Las poseídas, un entorno peligroso
Por Manuel Allasino para La tinta
Las poseídas es una novela de la escritora Betina González, publicada en el año 2013 y ganadora del Premio Tusquets en su VIII edición. La historia transcurre en un colegio católico femenino en la zona norte de Buenos Aires: la llegada de una chica nueva, Felisa Wilmer, revoluciona todo. Recién venida de Londres, Felisa se convierte en el centro de atención por su actitud rebelde y su mal comportamiento. López, la narradora que no demorará en hacerse amiga de la nueva, va describiendo con lujo de detalles todas las aficiones artísticas, el aura “poética” y su carácter tan impenetrable como independiente. Pero con el paso de los días y las vivencias juntas, López irá descubriendo la verdadera historia de Felisa, la que hay debajo de la coraza que se arma para enfrentar al mundo: vive con su abuela después de la muerte de su madre en un accidente y su comportamiento excéntrico y suicida viene de personas de su entorno.
Con una prosa ágil y contundente, Betina González nos regala una novela en la que ahonda en algunos acontecimientos que marcan para siempre nuestras vidas.
“Felisa llegó cuando nuestro juego de odios y lealtades era tan complicado que ya no tenía lógica, ni reglas, ni descanso. En el grupo de las Iniciadas, Marisol Arguibel reinaba con su divino nombre y una belleza premeditada, indiscutible. Las que no la querían (y, todavía más, la que la idolatraban) hablaban de su pelo de muñeca, agotado de tantas permanentes, tinturas y planchitas, de la cantidad de horas que pasaba en el gimnasio, o de su bronceado artificial, de barbie californiana. Pero bastaba caminar con ella a la salida de la escuela para que todas las dudas se dispersaran. Siempre había grupos de chicos esperándola. Además, contaba con el atractivo adicional de sus tres hermanos mayores. Las plebeyas, rendidas ante la evidencia, no podían más que imitarla. Como esas barbies baratas que sólo se parecen a la original cuando están vestidas; esas chicas pronto revelaban el crudo mecanismo de sus articulaciones. Las copias de Marisol aparecían en la escuela con el mismo esmalte de uñas, un peinado similar o los mismos anillos; incluso sin quererlo, hablaban con la misma entonación, esa musiquita prepotente con la que ella componía naturalmente sus oraciones; un tono que no importaba cuánto se imitara, sólo se lograba luego de generaciones y generaciones de estancieros, decenas de Remedios y Merceditas, rugbiers y políticos sin doctrina que se hundían en el árbol genealógico de la Patria. Igual que las reinas, Marisol todo lo recibía como un tributo y disfrutaba variando cada semana el capricho de su belleza. Las demás respondían como podían, reafirmando con su fiebre camaleónica el poder de la elegida. No había nada peor que ser una de ellas. En el otro extremo, estaban las católicas convencidas, las que tocaban la guitarra en misa y suspiraban por los seminaristas que a veces llegaban a la escuela para dar clases especiales (la prueba, obviamente, era toda para ellos). No todas esas chicas eran feas, aunque es verdad que había muchos casos de acné desconsolado, narices desproporcionadas y kilos de más. Eso no explicaba a Valeria Fresatti, lo suficientemente linda, flaca y alta como para ser modelo si alguien le hubiera enseñado a caminar. Lo hacía como si su cuerpo se negara a despegarse del piso, como si luchara a cada paso por controlar sus piernas. Era mucho mejor imaginársela en un hábito. Algo que hubiera mejorado, resaltando la blancura de su piel y los ojos castaños casi traslúcidos, listos para recibir visiones. <<Hay virginidades de larga inteligencia>>. Si los padres fueran sinceros en la percepción de sus hijos sin gracia, sobre todo de sus hijas, no dudarían en enviarlos a una escuela católica. La Iglesia ha cumplido y cumple esa función social con eficiencia: la de retirar del mundo esas catástrofes de la femineidad, protegiéndolas, cultivando con paciencia el milagro de la floración. Se me ocurre que ése es el mejor argumento para justificar la existencia de colegios como el Santa Clara de Asís. Más de una carrera exitosa ha comenzado con esa temprana negación del cuerpo y la inversión de los mejores años en rigurosas disciplinas que luego encuentran mejores causas. Si hubiera sido un poco más hipócrita, yo también habría encontrado consuelo en el grupo de las místicas. Pero tenía las tetas demasiado grandes. El atractivo me descalificaba. Había que ser etérea o decididamente esférica para que te admitieran por derecho natural. Cualquier insinuación de la forma femenina era interpretada como un insulto o una broma de mal gusto. De todos modos, las Hijas de la Luz me hubieran aburrido pronto. Ni siquiera me interesaban por los misterios de la fe. No debatían a san Agustín ni pasaban sus horas en el jardín de Marsilio Ficino. Nada de transfixión o de llagas redentoras. La Iglesia les ofrecía una tabla de salvación como cualquier otra y ellas la abrazaban sin ningún esfuerzo ni cuestionamiento. Es fácil imaginarlas ahora abrazadas al botox, la homeopatía o la reproducción como antes de Cristo, san Francisco o la Virgen de Fátima. Entre esos dos extremos, las demás se ordenaban en grupos (a veces solamente parejas o triunviratos) que admitían todas las versiones de la mediocridad y la desesperación; chicas cuyos nombres he olvidado, que formaban intersecciones y permutaciones con otras igualmente olvidables”.
La novela está ambientada en la frágil democracia de los años ochenta. Esa ubicación temporal nos ayuda a entender la lógica de olla a presión que tienen los hechos que se desarrollan. Hay un amanecer luego de la oscura noche dictatorial, pero el recuerdo está muy latente, todavía se huele la represión en el ambiente.
En la escuela religiosa de zona norte, las pasiones tienen un tinte escabroso que parece una amplificación grotesca del desmoronamiento ético y moral de una sociedad que no logra despertar: López y Felisa Wilmer viven entre leyendas que se cuentan en voz baja sobre el pasado del colegio y algunos peligros más reales que se encuentran en sus cercanías.
“La idea de cualquier contacto con lo masculino podía corrompernos –como el comercio de la copa con la flor- diría la madre Imelda –sólo entretenía a algunas monjas, a los padres y a algunos merodeadores de ocasión. No en todas, pero seguramente sí en las Iniciadas, había cierta conciencia de la ventaja que les daba el uniforme. Lo usaban lo más corto que podían. Si en el colegio las obligaban a bajar la túnica hasta las rodillas, volvían a subirla ni bien cruzaban el portón de salida. Es cierto que mostrar las piernas era el único resto de coquetería que permitía esa tela pesada y azul que teníamos que usar sobre una camisa celeste todavía más deprimente y una corbatita negra a la que no le cabía otro adjetivo más que el de bochornosa. Aunque exageraban sus habilidades, entre las Iniciadas había expertas en retener novios sin entregarlo todo. <<Volverlos locos>> era el eufemismo que utilizaban en sus discusiones eróticas. Las técnicas que se discutían iban desde un dedo ensalivado bien metido en el culo de tu chico en el momento justo, hasta prácticas más obvias, como el ejercicio con una banana que había que tratar de meterse bien honda en la boca sin llegar a las arcadas ni rozarla con los dientes. Si la devolvías con alguna huella de los incisivos, Marisol y Esperanza Nuñez (o el clon de turno) te descalificaban. Yo podía asistir a estas tertulias sólo por dos razones: porque le escribía a Marisol los trabajos de historia y literatura, y porque era la única otra chica en nuestro curso que ya había cogido (Marisol lo había hecho con su novio de siempre, con el que ya llevaba tres años). Eso no me transformaba en una de las Iniciadas (para eso me faltaba dinero, coraje, buen gusto, locuacidad, un apellido). Sobre todo el apellido. Era claro que llamarme María de la Cruz Lopez me alejaba de esas chicas, por más que mis padres se hubieran esforzado en dignificar el anonimato familiar con un nombre tan extenuante. Varias veces me pregunté por qué habían insistido en mandarme al Santa Clara cuando hubiera sido más lógico inscribirme en la escuela pública que, además, nos quedaba más cerca. Ni siquiera era por la religión (que yo recuerde, mis padres no iban a misa más que para Pascuas o Navidad). Mi madre, todo lo confiaba a los insultos, la limpieza y la cocina, a pasar con buenas notas el escrutinio de los vecinos. O, en el peor de los casos, al rosario rezado en voz baja y a media luz las noches que mi padre no venía a cenar porque <<se demoraba en la oficina>>. Yo no les traía problemas y sacaba buenas notas. Era todo lo que les interesaba saber. A lo sumo, aspirarían a que un colegio como ése me sofisticara un poco o que, eventualmente, me consiguiera un mejor marido que el que el entorno familiar podía prometer. En casa siempre fui María. En el colegio, todas me decían López. Hasta mi compañera de banco, Cintia Serrano. A mí no me importaba. Era otra de las formas de no estar ahí. De obedecer protegida por la cara impersonal de mis antepasados. También en eso ellas percibían cierta cualidad servil que las tranquilizaba. López no iba a desafiarlas. Lopez escuchaba y se quedaba callada. No salía con ellas los fines de semana. No iba al gimnasio ni a la cámara solar. No tenía novio. No interrumpía ni interpelaba. A lo sumo, profería uno o dos chistes ajustados a sus medianas inteligencias. Porque Lopez podía ser divertida. Medio rara, medio aparato, pero divertida. No iba a delatarlas antes sus padres o las monjas. No iba a quitarles el novio o un hermano. Bastaba con verla para darse cuenta. Pero aun así López había cogido. Había cierta incongruencia en el hecho de que no fuera virgen. Eso las intrigaba”.
Las poseídas de Betina González es una novela que tiene una poética bien estructurada y aborda la locura y las relaciones humanas desde un lugar en donde nada está clausurado.
Sobre la autora
Betina González (Buenos Aires, 1972) es doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh y actualmente es profesora en la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como investigadora en el área de nuevos medios y literatura, y, entre otras cosas, enseña escritura creativa y semiótica de los géneros contemporáneos. En 2006, ganó el Premio Clarín de Novela con Arte menor, su primer libro, y ese mismo año, el Fondo Nacional de las Artes de Argentina distinguió Juegos de playa con el segundo premio del Certamen Nacional de Libros de Cuentos. El título La conspiración de la forma le valió el Premio Lozano de la Universidad de Pittsburgh.
*Por Manuel Allasino para La tinta.