en lo regional. De acuerdo con los sondeos de opinión, el apoyo a Castillo es de aproximadamente el 30 por ciento de los y las peruanas, mientras que al Congreso lo apoya apenas el 10 por ciento.
Ya es posible hablar de una interrupción del orden constitucional en Perú, aunque los supuestos hechos de los que se acusaba a Castillo no estaban sostenidos en demasiadas pruebas ni parecían particularmente fuertes. Es un hecho que las acusaciones de corrupción y las disputas internas son una moneda tan corriente dentro de la política peruana que constituyen una problemática endémica. Los últimos cinco presidentes del Perú fueron investigados o encarcelados por delitos de este tipo, mientras que el promedio de permanencia de un presidente bordea los 16 meses.
No está tan claro aún si ya se puede hablar de autogolpe de Estado, pero lo cierto es que se parece bastante. El mandatario llevaba apenas poco más de un año y medio en la Casa de Pizarro, pero ya tuvo que hacer seis cambios de gabinete, entre los cuales uno de ellos se produjo durante la última semana. La inestabilidad estructural del país afectó su breve gobierno de tal forma que no son pocos quienes dudaban, desde su misma asunción, sobre su continuidad al frente del Poder Ejecutivo. A diferencia de sus predecesores, Castillo parecía decidido a resistir hasta las últimas consecuencias en el cargo. No obstante, al igual que quienes ocuparon su asiento previamente, terminó destituido y detenido. Por lo pronto, en la política peruana, una semana es una eternidad y todo puede cambiar de un momento al otro.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Foto de portada: A/D.