La última fiesta, el lujo y sordidez de una clase
Por Manuel Allasino para La tinta
La última fiesta es una novela de la escritora Ángeles Salvador, publicada en el año 2021. La autora bucea en los entretelones de la rosca política para contar el ascenso y caída de Guillermo, un médico que se convierte en diputado de la noche a la mañana. Stella, la protagonista y narradora de esta historia, fue pareja de Guillermo y, a través del tiempo, compartió sueños, mentiras y traiciones.
Como todos los veranos, Stella Bustos organiza su fiesta de cumpleaños en Punta del Este, ignorando que todo se convertirá en una gran pesadilla: desde la cárcel, se lamenta y reconstruye cada minuto, cada conversación y cada detalle de la fiesta, porque está convencida de que en algún descuido se gestó ese fracaso mortal.
Con una prosa lúcida y precisa, Ángeles Salvador nos regala una historia repleta de humor e impudicia, que recrea el lujo y la sordidez de una clase; e indaga en el financiamiento de las campañas políticas y el rol del periodismo.
“Luz Paredón llegó a Punta anoche. Durmió en el hotel San Marcos. A la mañana nos encontramos en Ramona para desayunar y ultimar directivas. Directivas que no son tales. Me interesa que me vea la cara y verla moverse un poco. Llevarse la taza de café a la boca, o no llevársela, me interesa intuirla lo suficientemente puta y desconfiada. Me cae bien. Está vestida con un solero corto y blanco que le deja transparentar una bikini triángulo de color verde fosforescente. En la nuca sobresale el moño de los breteles que sujetan el corpiño. Tiene el pelo largo muy rubio y muy lacio, atado en una colita, y usa anteojos negros. La boca pintada de color marrón. Se pide un desayuno denominado De la Punta, que trae de todo. Me dice que hace una sola comida al día y a primera hora, y que ese es su secreto para estar flaca y con la panza chata durante la noche. Habla en voz muy baja. Con cada bocado que con la mano se lleva a la boca –no toca los cubiertos, y eso me encanta- sonríe, como si el hecho de comer tanto fuera una picardía enorme que hay que dejar pasar. Yo había desayunado en casa. Elijo un bloody mary con wasabi y un café. Luz pide probar mi trago, como una nena que le pide helado al hermanito. Los hombres, argentinos que desayunan leyendo La Nación, la miran mucho, aunque a mí también, pero a ella más, porque se nota que es una escort. Me dice que está contenta de haber salido un poco de Buenos Aires, le pregunto si ya conocía Uruguay y me responde que sí. Que había venido en el invierno a un congreso de agronomía como acompañante para unas fiestas de una empresa de fertilizantes agrícolas. Que le había ido muy bien porque cobró en dólares. También, algunos fines de semana largos, había venido en el yate de un buen amigo, un yate espectacular, con todo a bordo, pero la pasó mal, tuvo que tomar Dramamine por el mareo insoportable y terminó la mayor parte del tiempo dormida, y el amigo se aburrió. A medida que la mañana pasa está más hermosa, mucho más que en las fotos. Se ve que ese shock de alimentos le cambia el humor y hace que se le hinche la boca como si de pronto tuviera un bótox mal hecho. Hacemos el arreglo. Luz tiene la prudencia de no preguntar primero y yo saco el tema. –La fiesta es esta noche. El clima va a estar bárbaro. Calor y poco viento. El guardavidas ya me vaticinó bandera verde toda la noche. Si te parece bien, cuando termines de desayunar vamos al hotel, buscás tus cosas y ya te llevo para La Finca. En casa tenés una habitación lista, podés tomar sol, meterte al mar, dormir un rato y prepararte para la noche. De paso me mostrás los vestidos que trajiste y elijo. Ya mismo te doy este cheque por la molestia de haber venido hasta acá. –Lo saqué de mi bandolera y se lo di en la mano-. Quiero que sepas que puede ser mucho más, pero no podés pedir propinas a mis invitados. Quiero que estés muy mona; sos muy mona. Vas a tener lugares delimitados donde llevar a mis amigos. Un cuarto, un baño, la biblioteca y el retablo de la playa. Te aclaro que no va a ser una orgía. Es mi cumpleaños, no una orgía. No quiero que te penetren, ocupate de hacerlos acabar y esa es toda la diversión. Pongo la tarjeta para el check out del hotel y me imputan los cargos de un room service sin detallar por treinta y dos dólares. Luz baja con una valija con rueda pequeña, dura y plateada, con una campera de cuero negro corta, anteojos negros redondos y una bandana espiralada en la frente de color rojo. En Punta del Este todo queda bien, pienso, aunque estés a cara lavada, en las buenas o en las malas. Subimos al auto, y manejo en silencio, concentrada en la lista de pendientes de la noche. Vamos a cien por la rambla, hasta el puerto a buscar las ostras que había encargado. La vista fija en el camino ondulante que me sé de memoria, las curvas y los cambios de frente del horizonte, que todavía me marean. Si miro un poco más allá, veo barcos y yates que aparecen y desaparecen y se agrandan cada vez más. Es una mañana sin viento y sin nubes. El cielo está turquesa y el mar tiene olas bien formadas. Luz mira por la ventana con la vista fija en las palmeras que pasan a nuestro alrededor, pero en cuanto me pongo a mi velocidad crucero se queda dormida con las manos juntas sobre el pecho. Subo los vidrios y prendo el aire acondicionado porque empieza a hacer calor”.
Manjares, música, tragos, fuegos artificiales, artistas, modelos, periodistas y funcionarios políticos argentinos son parte del universo exótico y clasista de la fiesta. Todo avanza como lo planeó Stella, pero, en el vértice de la noche, algo terrible ocurre y lo que parecía un evento inolvidable se convierte en desasosiego.
“El casamiento fue en Trenque, de apuro. Nuestros padres se conocieron la noche anterior a la boda cuando bajamos del micro mamá, papá y yo, con toda mi ropa, mis libros y mis cajas de recuerdos en un baúl que me avergonzaba, y Guillermo junto con Sonia y Horacio nos estaban esperando en la terminal. Fue la primera vez que viajé a la Argentina. Nos casamos por civil un viernes 24 de marzo a las nueve de la mañana. Había siete invitados, los cuatro padrinos, la hermana de Guillermo y sus dos mejores amigos: Yiyo y Perico. Éramos nueve. Hicimos tiempo en el club social, café, bebidas y sándwiches calientes. Papá pidió un champagne y brindamos rápido. Mamá aplaudió con imprudencia. Mis padres me esperaron a la salida del toilette y me abrazaron los dos a la vez. Los nueve cruzamos la plaza a la una de la tarde hacia la iglesia para que nos casara el cura. Mi suegro le pidió al cura que al menos encendiera la luz del crucero. Yo tenía un vestido rosa, arriba de la rodilla, que habíamos comprado con mamá en la galería Atlantic de Montevideo. Después de la ceremonia mi suegro nos hizo esperar en el atrio mientras fue a la sacristía a hacerle una donación en cheque al cura. Nos sacaron una foto en la plaza y nos dispersamos. La siesta de bodas la hicimos en el auto de Guillermo, al costado de la circunvalación. Estábamos violentos como nunca antes. En la misma refriega nos culpábamos uno al otro por el embarazo, por el casamiento, con sacudones, apretones y velocidad inusual. Nos tiramos del pelo. O tal vez, era solo Guillermo que me tiraba del pelo. Yo le pedía más brutalidad con mis manos crispadas en su cara y con gemidos gritando hasta la ronquera. Guillermo se excitó en ese preludio de nuestro matrimonio como nunca antes, o tal vez se hartó de estar casado, y respondió a mi demanda de esposa con choques sobre mi cuerpo en el asiento del acompañante. Luego volvimos a casa. Y nos permitieron dormir un rato. Esa noche cogimos otra vez, pero para consolarnos porque éramos dos chicos que nos habíamos portado mal, que nos habían descubierto y que nos habían castigado. Ni hablábamos acerca del embarazo. El lunes siguiente nos fuimos a vivir a Buenos Aires, a un departamento que su padre había comprado en la calle Larrea, cerca de la Facultad de Medicina, para que Guillermo estudiara. Mis padres habían regresado a Montevideo el domingo al mediodía. Al mes de casados tuve hemorragias. Hice diez días de reposo hasta que, gracias a las contracciones que rechazan la muerte, salió el feto en el baño de la guardia del Diagnóstico. Vino mamá a quedarse una semana. Guillermo aprovechó para ir a Tranque Lauquen a visitar el viejo mundo”.
La última fiesta de Ángeles Salvador es una novela en donde la protagonista Stella escribe para resolver un crimen y con la intención de ser honesta: quiere comprender por qué está presa. Pero también intenta entender que pasó con Guillermo, quién fue su marido, socio y amor por tres décadas. ¿Cuándo dejaron de ser lo que eran?
Sobre la autora
Ángeles Salvador nació en Buenos Aires en 1972. Fue actriz. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias, y la novela El papel preponderante del oxígeno (2017). Lamentablemente, el pasado 28 de junio, a la edad de 50 años, falleció tras una complicación de salud a partir de un cuadro de coronavirus.
*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: A/D.