¿Qué es el peronismo? O el significado oculto del apellido Perón
Con el peronismo más interpelado que nunca debido a la gestión de la pandemia y la derrota en las elecciones legislativas, recuperamos una anécdota, quizás inverosímil, que revela el verdadero significado de esa palabra que a ningún argentino le resulta indiferente.
Por Gabriel Montali para La tinta
La historia es más o menos así. Hay que ir a vivir a España con lo puesto y trabajar un par de meses de lo que sea, mozo, repartidor de flyers, vendedor de servicios de telefonía para la empresa de unos estafadores madrileños. Lo que sea con tal de juntar, en el menor tiempo posible, unos mil quinientos euros, lo suficiente para pasar tres o cuatro semanas de viaje. Entonces se renuncia a esos trabajos basura con una jugada maestra: hay que tomarse el palo sin avisar, cosa de clavarle a los jefes la espina venenosa de nuestra ausencia repentina: una pequeña venganza que los tendrá de acá para allá, a las puteadas, mientras buscan otro inmigrante desesperado que acepte trabajar por un sueldo miserable. Luego, armamos las valijas, nos despedimos de nuestros amigos tomando unas birras en el chino de la esquina y sacamos un pasaje hacia el norte. Puede ser a París, a Múnich, a Bruselas, a Ámsterdam, a Berlín o a cualquier parte. Porque lo importante no es la ruta. Lo importante es que la ruta nos lleve a Praga, para luego, desde allí, saltar a Cracovia. Y atención porque se trata de un detalle fundamental: como es necesario templar el espíritu para recibir la gracia divina que nos espera en Cracovia, el magnetismo surrealista de los recovecos de Praga será un perfecto alucinógeno zen que, además, se aconseja potenciar con los efectos de una fuerte borrachera, tanto mejor si maridamos birra con marihuana.
Solo si se siguen esos pasos, el viaje en colectivo será como deslizarse por un suave tobogán hacia el fin de la noche. Solo de esa manera, cada curva, cada subida y cada descenso por esa ruta que atraviesa la cordillera de los Sudetes, entre montañas pedregosas salpicadas por bosques de pino, nos inducirá la sensación de haber ingresado en un tiempo fuera del tiempo, como le sucede al personaje de Jonas Kahnwald en los primeros capítulos de Dark, cuando descubre que su mundo está atrapado en una infinita repetición de los mismos acontecimientos, o como si de repente fuésemos el misterioso señor K, el agrimensor kafkiano, en una de sus interminables caminatas hacia el castillo. Y entonces ocurrirá lo que deberíamos vivir en cada viaje: la experiencia del extrañamiento, la súbita conmoción provocada por un hecho que cambia para siempre nuestra mirada. Porque cuando el colectivo finalmente llegue a la terminal de Cracovia, con la luz lechosa del sol filtrándose por las ventanillas, la imagen en los carteles de la estación nos parecerá la continuidad de ese estado de ensueño: “Peron 1”, “Peron 2”, “Peron 3”, así, sin acento, como un mensaje en clave que durante varios minutos no sabremos muy bien cómo interpretar.
Y es que, en general, solo se admiten dos definiciones del peronismo. Para unos es la impostura orgullosa y camorrera del Mono Gatica, con su traje colorinche de cantante de cumbia, gritando “¡qué mirás, oligarcón! ¡A mí se me respeta!”, en la película de Leonardo Favio. Para otros, en cambio, el peronismo es aquello que el escritor Elvio Gandolfo contó que le sucedió de niño, a fines de los años cuarenta, cuando, para honrar eso de que Perón era el primer trabajador y el destino nacional absoluto, la estación de Retiro y la localidad cordobesa de San Marcos Sud, el pueblo en el que vivían sus abuelos, pasaron en simultáneo a llamarse Presidente Juan Domingo Perón. De modo que en la Argentina de esos años, uno podía viajar de Perón a Perón sin salir, en ningún momento, del contorno de su sonrisa gardeliana.
Pero la lengua polaca esconde un luminoso regalo con poder de síntesis. Algo que apenas alcanzamos a entrever en la explanada de la estación, todavía perplejos frente a la ambigüedad de los carteles. Resulta que en polaco, según nos confiesa el chofer del colectivo, la palabra Perón significa plataforma, andén. Y entonces el misterio se nos revela en toda su dimensión conjetural. Porque el peronismo es punto de llegada y punto de partida, es un espacio de tránsito, sin principio ni fin, es ese objeto que se acerca cuando uno intenta alejarse, y viceversa, como sucede con el centro del universo, que está en todas partes y en ninguna en particular, es el lento atardecer en los veranos del polo norte, la imagen de un perro que se muerde la cola, la simetría de las manchas de Rorschach en un papel, o quizás es el viento, el agua, la sombra, la poesía, es el sabor indescifrable de la comida china o de los caramelos media hora, que no le gustan a nadie, pero que aún se pueden comprar en cualquier quiosco, o acaso es el minotauro en el fondo del laberinto, el caballo de Troya, el símbolo ancestral del Áuryn, o quizás es una pequeña esfera suspendida en la inmensa oscuridad del universo, un agujero negro que contiene, superpuestas, todas las dimensiones del espacio, el tiempo y la materia, el peronismo como una moneda lanzada al aire, como nuestro rostro dentro de un cuarto de espejos, multiplicándose al infinito, o como el núcleo inestable de una sustancia tan radioactiva como el amor, capaz de condensar en un mismo cuerpo lo que se quiere y lo que se odia, y lo que es aún más inquietante: el peronismo como esa circunstancia en la que lo contrario de lo que pensamos es igualmente válido, igualmente legítimo, igualmente cierto.
Quién hubiera imaginado ese imposible: ser, al menos por un instante, la encarnación de Carlos Argentino Daneri frente a la superficie tornasolada del Aleph, el punto en el que convergen y divergen todos los puntos.
Quizás sea el azar el responsable de ese luminoso regalo o puede que se trate de la última jugada estratégica de Perón, ese viejo vizcacha que en algún lugar del cosmos se está partiendo de risa.
Sea como sea, hay que escuchar con atención ese zumbido en el interior de la Matrix. Y hay que repetir hasta el cansancio la frase de María Moreno: “Concluir es la forma más rancia de claudicar”. Porque quien concluye, ante todo, es quien deja de interrogar aquello que parece para siempre haber cesado de sorprendernos.
Después, mientras salimos de la estación, hay que recordar aquello que dijo Perón durante su exilio en España: “Los argentinos, como usted sabe, nos caracterizamos por creer que tenemos siempre la verdad. A esta casa vienen muchos argentinos queriéndome vender una verdad distinta como si fuese la única. ¿Y yo, qué quiere que haga? ¡Les creo a todos!”.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: Pinélides Fusco.