Los caminos abiertos en América Latina
El neoliberalismo no es un recuerdo del pasado en el continente. Las luchas actuales demuestran que ese sistema económico y cultural mantiene su vigencia.
Por Ricardo Peterlin para La tinta
La larga década neoliberal
Eric Hobsbawm hablaba de siglos cortos y siglos largos. El siglo XIX era considerado un siglo largo, ya que había arrancado en 1789 con la Revolución Francesa, culminando en 1914 con la Primera Guerra Mundial, mientras que el siglo XX sería un siglo corto, que se inicia con la Primera Guerra en 1914 y finaliza en 1991, con la caída de la Unión Soviética. Si llevamos esta lógica al concepto de “décadas”, podríamos decir que el período neoliberal es una década larga: se inicia en 1973 con el golpe de Estado a Salvador Allende y continúa hasta nuestros días con múltiples sobresaltos y fisuras.
Luego de varias décadas de hegemonía del paradigma keynesiano en Occidente, comenzó a ganar terreno en la segunda mitad del siglo XX lo que conocemos como paradigma “neoliberal”. Podríamos caracterizar a esta corriente como un núcleo de ideas ligadas a la desregulación del mercado, el achicamiento del Estado, la mercantilización de los servicios y bienes públicos, y la desintegración de los lazos sociales y comunitarios. Desaparecida la amenaza de la expansión soviética y reconstruida buena parte de Europa a través del Estado de bienestar, el capitalismo moderno se reconvierte en medio de un proceso acelerado de globalización financiera, comercial y tecnológica en un sistema de concentración económica y anarquía de los capitales a nivel internacional jamás vista. En ese contexto, los países periféricos del Sur Global constituyen territorios desde donde extraer riquezas, recursos naturales, mano de obra barata y enormes beneficios financieros. Hablamos de una descomunal transferencia de recursos y riquezas desde la periferia al centro, que David Harvey sintetizó bajo el concepto de “acumulación por desposesión”.
Las dictaduras militares inauguraron este proceso a sangre y fuego, luego muchos gobiernos constitucionales de la región lo continuaron dejando consecuencias sociales nocivas que llegan hasta nuestros días. El “achicamiento” del Estado no es una categoría “técnica” propuesta por economistas que buscan la eficiencia y el crecimiento; es una lógica política que pretende encubrir la apropiación privada de los bienes comunes. Pero el neoliberalismo no es sólo un fenómeno económico: principalmente, es una representación simbólica del mundo, una producción de sentido común que ordena la realidad y constituye subjetividades. Durante esa larga década, no solo se ha degradado nuestro nivel de vida, sino también nuestra democracia, nuestro sistema político y nuestros dirigentes y funcionarios. La subsunción real del trabajo al capital en todos los ámbitos de nuestra vida trajo una gran insatisfacción, un gran malestar que comenzó a expresar fisuras en el bloque de poder hegemónico neoliberal. El saqueo de nuestros recursos, la entrega de nuestro patrimonio, la pérdida de derechos civiles y políticos, las altísimas cifras de empobrecimiento y marginalidad social comenzaron a expresar que algo no estaba bien, dando lugar a un proceso de resistencia y disputa por el poder político. Todo esto sumado a una nueva consecuencia: el cambio climático y la catástrofe ecológica. “Una especie está en peligro”, sentenciaba Fidel Castro: la especie humana.
Crisis por oleadas: victorias y derrotas
Desde el levantamiento de los zapatistas en Chiapas, el 1 de enero de 1994, hasta la victoria reciente de Pedro Catillo en Perú, se han dado en nuestro continente diversas experiencias muy disímiles que combinan distintas formas de lucha y ascenso al poder, que podríamos tildar bajo el nombre de “post-neoliberales”. Nos referimos a experiencias políticas y sociales que buscan ir más allá del funcionamiento material y simbólico que genera el orden neoliberal, reconstruyendo el sentido comunitario, democrático, tanto social como estatal, resignificando y reinterpretando las formas de organizar lo común.
Las primeras experiencias emancipadoras de la región se agruparon bajo el concepto de “ciclo progresista”, haciendo alusión a una serie de gobiernos (Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, Lula Da Silva y Dilma Rousseff, Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica, Fernando Lugo, entre otros) que lograron organizar a nivel institucional las demandas sociales expuestas en las resistencias al neoliberalismo con sus diferentes estallidos sociales y crisis expresadas de manera distinta en cada país. Todas estas crisis sociales se transformaron en “crisis estatales”, es decir, en un quiebre parcial del compromiso entre dominantes y dominados que hace estallar la legitimidad del bloque de poder dominante. Es sabido que ninguna sociedad puede vivir períodos interminables de crisis e incertidumbre, por lo que las resistencias sociales se cristalizan en nuevas formas de Estado, entendido como institucionalidad y creencia colectiva. Volveremos sobre esto luego.
El “ciclo progresista” gobernó durante varios años y comenzó a sufrir derrotas, algunas legítimas mediante el voto popular, otras ilegítimas mediante nuevas formas de golpe de Estado articuladas desde el poder económico, mediático y judicial. Lo cierto es que estas experiencias de una nueva derecha más radical e implacable son muestras de un viejo orden que no acaba de morir. La batalla de ideas sigue abierta y sus formas estatales, político-partidarias, culturales, son la expresión de dos proyectos antagónicos en pugna por la hegemonía.
Hablamos entonces de un proceso de crisis del neoliberalismo con avances y retrocesos, victorias y derrotas, golpes de Estado y restitución de la democracia condicionada. Luego de una serie de reveses sufridos por el campo popular (golpe de Estado a Fernando Lugo en Paraguay, victoria de Mauricio Macri en Argentina, victoria de Jair Bolsonaro en Brasil luego del golpe a Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula Da Silva, traición de Lenin Moreno a Rafael Correa y al pueblo de Ecuador, golpe de Estado a Evo Morales en 2019), a partir de la victoria de Manuel López Obrador en México se reabre un nuevo ciclo de gobiernos nacionales populares en el continente y nuevos procesos de resistencia y crisis política en países que no habían sido parte del primer “ciclo progresista”, como Chile y Colombia. Si bien en estos dos países los procesos continúan abiertos, el triunfo del “Sí” chileno para redactar una nueva Constitución, poniendo fin a largas décadas de hegemonía pinochetista, y el despertar del pueblo colombiano en un país con miles de desaparecidos y asesinados por el Estado, son dos grandes disrupciones en el seno de dos modelos ejemplares de neoliberalismo.
Estamos ante una nueva oportunidad de construir una contra-hegemonía al relato neoliberal, recuperar la soberanía de nuestros países, transformar el Estado y los mecanismos de participación y representación para la administración de los bienes y servicios públicos. Este desafío implica cambiar la relación de fuerzas existente, conquistando no solo el poder del gobierno, sino el poder del Estado mediado por una participación directa de la sociedad a través de un poder dual que combine elementos de autonomía popular e intervención estatal. Es preciso aprender de los errores del pasado para concluir, finalmente, con la larga década del neoliberalismo en la región. Para esto, es fundamental ganar en el terreno de las ideas, construir una derrota simbólica al orden vigente, generar una nueva subjetividad social mediante un diálogo extenso y sincero entre diversos sectores sociales explotados.
Hacia una radicalización de los cambios
Como sabemos, el Estado sintetiza las luchas sociales y los procesos políticos históricos de una comunidad determinada. Por esto, es siempre una relación social en constante movimiento, cambio y mutación. Desde el punto de vista de los nuevos sujetos populares que ascienden al poder del Estado, este poder siempre es una herencia. Lo que se hereda es la condensación de las luchas históricas bajo la lógica de los vencedores, plasmadas en la organización jurídica estatal y la composición clasista de sus instituciones. La “forma de Estado”, para acuñar un concepto de Alcira Argumedo, que se hereda es la forma que imprimieron quienes manejaron ese andamiaje institucional y simbólico la mayor parte de la historia. Es por esto que el gran desafío para los sectores subalternos es cambiar dicha “forma de Estado” y transformar esas relaciones sociales en una nueva dirección, funcional a sus intereses.
El Estado consta de una parte material, concreta, física, basada en el funcionamiento efectivo de sus instituciones con funcionarios que llevan a cabo la administración pública, y una parte simbólica, es decir, el Estado como creencia colectiva, como legitimidad social arraigada en la comunidad. Ese “monopolio del capital simbólico”, como nos advierte Pierre Bourdieu, le otorga al Estado la capacidad de crear valores éticos, comportamientos sociales, hábitos y costumbres que constituyen la cotidianeidad de todos los individuos pertenecientes a determinada sociedad. Por lo que la separación entre Estado y sociedad civil resulta difusa. Entendemos más bien esta relación como complementaria. El Estado es “sociedad política” más “sociedad civil”, como afirmaba Antonio Gramsci. De esta manera, las instituciones del Estado se extienden hasta la sociedad civil como productoras de ideología, costumbres, hábitos (“Estado ampliado”). El Estado es un producto de la sociedad, pero, a la vez, la sociedad va cambiando a través del accionar del Estado. El verdadero desafío que enfrentan los procesos nacionales populares de la región es transferir cada vez un mayor porcentaje de poder desde el Estado a la sociedad, combinando institucionalidad con poder popular, estatalidad con autonomía, representación con participación.
Uno de los principales rasgos que pudimos observar en los países donde estos procesos sufrieron derrotas a manos de gobiernos de derecha es la destrucción de las conquistas y posiciones ganadas. Desde esta perspectiva, observamos una falencia en torno al empoderamiento comunitario a la hora de manejar los “resortes” de la actividad estatal y poder defender sus conquistas de manera efectiva ante una posible derrota electoral. El hecho de que cambie el gobierno y se desintegren las políticas públicas y decisiones realizadas en el ciclo anterior es una muestra de debilidad en la construcción de procesos de empoderamiento popular y democratización social.
La crisis de los estados neoliberales debe constituir un “punto de bifurcación”, para acuñar una categoría trabajada por Álvaro García Linera, es decir, la construcción de un nuevo orden político donde el bloque de poder representante de la voluntad general comience a cambiar las relaciones de fuerza tradicionales, dando lugar a una nueva concepción del mundo y de las creencias que ordenan la realidad. Esto significa acceder al Estado no solo para administrar lo existente, sino para trasformar lo social.
Vivimos tiempos de una crisis civilizatoria. Las nuevas circunstancias nos exigen cambios estructurales, medidas “de fondo” para poder lograr el bienestar de toda la sociedad y construir ese gran sueño colectivo de una Latinoamérica libre, soberana e igualitaria. Para esto, es fundamental repensar nuestro accionar político como pueblo, lograr elevar nuestra concepción de ciudadanía, de democracia, de Nación y de Estado, construyendo un ciclo que cambie la relación entre dominantes y dominados, que recupere la riqueza colectiva, transformando a las mayorías populares de reclamantes a ejecutantes, de mandados a mandatarios, de observadores a protagonistas de su futuro.
*Por Ricardo Peterlin para La tinta / Foto de portada: RTVE