Una caravana antifascista en el Donbass
La tinta entrevistó al fotógrafo Julio Zamarrón, que participó en 2014 en un proyecto solidario con la población del Donbass, acosada y perseguida por grupos neo-nazis vinculados al Estado ucraniano.
Por Santiago Torrado para La tinta
Julio Zamarrón es fotógrafo, madrileño y antifascista. En 2014, cuando estalló la guerra que hoy abre noticieros y ocupa tapas de diario en todo el mundo, se sumó a la primera Caravana Solidaria convocada por el grupo de rock italiano Banda Bassotti para viajar directo al corazón del Donbass, a las repúblicas de Donetsk y Lugansk. Pasó semanas advirtiendo que este sería un conflicto clave para Europa y fue tildado de loco o de simple filo-ruso.
—Julio, ¿cómo fue aquella experiencia y qué te llevó hasta allá?
—Fue una iniciativa muy bonita que surgió de forma espontánea. Logramos organizarla en torno a una idea: la Caravana Antifascista de Banda Bassotti. Ellos son un grupo de música italiano, con décadas de trabajo artístico y político a sus espaldas, y que han estado presentes en muchos conflictos internacionales aportando una perspectiva crítica y militante, desde el socialismo y el comunismo. A su lado, se unió lo que luego sería la sección del Estado español, la “Brigada Rubén Ruiz Ibárruri”.
La idea era romper el cerco mediático en torno al conflicto. Conocer de primera mano las reivindicaciones de los habitantes del Donbass y llevar ayuda humanitaria al terreno, ya que entonces no existían corredores seguros, especialmente desde Europa, y la situación era calamitosa.
Algunos hemos cubierto otros conflictos en México, Colombia o Argentina. Nos resulta sangrante la venda que Europa se ponía en los ojos para ignorar, durante ocho años, un conflicto que se daba en su puerta y que ahora parece importar más porque las víctimas llevan otro signo.
Somos nietos y nietas de las Brigadas Internacionales, de la solidaridad internacionalista entendida como los de abajo ayudando a los de abajo. No teníamos ningún tipo de financiación ni apoyo político o económico. Es más, probablemente fuéramos injustamente criminalizados por ejercer una iniciativa solidaria de base.
Pero eso no hay que confundirlo con ceguera histórica o con un romanticismo de la situación: éramos conscientes de las contradicciones políticas y de los intereses en juego en ese conflicto. No nos encontrábamos ante una guerra civil como la española en 1936, sino una guerra inter-imperialista que se llevaba por delante a la gente de Donbass. Para nosotros y nosotras era importante estar ahí, era la primera guerra en suelo europeo desde Yugoslavia, que a la mayoría nos alcanzó siendo aún muy jóvenes. Era evidente que el fascismo, en sus diferentes formas, estaba siendo alimentado y armado para masacrar a población civil inocente.
No obstante, las personas que de una forma u otra se sumaron a la caravana en sus diferentes ediciones -se hicieron varios viajes desde 2014 hasta 2019- eran una suma muy interesante de distintas sensibilidades: militantes anarquistas, comunistas de diferentes corrientes, feministas, periodistas de medios alternativos, músicos y artistas, activistas pro derechos humanos… Venían de Italia, Reino Unido, Perú, de Euskadi, Catalunya, Castilla, Alemania. Y a través de mucho trabajo de base, logramos ponernos de acuerdo para levantar el proyecto.
Hubo algunos compañeros que, aunque no fueron al territorio, apoyaron desde aquí, impulsando acciones para recaudar medicinas, juguetes, dinero, con conciertos solidarios, charlas informativas, mesas de debate, etcétera. Podemos decir que lo más sorprendente para quienes fueron, en primer lugar, fue ver la muerte y la guerra cara a cara. Entender sus dinámicas, su cotidianeidad: los toques de queda, las emboscadas, los cadáveres.
Sobre todo fue duro regresar y ver que en nuestros países no se hablaba nada del conflicto. Si preguntas a otros compañerxs que llegaron después, hay muchos sentimientos encontrados, porque hay que enmarcarlo todo dentro de la situación política complejísima que había en la región. De todas formas, sí nos quedamos con el buen trato recibido por la población civil, que nos acogió con muchísima alegría pese a la brecha lingüística y cultural, y que nos pedían que contáramos lo que estaban viviendo.
Solo nos pedían eso: volved y contarlo. Y lo hicimos, en la medida que pudimos o que nos dejaron.
En mi caso, la primera caravana de ayuda humanitaria marcó un antes y un después. Necesitaba contar también el proyecto de solidaridad armada que surgió en el Donbass: la Unidad Internacional o “Interunit”. En ella, voluntarios y voluntarias de diferentes nacionalidades, incluso latinoamericanas, se jugaron la vida en la primera línea de frente para defender a la población civil del Donbass, bombardeada por Ucrania, que no ha respetado ni un solo día los pactos de Minsk desde que se firmaron. Esos mismos voluntarios fueron perseguidos y encausados por su participación, mientras hoy vemos cómo Europa alienta a jóvenes para alistarse como voluntarios en el ejército ucraniano.
—Vos viviste de cerca el inicio de esta guerra. ¿Cuál es o cuáles son los detonantes de este conflicto? Y sobre todo: ¿existe salida pacífica?
—Creo que un análisis ciego a cuestiones simbólicas o culturales es incompleto, así como también lo es el análisis político, que carece de un enfoque materialista que “siga el rastro” al dinero, los recursos energéticos o a la financiación de partidos, movimientos o ejércitos.
Sería muy complejo para resumir, pero podemos encontrar tres clivajes o ejes: el primero es el problema de la cuestión nacional ucraniana no resuelta desde mucho antes de la URSS. Ucrania siempre ha sido un territorio disputado por otras naciones a su alrededor. Su independencia, dentro del paraguas de la URSS, no evitó que, cuando cayó el telón de acero, el país siguiera dividido de facto entre dos posiciones políticas, étnicas y lingüísticas, que hizo que sus gobiernos fueran inestables y oscilaran hacia un lado u otro: occidente-atlantista versus Kremlin, simplificando mucho.
El nacionalismo ucraniano actual se ha alimentado de una retórica peligrosa, bebe del banderismo (el colaboracionismo nazi de la Segunda Guerra Mundial) y de una construcción identitaria basada en el odio a Rusia. En gran parte, esta rusofobia se forjó desde fuera, desde Estados Unidos o Canadá, que acogieron gran parte de la oposición al régimen soviético.
En el medio hay muchos grises, porque ni toda la población del oeste es pro-atlantista y pro-OTAN, ni tampoco en el este son acríticamente adeptos a Moscú. Hablamos de un Estado fallido.
El segundo es el papel del intervencionismo externo, norteamericano y europeo, para desestabilizar la región: el Maidan y la “revolución naranja” son la prueba. Pero no nos engañemos, muchos de sus protagonistas, como Timoskenyo o Lukashenko, son herederos de la “nomenklatura” soviética, ahora transformados en clanes y oligarquías corruptas que se hicieron ricas con la liberalización salvaje y descontrolada de su economía en la década de 1990. Este intervencionismo tuvo un rostro amable, en forma de apoyo a movimientos sociales pro-democráticos y pro-derechos, pero a cambio buscó aislar a Rusia y volver a Ucrania un peón sin capacidad de autodeterminación.
El tercero es quizá el más importante: hay una lucha de hegemonías entre la decadencia de Estados Unidos, la incapacidad de la Unión Europea (UE) de tener un status político único y serio, la política neo-imperialista de Rusia, basada en la retórica del “oso acorralado”, y por supuesto China, que tiene un papel clave para el desenlace de esta crisis. No se trata de la Guerra Fría, pero en esta guerra hay grupos nazis y fascistas siendo armados y financiados para desestabilizar una región y extender la influencia otanista más allá de las áreas de influencia acordadas. Y eso generará consecuencias en la población civil: guerras, desabastecimiento, inflación, conflictos políticos. Ucrania podía haber tenido una buena relación UE-Rusia, haber sido un pivote con un papel propio, pero Estados Unidos no lo habría permitido.
—En una nota de El Salto, señalabas la existencia de un “proyecto socialista” en las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk. ¿En qué consiste ese proyecto, cómo era o es? ¿Qué crees que sucederá tras la intervención militar rusa con ese proyecto?
—Ese proyecto lamentablemente ya no existe. Fue ahogado por la propia coyuntura de la guerra y los intereses oligárquicos en la región del Donbass. Se trataba de la construcción de Repúblicas Populares en Novorrossia, creando así una región con status de autonomía, o incluso de independencia propia, que reivindicaba el legado socialista y las estructuras políticas y sociales, incluido, por ejemplo, la colectivización de la industria o la minería que son claves en la región.
No nos engañemos, no es una izquierda a la europea, probablemente muchos postulados nos chocasen, por ejemplo, con cuestiones como el feminismo. Pero era una reivindicación popular legítima y que durante meses sostuvo social, moral y humanitariamente la región. Por eso no le dejaron continuar. En ese sentido, comandantes como Mozgovoi, Motorola o Givi fueron asesinados en emboscadas y ataques de dudosa autoría, lo cual nos lleva a pensar que la lucha de intereses dentro de la región ahogó ese espacio posible para la construcción de un proyecto de vida mejor y más acorde con los valores de su ciudadanía.
La memoria histórica de la URSS y del pasado soviético está muy viva allí, así como el anti-fascismo militante. No obstante, no hay que olvidar que a defender el Donbass llegaron también personajes muy oscuros -nazbols, etnonaciolistas, etcétera-, pero sobre todo, lo que llamó la atención fue que fueron personas de izquierdas de Europa que entendían que debían poner el cuerpo frente a un fascismo sin complejos, que avanzaba desde Kiev con esvásticas y dispuesta a hacer una limpieza étnica en la región.
De todas formas, sigo sin explicarme por qué los medios silenciaron esa guerra en 2014 y el golpe de Estado que la provocó, y se dio por bueno un gobierno surgido no de las urnas, sino de unos disturbios en los que había claros elementos fascistas y extranjeros participando.
No hubo corredores humanitarios a Donbass desde Europa y toda aquella voz disidente que denunciara el hecho era silenciada bajo la consigna del terrorismo o de filo-ruso. La UE y la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) hicieron oídos sordos ante las actitudes del ejército ucraniano, que no respetó los pactos de Minsk, bombardeó indiscriminadamente a civiles y promovió el ascenso de elementos neofascistas dentro de sus organismos.
—Las dimensiones sociales, de género o culturales han sido borradas del mapa. No puede entenderse esta guerra sin entender la cultura política del espacio post-soviético. Pero se ha deshumanizado a la población que habita estas zonas y sus discursos.
—Hoy por hoy, parece que muchas personas comienzan a cuestionar el escenario por lo grotesco del mismo: censura a medios de comunicación, las sanciones contra la población rusa o el silenciamiento de que los elementos fascistas en Kiev son muchos más y mucho más beligerantes de lo que nos hicieron creer. Por eso, es el momento de que quienes estuvimos allí podamos contar nuestra visión, nuestro relato, nuestra verdad.
También tenemos muchas lagunas y no pocas preguntas, pero al menos somos honestos con nuestro planteamiento y con ese viejo lema de que: “Ni guerra entre pueblos, ni paz entre clases”.
*Por Santiago Torrado para La tinta.