Un dique contra el Pacífico, esperando el milagro
En Un dique sobre el Pacífico, Marguerite Duras aborda la memoria, el amor, el dolor y la soledad, con el mundo colonial de telón de fondo.
Por Manuel Allasino para La tinta
Un dique contra el Pacífico es una novela de Marguerite Duras, publicada en 1950. La historia de inspiración autobiográfica está ambientada en la Indochina francesa, marcada por el colonialismo; y relata la vida de una peculiar familia formada por Suzanne, una seductora adolescente, su madre y su hermano Joseph.
La madre -a lo largo de todas las páginas no conoceremos su nombre- es una mujer que está cansada de intentar en vano cultivar una concesión que todos los años es invadida por el Pacífico. Ante ese panorama, solo tiene un deseo: casar a Suzanne con Jo, un joven poco atractivo e hijo de un acaudalado especulador de terrenos. Jo, la apuesta de la madre para todos sus males, es tan rico que puede construir un dique que contenga las aguas del Pacífico y así ayudar a la familia a salir de la pobreza.
En Un dique contra el Pacífico, Marguerite Duras, con maestría literaria, aborda la lucha contra el destino y la corrupción administrativa del sistema, a través de la figura de la madre. Pero también retrata una mujer que tiene grandes dificultades para criar a sus hijos y que es capaz de todo en su desesperación por salir de la situación económica en la que está.
“Cada diez minutos más o menos, la madre alzaba la cabeza por encima de las cannas, gesticulaba mirándolos y gritaba. Mientras estaban juntos, no se acercaba. Se limitaba a vociferar. Desde que se habían derrumbado los diques, era incapaz de decir nada sin ponerse a chillar, acerca de lo que fuera. Antes, a sus hijos no les preocupaban sus accesos de ira. Pero desde el asunto de los diques, había enfermado e incluso se hallaba en peligro de muerte, según el médico. Había sufrido ya tres ataques, y los tres, según el médico, podían haber sido mortales. Se la podía dejar gritar un rato, pero no demasiado. La ira podía provocarle un ataque. El médico achacaba sus ataques al desplome de los diques. Tal vez se equivocaba. Tanto resentimiento tenía que haberse ido acumulando paulatinamente, año tras año, días tras día. Y no existía una sola causa. Existían mil, incluido el derrumbe de los diques, la injusticia del mundo, el espectáculo de sus hijos bañándose en el río… Sin embargo, los inicios de la madre no la predestinaban en modo alguno a que el infortunio cobrase tal importancia al final de su vida como para que un médico ahora pudiera diagnosticar que iba a morir de desdicha. Hija de campesinos, había sido tan buena alumna que sus padres la dejaron proseguir estudios hasta obtener el título de maestra. Tras lo cual ejerció durante dos años en un pueblo del norte de Francia. Corría el año 1899. Algunos domingos, en el ayuntamiento, soñaba ante los carteles de propaganda sobre las colinas. ‘Alistaos en el ejército colonial’, ‘Jóvenes, id a las colinas, allí os espera la fortuna’. A la sombra de un platanero cargado de frutos, unos cónyuges, colonos, vestidos de blanco, se balanceaban en sendas mecedoras mientras unos indígenas se afanaban sonrientes a su alrededor. Se casó con un maestro que, como ella, se consumía de impaciencia en un pueblo del norte, víctima como ella de las tenebrosas lecturas de Pierre Loti. Poco después de su boda, firmaron juntos la solicitud de admisión en la administración de enseñanza de las colonias y fueron destinados a esa gran colonia que se llamaba por entonces la Indochina francesa. Suzanne y Joseph nacieron durante los dos primeros años de su llegada a la colonia. Tras el nacimiento de Suzanne, la madre abandonó la enseñanza. Sólo dio ya clases particulares de francés. Su marido había sido nombrado director de una escuela indígena y, al decir de ella, habían vivido muy holgadamente, pese al gasto que suponían los hijos. Aquellos años fueron sin lugar a dudas los mejores de su vida, años de felicidad. Al menos eso decía ella. Los recordaba como una tierra lejana y de ensueño, una isla. Cada vez hablaba menos de ellos conforme envejecía, pero cuando los mencionaba lo había siempre con el mismo entusiasmo. Y en cada ocasión, incorporaba nuevas perfecciones a aquella perfección, una nueva cualidad a su marido, un nuevo aspecto del desahogo de que disfrutaban entonces, y que tendía a transformarse en una opulencia sobre la que Joseph y Suzanne albergaban sus dudas. Cuando murió su marido, Suzanne y Joseph eran aún jóvenes. Del periodo que le siguió no hablaba de buen grado. Decía que habían sido tiempos difíciles, que todavía se preguntaba cómo pudo salir adelante. Durante dos años continúo dando clases de francés. Después, como no le alcanzaba el dinero, clases de francés y de piano. Y como seguía sin alcanzarle, al ir creciendo sus hijos, firmó un contrato de pianista en el cine Edén. Allí siguió trabajando durante diez años. Al cabo de diez años, reunió ahorros suficientes para solicitar la compra de una concesión a la Dirección General del Catastro de la colonia. Su viudedad, su antigua pertenencia al cuerpo de enseñanza y el estar a cargo de la manutención de sus dos hijos le daban un derecho prioritario sobre la dicha concesión. Con todo, tuvo que esperar dos años para obtenerla. Había seis años que había llegado a la llanura, con Joseph y con Suzanne, en aquel Citroën B-12 que aún conservaban”.
Es muy difícil separar la vida y la ficción en Marguerite Duras, que nació en Indochina y sitúa varias novelas en Saigón: Un dique contra el Pacífico no es la excepción. Ahí la escritora describe a una madre obsesiva, pobre y decidida a luchar contra el mar de China, poniendo barreras para impedir su paso.
En 1958, René Clement llevo al cine la novela y Marguerite tuvo la oportunidad de ir y ver plasmada su propia infancia en la gran pantalla. Fue allí que decidió también rodar sus propias películas.
“-Coño, vaya coche- dijo Joseph, y añadió: Pero, eso sí, él es feo como un demonio. El diamante era enorme; el traje de tusor, de excelente corte. El sombrero flexible parecía salido de una película: como el que el personaje se embute indolentemente en la cabeza antes de subirse al coche de cuarenta caballos e ir a jugarse media fortuna a Longchamp para olvidarse de un desengaño amoroso. A decir verdad, su cara no era nada atractiva, tenía los hombros estrechos, los brazos cortos y su estatura debía de ser inferior a la media. Las manos, pequeñas pero cuidadas, eran delgadas y bastante bonitas. Y la presencia del diamante le confería un atractivo majestuoso, una pizca delicuescente. Estaba solo y era plantador y joven. Miraba a Suzanne. La madre advirtió que la miraba y miró a su vez a su hija. A la luz eléctrica se le veían menos las pecas que a la luz del día. Era, sin lugar a dudas, una chica guapa, tenía unos ojos centellantes, arrogantes, era joven, se hallaba en el esplendor de la adolescencia, y no era tímida. -Por qué pones esa cara de entierro? -dijo la madre -¿No puedes poner cara amable, por una vez? Suzanne sonrió al plantador del norte. Sonaron dos largos discos, un fox-trot y un tango. Al tercero, otro fox-trot, el plantador se levantó para invitar a Suzanne. De pie, era francamente un retaco. Mientras avanzaba hacia Suzanne, todos miraban su diamante: Bart, Agosti, la madre, Suzanne… Los pasajeros no, pues estaban más acostumbrados. Ni tampoco Joseph, porque Joseph sólo miraba los coches. Pero todos los de la llanura miraban. Bien es verdad que aquel diamante, olvidado en su dedo por su propietario ignorante, valía, él solo, casi tanto como todas las concesiones de la llanura juntas. -¿Me permite señora? -dijo el plantador del norte inclinándose ante la madre. La madre dijo ‘pues claro no faltaba más’, y se ruborizó. Ya había unos oficiales en la pista bailando con unas pasajeras. Agosti hijo bailaba con la mujer del aduanero. El plantador del norte no bailaba mal. Bailaba lentamente, con cierta aplicación académica, quizá con ánimo de demostrar a Suzanne su tacto, su clase y su deferencia hacia ella. -¿Podré tener el gusto de que me presente a su madre? –Claro -dijo Suzanne. -¿Vive por la zona?- Sí, somos de aquí. ¿Es suyo el coche que está abajo? -Presénteme con el nombre de Jo. -¿De dónde es? Es maravilloso. -¿Tanto le gustan los coches? -preguntó Jo sonriendo. No tenía voz de plantador ni de cazador. No era una voz de allí, sino de fuera, suave y distinguida. –Mucho -dijo Suzanne -Por aquí no hay, se ven Torpedos. -Una chica guapa como usted debe de aburrirse en la llanura… -musitó Jo no lejos del oído de Suzanne”.
Un dique contra el Pacífico es una novela sobre la memoria, el amor, el dolor y la soledad. Sobre el telón de fondo del mundo colonial, se describen los días y noches de una particular familia que trata por todos los medios de torcer su destino.
Sobre la autora
Marguerite Duras (Indochina, 1914-París, 1996) estudió derecho, matemáticas y ciencias políticas en París. En 1943, publicó su primera obra, La impúdica, a la que seguirían más de veinte novelas, guiones cinematográficos y textos dramáticos.
*Por Manuel Allasino para La tinta / Foto de portada: A/D.